Читать книгу No hables con extraños - Харлан Кобен - Страница 7
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ОглавлениеCuando Adam consiguió recuperar el control sobre las piernas, salió tras el desconocido.
Demasiado tarde.
Estaba metiéndose en el asiento del acompañante de un Honda Accord gris. El coche se puso en marcha. Adam corrió para verlo más de cerca, quizá para ver la matrícula, pero solo pudo ver que era de su estado, Nueva Jersey. Cuando el coche giraba hacia la salida, observó algo más.
Quien conducía era una mujer.
Era joven, y tenía una larga melena rubia. Cuando la luz de las farolas le dio en el rostro, vio que le estaba mirando. Sus ojos se cruzaron por un instante. En su rostro había una mirada de preocupación, de pena.
Por él.
El coche se alejó haciendo rugir el motor. Alguien le llamó por su nombre. Adam se volvió y regresó adentro.
Empezaron a seleccionar jugadores.
Adam trató de prestar atención, pero era como oír todos los sonidos del auditorio desde el interior de una ducha. Corinne le había facilitado mucho el trabajo. Había puntuado a todos los chicos que aspiraban a ingresar en el equipo de sexto, de modo que le bastaba con seleccionar a los que estuvieran disponibles. Lo verdaderamente importante —el motivo de su presencia allí— era asegurarse de que su hijo Ryan, que ahora estaba en sexto, accediera al equipo de la liga estatal. Su hijo mayor, Thomas, que ahora estaba en el instituto, había quedado fuera del equipo de las estrellas cuando tenía la edad de Ryan porque —al menos eso era lo que pensaba Corinne, y Adam estaba más o menos de acuerdo— sus padres no se habían implicado lo suficiente. Aquella tarde había más padres allí para proteger los intereses de sus hijos que por amor al deporte.
Incluido Adam. Era patético, pero así son las cosas.
Adam intentaba olvidar lo que acababa de oír —en cualquier caso, ¿quién demonios era ese tipo?—, pero no lo conseguía. Echó un vistazo a los «informes de los candidatos», pero los veía borrosos. Su mujer era tan organizada, casi obsesiva, que había hecho una lista con los chavales, ordenados del mejor al peor. Cuando seleccionaron a uno de los chicos, Adam lo tachó con un gesto mecánico. Observó la caligrafía perfecta de su mujer, prácticamente como las letras de molde que cuelgan los profesores de tercero en lo alto de la pizarra. Así era Corinne. La chica que llegaba a clase, se lamentaba de que iba a suspender, acababa el examen y sacaba un sobresaliente. Era lista, decidida, guapa y...
¿Mentirosa?
—Vamos a pasar a los equipos para la liga estatal, amigos —propuso Tripp.
El ruido de las sillas arrastrándose por el suelo resonó por la sala de nuevo. Aún descentrado, Adam se unió al corro de cuatro hombres que completarían los equipos A y B para la liga estatal. Aquello era lo que contaba en realidad. Los de la liga escolar se quedaban en la ciudad. Los mejores jugadores pasaban a los equipos A y B y competían viajando por todo el estado.
«Novelty Funsy. ¿Por qué me suena este nombre?».
El entrenador titular del equipo se llamaba Bob Baime, pero Adam siempre lo había identificado con Gastón, el personaje animado de La Bella y la Bestia, la película de Disney. Bob era un tiarrón con una de esas sonrisas luminosas que se ven en la oscuridad. Era ostentoso, orgulloso y cretino, y cada vez que se mostraba en público, pavoneándose, sacando pecho y balanceando los brazos, era como si lo acompañase una banda sonora que dijera: «El más fuerte es Gastón. Solamente Gastón es igual que Gastón. Si dispara Gastón, nunca falla Gastón...».
«Olvídalo —se dijo Adam—. Ese tipo solo quería jugar contigo».
Escoger los equipos debía ser un mero trámite. Cada chaval tenía una puntuación del uno al diez en diversas categorías: manejo del stick, velocidad, pase... Cosas así. Se hacía la suma y se calculaba la media. En teoría, bastaba con echar un vistazo a la lista, poner a los dieciocho primeros chavales en el equipo A, a los dieciocho siguientes en el B, y eliminar a los demás. Sencillo. Pero primero todo el mundo tenía que asegurarse de que sus respectivos hijos estaban en el equipo deseado.
Vale, muy bien.
Luego se seguía el listado de clasificaciones, del primero al último. Las cosas iban bastante bien hasta que llegaron al último puesto del equipo B.
—Deberíamos poner a Jimmy Hoch —declaró Gastón. Bob Baime raramente se limitaba a hablar. La mayoría de las veces emitía dictámenes.
—Pero Jack y Logan tienen mejores puntuaciones —observó uno de sus entrenadores auxiliares, un hombrecillo gris cuyo nombre Adam no conocía.
—Sí, es cierto —declaró Gastón—. Pero conozco a ese chico, Jimmy Hoch. Es mejor jugador que esos dos. Tan solo le fueron mal las pruebas. —Tosió, tapándose la boca con el puño, antes de proseguir—. Además, Jimmy ha tenido un mal año. Sus padres se han divorciado. Deberíamos darle una oportunidad y meterlo en el equipo. De modo que si a nadie le parece mal...
Empezó a escribir el nombre de Jimmy.
—A mí sí —dijo Adam, sin darse cuenta siquiera.
Todas las miradas se volvieron hacia él.
Gastón orientó la barbilla con hoyuelo hacia Adam.
—¿Perdón?
—A mí me parece mal —repitió Adam—. Jack y Logan tienen puntuaciones más altas. ¿Quién tiene la puntuación más alta de los dos?
—Logan —respondió uno de los auxiliares.
Adam repasó la lista y vio las puntuaciones.
—Muy bien, pues es Logan quien debería estar en el equipo. Es el chaval que tiene la mejor valoración y el puesto más elevado en la lista.
Los asistentes a la reunión no emitieron ningún sonido, pero casi se oía la tensión en el ambiente. Gastón no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria. Se inclinó hacia delante y sonrió, mostrando su enorme dentadura.
—No te lo tomes a mal, pero solo has venido a sustituir a tu mujer.
Dijo la palabra «mujer» con cierto retintín, como si tener que sustituir a una mujer implicara falta de hombría.
—Ni siquiera eres entrenador auxiliar.
—Es cierto —respondió Adam—. Pero sé leer números, Bob. La puntuación total de Logan es de seis coma siete. Jimmy solo tiene un seis coma cuatro. Hasta con las matemáticas modernas, seis coma siete sigue siendo mayor que seis coma cuatro. Te puedo hacer una gráfica, si te sirve de ayuda.
Gastón no captó el sarcasmo.
—Pero como acabo de explicar, hay circunstancias atenuantes.
—¿El divorcio?
—Exactamente.
Adam miró a los entrenadores auxiliares, que de pronto habían encontrado en él un espectáculo fascinante.
—Bueno, ¿sabes cuál es la situación doméstica de Jack o de Logan?
—Sé que sus padres siguen juntos.
—Entonces ¿ese es ahora nuestro criterio de selección? —preguntó Adam—. Tu matrimonio va bastante bien, ¿no, Ga...? —Había estado a punto de llamarlo Gastón—. ¿Bob?
—¿Qué?
—Melanie y tú. Sois la pareja más feliz que conozco, ¿no?
Melanie era una rubia menuda y alegre, y parpadeó como si de pronto alguien le hubiera dado una bofetada. A Gastón le gustaba tocarle el culo en público, no tanto como gesto de cariño, ni siquiera de deseo, sino para demostrar que era de su propiedad. Se echó atrás e intentó sopesar sus palabras con cuidado.
—Nos va bien en el matrimonio, sí, pero...
—Bueno, pues eso debería restarle al menos medio punto a la valoración de tu hijo, ¿no? Eso deja a Bob júnior en... déjame ver... un seis coma tres. Equipo B. Lo que quiero decir es que si vamos a aumentar la puntuación de Jimmy porque sus padres tienen problemas, ¿no deberíamos bajar también la de tu hijo, en vista de que sus padres son tan increíblemente perfectos?
—Adam, ¿te encuentras bien? —le preguntó uno de los otros entrenadores auxiliares.
Adam se giró hacia la voz.
—Muy bien.
Gastón empezó a apretar los puños.
«Corinne se lo inventó todo. Nunca estuvo embarazada».
Adam miró fijamente a los ojos a aquel tiarrón y le sostuvo la mirada. «Venga, anímate, grandullón —pensó Adam—. Lúcete». Gastón era el clásico grandullón, todo fachada. Más allá, Adam vio que Tripp Evans los miraba con gesto de sorpresa.
—Esto no es un tribunal —dijo Gastón, luciendo sonrisa—. Se ve que no estás en tu medio.
Adam llevaba cuatro meses sin ver la sala de un tribunal, pero no se molestó en corregirle. Levantó las hojas para que todos las vieran.
—Las evaluaciones están aquí por algún motivo, Bob.
—Y nosotros también —replicó Gastón, pasándose la mano por la negra melena—. Como entrenadores. Como personas que hemos estado observando a los chavales durante años. Nosotros somos los que decidimos en última instancia. Y yo, como jefe de entrenadores, soy quien decide. Jimmy tiene actitud. Eso también importa. No somos ordenadores. Usamos todas las herramientas de que disponemos para seleccionar a los mejores. —Abrió sus enormes manos, intentando hacer volver a Adam al redil—. Y en realidad estamos hablando del último chaval del equipo B. No creo que sea tan importante.
—Yo apuesto a que será muy importante para Logan.
—Yo soy el jefe de entrenadores. La última palabra la tengo yo.
La gente empezaba a marcharse. Adam abrió la boca para decir algo más, pero ¿de qué iba a servir? No iba a ganar aquella discusión y, a fin de cuentas, ¿por qué lo hacía? Ni siquiera sabía quién demonios era ese Logan. Solo le había servido para dejar de pensar en el lío en que lo había metido aquel desconocido. Nada más. Estaba claro. Se levantó de la silla.
—¿Adónde vas? —preguntó Gastón, estirando la barbilla tanto que parecía estar pidiendo un puñetazo.
—Ryan está en el equipo A, ¿no?
—Sí.
Para eso había ido Adam, para defender a su hijo, de ser necesario. Lo demás no importaba.
—Buenas noches a todos.
Adam volvió a la barra del bar. Saludó con un cabeceo a Len Gilman, el jefe de Policía del pueblo, a quien le gustaba trabajar detrás de la barra porque así controlaba que no bebieran demasiado. Len le devolvió el cabeceo y le colocó una botella de Bud delante. Adam le quitó el tapón con un gesto de placer quizás algo exagerado. Tripp Evans tomó asiento a su lado. Len también le colocó una Bud delante. Tripp la levantó y la hizo chocar con la de Adam. Los dos bebieron en silencio mientras se disolvía la reunión. Los demás fueron despidiéndose. Gastón se levantó con un gesto teatral —se le daba muy bien todo lo teatral— y fulminó a Adam con la mirada. Adam levantó la botella en su dirección, como si brindase con él. Gastón se fue hecho una furia.
—¿Haciendo amigos? —preguntó Tripp.
—Soy un tipo sociable —respondió Adam.
—Sabes que es el vicepresidente de la comisión, ¿verdad?
—La próxima vez que lo vea no me olvidaré de hacerle una genuflexión.
—Yo soy el presidente.
—En ese caso, más vale que me compre unas rodilleras.
Tripp asintió. Le gustó aquella ocurrencia.
—Ahora mismo Bob está pasando un mal momento.
—Bob es un capullo.
—Bueno, sí. ¿Sabes por qué sigo en el cargo de presidente?
—¿Te ayuda a ligar?
—Eso también. Y porque si lo dejo, lo asume él.
—No quiero ni pensarlo —dijo Adam, dispuesto a dejar la cerveza en la barra—. Es hora de volver a casa.
—Está sin trabajo.
—¿Quién?
—Bob. Perdió su trabajo hace más de un año.
—Lo siento mucho —lamentó Adam—. Pero eso no es excusa.
—No he dicho que lo fuera. Solo quería que lo supieras.
—Vale. Ya lo sé.
—El caso es que... —prosiguió Tripp Evans—. Ha recurrido a una importante agencia de colocación.
Adam dejó la cerveza.
—¿Y?
—Pues que esa agencia de colocación está intentando encontrarle un nuevo puesto.
—Eso ya me lo has dicho.
—Y la agencia la dirige un tal Jim Hoch.
Adam se quedó de piedra.
—¿Hoch? ¿Como Jimmy Hoch? ¿Su padre?
Tripp no dijo nada.
—¿Por eso quiere que el chaval entre en el equipo?
—¿Tú crees que a Bob le importa que sus padres estén separados?
Adam se limitó a menear la cabeza.
—¿Y a ti te parece bien?
Tripp se encogió de hombros.
—Aquí no hay nada puro. Cuando un padre se implica en el futuro deportivo de su hijo, bueno, ya sabes, es como una leona protegiendo a su cachorro. A veces escogen a un chaval porque es el vecino. A veces, porque su madre está buenísima y se viste provocativa en los partidos...
—¿Y eso lo sabes de primera mano?
—Pillado. Y a veces uno escoge a un chaval porque su padre puede ayudarle a conseguir trabajo. A mí me parece una razón tan válida como la que más.
—Tío, eres de lo más cínico, para ser publicista.
—Sí, lo sé —confesó Tripp con una risotada—. Pero es lo que solemos decir. ¿Hasta dónde llegarías para proteger a tu familiar? Nunca le harías daño a nadie. Yo nunca le haría daño a nadie. Pero si algo amenazara a tu familia, si se tratara de salvar a tu hijo...
—¿Mataríamos?
—Mira a tu alrededor, amigo mío. —Tripp abrió los brazos—. Este pueblo burgués, estos colegios, estos programas, estos chavales, estas familias... A veces me siento, miro a mi alrededor y no me puedo creer la suerte que tenemos todos nosotros. Estamos viviendo un sueño, ¿sabes?
Adam lo sabía. Más o menos. Había pasado de abogado de oficio mal pagado a socio de un bufete especializado en expropiaciones para poder pagarse el sueño. Se preguntaba si valía la pena.
—¿Y si eso es a costa de Logan?
—¿Desde cuándo es justa la vida? Mira, yo tenía unos clientes de una gran empresa de automóviles. Sí, la conoces. Y sí, has leído hace poco en el periódico cómo han tapado un problema en la dirección de sus coches. Ha habido muchos heridos, e incluso muertos. Esos tipos de la casa de coches son realmente majos. Normales. ¿Cómo pudieron permitir que sucediera? ¿Cómo pudieron decidir aumentar el margen de beneficios a riesgo de que muriera gente?
Adam veía adónde quería llegar, pero con Tripp la explicación siempre valía la pena.
—¿Porque son unos cabrones corruptos?
Tripp frunció el ceño.
—Sabes perfectamente que eso no es así. Es como los empleados de las tabacaleras. ¿Ellos también son malvados? ¿Todos? ¿O todos esos santos varones que han tapado los escándalos de la Iglesia o... no sé... que han contaminado los ríos? ¿Son todos unos cabrones corruptos, Adam?
Tripp era así: un papá filósofo de barrio residencial.
—Dímelo tú.
—Todo es cuestión de perspectiva, Adam —le respondió Tripp con una sonrisa. Se quitó la gorra, se alisó el escaso cabello y se la colocó de nuevo—. Los seres humanos no sabemos ser objetivos. Siempre hay algo que nos condiciona. Siempre protegemos nuestros propios intereses.
—Hay una cosa que observo en todos esos ejemplos... —apuntó Adam.
—¿Qué es?
—El dinero.
—Es el origen de todos los males, amigo mío.
Adam pensó en el desconocido. Pensó en sus dos hijos, que en ese momento estarían en casa, tal vez haciendo los deberes o jugando a un videojuego. Pensó en su esposa, y en la convención de profesores de Atlantic City.
—No de todos —puntualizó.