Читать книгу No hables con extraños - Харлан Кобен - Страница 9
4
ОглавлениеYa en casa, en su pequeño estudio, Adam hizo clic sobre el enlace del mensaje y vio aparecer la página web en la pantalla.
Fake-A-Pregnancy.com.
Adam intentó no reaccionar. Sabía que internet ofrecía soluciones para todos los gustos y caprichos, incluso los que desafiaban a la imaginación, pero el hecho de que hubiera toda una página web dedicada a fingir embarazos era una de esas cosas que hace que a un ser humano racional le vengan ganas de bajar los brazos, echarse a llorar y admitir la victoria de nuestros instintos más bajos.
Bajo el gran rótulo de color rosa, en un tamaño de letra algo menor, decía: ¡LOS MEJORES ARTÍCULOS DE BROMA!
¿Artículos de broma?
Seleccionó el enlace de «tu cesta de la compra». El primero de la lista era un «¡NUEVO falso test de embarazo!». Adam sacudió la cabeza. El precio habitual, de 34,95 dólares, estaba tachado en rojo, y a su lado aparecía el nuevo: 19,99 dólares, y en letra cursiva, debajo, «¡Ahorras 15 dólares!».
«Bueno, gracias por el ahorro. Espero que mi mujer aprovechara el descuento».
El artículo se enviaba en veinticuatro horas, con un «embalaje discreto». Siguió leyendo:
¡Úsalo del mismo modo en que usarías un test de embarazo normal!
Orina sobre la tira y lee el resultado.
¡Da positivo siempre!
Adam sintió la boca seca.
¡Asusta de muerte a tu novio, a tus suegros, a tu prima o a tu profesor!
¿La prima? ¿El profesor? ¿Quién demonios quiere asustar a la prima o al profesor haciéndoles creer...? No quería ni pensarlo.
Había una advertencia en letra pequeña al fondo:
ADVERTENCIA: Este artículo podría ser usado de forma irresponsable. Al rellenar y enviar el siguiente formulario, el comprador se compromete a no usar este producto con fines que puedan ser ilegales, inmorales, fraudulentos o lesivos para otros.
Increíble. Hizo clic en la imagen y amplió el envoltorio. El test era una tira blanca con una cruz roja que indicaba el embarazo. Adam se devanó los sesos. ¿Era ese el test que había usado Corinne? No lo recordaba. ¿Se había molestado él en verlo? No estaba seguro. Todos se parecían, ¿no?
Pero en ese momento recordó que Corinne se había hecho el test cuando él estaba en casa.
Aquello era nuevo para ella. Con Thomas y Ryan, Corinne se había limitado a recibirlo en la puerta de casa con una gran sonrisa y le había disparado la noticia. Pero esa última vez ella había insistido en que él estuviera presente. Eso lo recordaba. Él estaba tendido en la cama, viendo la tele, zapeando. Ella había entrado en el baño. Él pensaba que el test llevaría unos minutos, pero no había sido así. Corinne había salido corriendo del baño con el test en la mano.
«¡Adam, mira! ¡Estoy embarazada!».
¿El test tenía ese aspecto?
No lo recordaba.
Adam seleccionó el segundo enlace y hundió la cabeza entre las manos.
¡BARRIGAS DE SILICONA!
Las había de diversos tamaños: primer trimestre (semanas 1-12), segundo trimestre (semanas 13-27) y tercer trimestre (semanas 28-40). También había un tamaño extragrande y uno para gemelos, trillizos e incluso cuatrillizos. Había una foto de una bella mujer mirando con ternura su vientre «de embarazada». Llevaba un vestido de novia blanco y un ramo de lirios en la mano.
El reclamo en la parte superior decía:
¡Nada como estar embarazada para ser el centro de atención!
Y, debajo, un subtítulo menos sutil:
¡Verás qué regalos te hacen!
El producto estaba hecho de «silicona de uso médico», descrita como «¡lo más parecido a la piel que se ha inventado nunca!». En la parte inferior había testimonios de «clientes reales de Fake-A-Pregnancy». Adam abrió uno. Una guapa morena sonreía a la cámara y decía: «¡Hola! Me encanta mi barriga de silicona. ¡Es muy natural!». Luego explicaba que le había llegado solo en dos días hábiles (no tan rápido como el test de embarazo, pero tampoco es algo que necesites con tanta prisa, ¿no?) y que ella y su marido iban a adoptar un niño y no querían que sus amigos lo supieran. La segunda mujer —esta vez una pelirroja delgada— explicaba que ella y su marido habían contratado un vientre de alquiler y no querían que sus amigos se enteraran. (Adam esperaba por su propio bien que sus amigos no fueran tan raritos como para frecuentar aquella página web de vez en cuando.) El último testimonio era de una mujer que había usado el vientre falso para jugarles «una mal pasada» a sus amigos.
Debía de tener unos amigos bastante curiosos.
Adam volvió a la página del carrito de la compra. El último artículo era... oh, Dios... unas ecografías falsas.
¡En 2-D o 3-D! ¡Tú eliges!
Las falsas ecografías estaban a la venta por 29,99 dólares. En brillante, mate, o incluso transparencia. Había campos que podías rellenar, poniendo el nombre del médico, el nombre de un hospital o una clínica, y la fecha de la ecografía. Se podía escoger el sexo del feto o la probabilidad («Varón: 80 % de posibilidades»), por no hablar del tiempo de gestación, de fetos gemelos... Lo que fuera. Por 4,99 dólares más se podía «añadir un holograma a la ecografía falsa para darle un aspecto más auténtico».
La cabeza le daba vueltas. Corinne no habría escatimado en gastos con la ecografía, ¿no? No lo recordaba.
Una vez más, la página web lo presentaba como si la gente comprara ese tipo de cosas para gastar bromas.
¡Perfecto para despedidas de soltero!
Sí, para partirse de la risa.
¡Perfecto para fiestas de cumpleaños e incluso bromas de Navidad!
¿Bromas de Navidad? ¿Empaquetar de regalo un test de embarazo y dejarlo bajo el árbol para papá y mamá? Sí, risas garantizadas.
Por supuesto, presentar todo aquello como «artículo de broma» no era más que una protección contra posibles denuncias. Era imposible que los dueños de la página web no supieran que la gente lo usaba para engañar.
«Eso es, Adam. Sigue indignándote. Sigue sin asumir lo evidente».
Volvía a sentir aquella sensación de aturdimiento. De momento, no podía hacer nada más. Se iría a la cama. Se estiraría y pensaría en ello. «No hagas nada precipitado. Hay demasiado en juego. Mantén la calma. Bloquea tus reacciones, si es necesario».
Pasó junto a los dormitorios de tus hijos en dirección al suyo. Sus habitaciones, toda aquella casa, de pronto le parecieron de lo más frágiles, un cascarón de huevo, y sentía que, si no iba con cuidado, lo que le había dicho el desconocido podía llegar a aplastarlos a todos.
Entró en el dormitorio que compartía con su esposa. En la mesilla de noche de Corinne había una novela en rústica; era el debut literario de una mujer paquistaní. A su lado, un ejemplar de la revista Real Simple con las esquinas dobladas para marcar las páginas. También había unas gafas de cerca. La graduación era muy baja, y a Corinne no le gustaba llevarlas en público. El radio-despertador era también un punto de recarga para su iPhone. Adam y Corinne tenían gustos musicales similares. Bruce Springsteen era uno de sus favoritos. Habían asistido a una docena de conciertos. En algún momento, Adam siempre se dejaba llevar por la música hasta perder el control. Corinne siempre escuchaba concentrada. A veces se movía un poco, pero tenía la mirada puesta en el escenario casi todo el rato.
Adam, mientras tanto, bailaba como un idiota.
Entró en el baño y se cepilló los dientes. Corinne usaba un nuevo cepillo de dientes eléctrico supersónico de última tecnología que parecía un artilugio de la NASA. Adam usaba un cepillo clásico. Había una cajita de una crema L’Oréal. En el aire aún flotaba un rastro del olor químico del tinte. Probablemente, Corinne se había retocado algún pelo gris antes de salir para Atlantic City. Decía que le salían de uno en uno, y se daba cuenta cuando estaban largos. En tiempos se los arrancaba y se los quedaba mirando. Luego fruncía el ceño, los levantaba y decía: «Tiene la textura y el color de la lana de acero».
Le sonó el móvil. Miró la pantalla, pero ya sabía quién era. Escupió la pasta de dientes, se aclaró a toda prisa y lo cogió.
—Eh —dijo.
—¿Adam?
Por supuesto, era Corinne.
—Sí.
—He llamado antes —dijo. Adam detectó un atisbo de miedo en su voz—. ¿Por qué no has respondido?
—Thomas estaba al volante. No quería distraerme.
—Oh. —Al fondo se oían música y risas. Probablemente estuviera en el bar con sus colegas—. ¿Y qué tal ha ido la noche?
—Bien. Está en el equipo.
—¿Qué tal Bob?
—¿Qué quieres decir con eso de qué tal Bob? Ha hecho el payaso. Como siempre.
—Tienes que ser más agradable con él, Adam.
—No, no tengo por qué.
—Quiere pasar a Ryan al equipo B para que no le haga competencia a Bob júnior. No le des una excusa.
—¿Corinne?
—¿Sí?
—Es tarde y mañana tengo un día muy cargado. ¿Podemos hablar mañana?
Entre el ruido de fondo se oyó a alguien —un hombre— que se partía de la risa.
—¿Va todo bien? —preguntó ella.
—Bien —respondió él, y colgó.
Limpió el cepillo de dientes y se lavó la cara. Dos años atrás, cuando Thomas tenía catorce años, y Ryan, diez, Corinne se había quedado embarazada. Había sido una sorpresa. Con la edad, a Adam le habían detectado una baja cantidad de espermatozoides, así que habían acabado por prescindir `de métodos anticonceptivos; se limitaban a rezar en silencio por que no ocurriera. Por supuesto, aquello era una irresponsabilidad por su parte. No es que hubieran decidido juntos que no querían más hijos. Tan solo parecía —al menos hasta aquel momento— que ese era el acuerdo tácito entre los dos.
Adam se miró al espejo. La vocecita en lo hondo de su cerebro seguía insistiendo. Recorrió el pasillo de puntillas. Encendió el ordenador, abrió el navegador y buscó «Test de ADN». El primero lo vendían en Walgreens. Estaba a punto de realizar el pedido, pero se lo pensó mejor. Corría el riesgo de que alguien abriera la caja. Lo recogería en mano al día siguiente.
Adam volvió a su habitación y se sentó en la cama. El olor de Corinne, sus intensas feromonas, pese al paso de los años, seguía flotando en el ambiente, o quizá fuera su imaginación desbocada.
Le volvió a la mente la voz del desconocido.
«Podrías haberla dejado».
Adam apoyó la cabeza en la almohada y parpadeó, mirando al techo, abrumado por el concierto de sonidos casi imperceptibles de su casa en silencio.