Читать книгу No hables con extraños - Харлан Кобен - Страница 12
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ОглавлениеThomas marcó su segundo gol (¡el de la victoria!) cuando apenas faltaban veinte segundos para el final.
Aquella era la hipocresía del cinismo de Adam sobre la exagerada intensidad del mundo del deporte: a pesar de todo, cuando Thomas marcó aquel último gol, Adam dio un salto en el aire, agitó el puño y gritó: «¡Sí!». Le gustara o no, aquello fue una inyección de alegría, pura y genuina. Podría decirse que no era algo estrictamente personal, que era un sentimiento natural y sano de un padre hacia su hijo. Adam se recordó a sí mismo que no era uno de esos padres que vivían a través de sus hijos o que veían el lacrosse como un billete de entrada a una universidad mejor. Le gustaba el deporte por una sencilla razón: a sus hijos les encantaba jugar.
Pero todos los padres se dicen muchas cosas a sí mismos. Lo de la paja en ojo ajeno.
Cuando acabó el partido, Corinne se llevó a Ryan a casa en su coche. Iba a preparar la cena. Adam esperó a Thomas en el aparcamiento del instituto de Cedarfield. Por supuesto, habría sido mucho más fácil llevárselo a casa directamente después del partido, pero los chavales tenían que tomar el autobús del equipo por exigencias de la aseguradora. Así que Adam y los demás padres del equipo siguieron al autobús hasta Cedarfield y esperaron a que bajaran sus hijos. Salió del coche y enfiló hacia la entrada trasera de la escuela.
—Eh, Adam.
Se le acercó Cal Gottesman. Adam le saludó y se dieron la mano.
—Gran victoria —dijo Cal.
—Desde luego.
—Thomas ha jugado un partidazo.
—Eric también.
Daba la impresión de que las gafas de Cal nunca ajustaban bien. Se le iban deslizando por la nariz y tenía que subírselas con el dedo índice, pero al momento iniciaban de nuevo su descenso nasal.
—Parecías... distraído.
—¿Cómo?
—Durante el partido —dijo Cal. Tenía una de esas voces que hacen que todo parezca un lloriqueo—. Parecías..., no sé, preocupado.
—¿De verdad?
—Sí. —Se subió las gafas—. Tampoco he podido evitar ver tu mirada de..., digamos..., repulsa.
—No estoy muy seguro de qué...
—Cuando he corregido a los árbitros.
«Corregido», pensó Adam. Pero no quiso entrar en eso.
—Ni me he dado cuenta.
—Pues deberías. El árbitro iba a pitarle un cross-check a Thomas cuando tenía la bola en la X.
—No te sigo —dijo Adam, poniendo una mueca.
—Yo marco a los árbitros —explicó Cal en tono conspiratorio— con un objetivo. Deberías darte cuenta. Hoy he beneficiado a tu hijo.
—Vale —concedió Adam. Pero luego, pensando que quién narices era ese tipo para soltarle todo aquello, añadió—: ¿Y por qué firmamos esa declaración de juego limpio al inicio de la temporada?
—¿Cuál?
—Esa en la que prometemos no increpar a ningún jugador, entrenador o árbitro —dijo Adam—. Esa.
—No seas cándido —respondió Cal—. ¿Sabes quién es Moskowitz?
—¿Vive en Spenser Place? ¿El agente de bolsa?
—No, no —replicó Cal con un gesto impaciente—. El profesor Tobias Moskowitz, de la Universidad de Chicago.
—Eh... No.
—El cincuenta y siete por ciento.
—¿Qué?
—Los estudios demuestran que, en una competición deportiva, el cincuenta y siete por ciento de las veces gana el equipo local. Es lo que llamamos el factor campo.
—¿Y?
—Pues que la ventaja que da jugar en casa es real. Existe. Existe en todos los deportes, en todo momento, en todas las geografías. El profesor Moskowitz ha observado que se da de manera sistemática.
—¿Y? —preguntó Adam una vez más.
—Bueno, probablemente ya habrás oído muchos de los motivos habituales que se dan para explicar esta ventaja. La fatiga del viaje (el equipo visitante tiene que ir en autobús o en avión o lo que sea), o quizás habrás oído que porque el terreno de juego resulta familiar. O que algunos equipos están acostumbrados al frío o al calor...
—Vivimos en pueblos vecinos —dijo Adam.
—Exacto, y eso refuerza mi tesis.
Desde luego, Adam no estaba de humor. ¿Dónde demonios estaba Thomas?
—Bueno —prosiguió Cal—. ¿Qué crees que descubrió Moskowitz?
—¿Cómo dices?
—¿Qué es lo que crees que explica la ventaja de jugar en casa, Adam?
—No lo sé —respondió—. Quizás el apoyo de la grada.
Se hizo evidente que a Cal Gottesman le gustaba aquella respuesta.
—Sí y no. —Adam intentó no suspirar—. El profesor Moskowitz y otros como él han realizado estudios sobre las ventajas de jugar en casa. No dicen que no influyan cosas como la fatiga, pero prácticamente no hay datos que confirmen esas teoría, tan solo algunas pruebas anecdóticas. No, el hecho es que solo hay un motivo, uno, confirmado por datos objetivos. —Y levantó el dedo índice, por si Adam no sabía qué quería decir «uno». Luego, por si aquella pista era demasiado sutil, insistió—: Solo uno.
—¿Que sería...?
Cal bajó el dedo apretando el puño.
—El sesgo del árbitro. Eso es. Al equipo que juega en casa le pitan más faltas a favor.
—Así pues, ¿me estás diciendo que los árbitros deciden el partido?
—No, no. Y esa es la clave del estudio. No es que los árbitros favorezcan al equipo de casa a propósito. El sesgo se produce de forma completamente involuntaria. Todo tiene que ver con la conformidad social. —El genio científico de Cal se había desatado por completo—. En pocas palabras, todos queremos gustarles a los demás. Los árbitros, como cualquier ser humano, son criaturas sociales y asimilan las emociones del público. De vez en cuando, y de manera inconsciente, un árbitro pitará alguna falta que haga feliz al público. ¿Has visto algún partido de baloncesto? Todos los entrenadores presionan a los árbitros porque comprenden la naturaleza humana mejor que nadie. ¿Lo ves?
Adam asintió lentamente.
—Lo veo.
—Pues es eso, Adam —resumió Cal, abriendo los brazos—. En eso radica la ventaja de jugar en casa: en el deseo humano de encajar y de gustarles a los demás.
—Así que les gritas a los árbitros...
—En los partidos que jugamos fuera —le interrumpió—. En casa, por supuesto, necesitamos mantener la ventaja. Pero en los partidos que jugamos de visitantes, está demostrado científicamente que debemos hacerlo para equilibrar las cosas. En realidad, estar callados podría perjudicarnos.
Adam apartó la mirada.
—¿Qué?
—Nada.
—No, quiero oírlo. Tú eres abogado, ¿no? En tu trabajo hay bandos enfrentados.
—Sí.
—Y haces lo que puedes para influir en el juez o en el abogado rival.
—Es cierto.
—¿Entonces?
—Nada. Entiendo lo que dices.
—Pero no estás de acuerdo.
—La verdad es que no quiero entrar en eso.
—Pero los datos no dejan lugar a dudas.
—De acuerdo.
—Entonces ¿cuál es el problema?
Adam dudó un momento y luego pensó: «¿Por qué no?»
—No es más que un partido, Cal. La ventaja del factor campo es parte del juego. Por eso jugamos la mitad de los partidos en casa y la mitad fuera. De modo que se equilibre. Tal como lo veo yo (y oye, es solo mi punto de vista), estás justificando un comportamiento poco deseable. Juguemos y ya está, con faltas en contra y con lo que sea. Daremos un mejor ejemplo a los muchachos que si les gritamos a los árbitros. Y si perdemos un partido o dos más de los que deberíamos al año, que lo dudo, es un precio mínimo a cambio del decoro y la dignidad, ¿no te parece?
Cal Gottesman estaba ya preparándose a replicar cuando Thomas salió del vestuario. Adam lo frenó levantando una mano.
—No hagas caso, Cal, es solo mi opinión. Discúlpame.
Adam volvió al coche a paso ligero y vio a su hijo cruzando el campo. Hay un modo de caminar característico que adopta la gente cuando se siente a gusto por haber ganado. Thomas iba más erguido, y botaba ligeramente a cada paso. Tenía una media sonrisa en el rostro. Adam sabía que Thomas no quería hacer evidente aquella alegría hasta llegar al coche. Saludó con la mano a unos cuantos amigos, siempre tan diplomático. Ryan era más bien tranquilo, pero, en ese aspecto, Thomas era el rey.
Echó la bolsa de lacrosse sobre el asiento trasero. La peste de la ropa, empapada de sudor, empezó a dispersarse por el coche. Adam abrió las ventanillas. Eso arregló un poco la cosa, pero en días de partido tan cálidos nunca era suficiente.
Thomas esperó a que estuvieran a una travesía más o menos antes de dar rienda suelta a su alegría.
—¿Has visto el primer gol?
Adam sonrió.
—Brutal.
—Sí. Es el segundo que marco con la izquierda.
—El movimiento estuvo muy bien. Y el gol del desempate también.
Siguieron así un buen rato. Podría haber parecido algo pretencioso, pero en realidad era lo contrario. Con sus compañeros de equipo y entrenadores, Thomas era modesto y generoso. Siempre le daba el mérito a algún otro —al que le había dado el pase, al que había robado la pelota— y se avergonzaba cuando lo convertían en el centro de atención en el campo. Pero a solas, con su familia, Thomas se sentía cómodo dejándose llevar. Le encantaba hablar de los detalles del partido, no solo de sus goles, sino también de todo el juego, de lo que decían los otros chicos, de quién había jugado bien y quién no. La familia era un refugio seguro para todo eso; un lugar para la franqueza, por decirlo así. Eso era lo que se esperaba de la familia, por manido que pudiera sonar. No tenía que preocuparse de que lo tildaran de fanfarrón, de chulo, ni nada por el estilo. Podía hablar libremente.
—¡Ya ha llegado! —gritó Corinne cuando vio entrar a Thomas por la puerta. Él soltó la bolsa que llevaba al hombro, la dejó en el recibidor y dejó que su madre lo abrazara.
—Qué gran partido, cariño.
—Gracias.
Ryan chocó el puño con su hermano a modo de felicitación.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó Thomas.
—He comprado unos filetes de ternera marinados para hacer a la parrilla.
—Qué guay.
Los filetes de ternera eran el plato favorito de Thomas. Adam no quiso alterar la armonía del momento y le dio un beso a su esposa. Todos se lavaron las manos. Ryan puso la mesa, lo que significaba que Thomas tendría que recogerla. Había agua para todos. Corinne había puesto dos copas de vino para los adultos. Dispuso la comida en la isla de la cocina. Cada uno cogió un plato y se sirvió.
Era una cena familiar de lo más ordinaria, y, quizá por eso, un momento valioso, pero a Adam le pareció como si hubiera una bomba bajo la mesa comenzando la cuenta atrás. Ahora era solo cuestión de tiempo. La cena acabaría y los chicos se irían a hacer los deberes, a ver la tele o a jugar con el ordenador o con algún videojuego. ¿Esperaría a que Thomas y Ryan se hubieran ido a la cama? Probablemente. Solo que de un tiempo a esa parte era habitual que Corinne o él se durmieran antes que Thomas. Así que tendría que asegurarse de que Thomas estaba en su cuarto, con la puerta cerrada, antes de exponerle a su mujer lo que había descubierto.
Tic tac, tic tac...
Durante la mayor parte de la cena fue Thomas quien llevó la voz cantante. Ryan escuchaba, absorto. Corinne contó que una de las profesoras se había emborrachado en Atlantic City y que había vomitado en el casino. A los chavales les encantó la historia.
—¿Ganaste algo? —preguntó Thomas.
—Yo nunca apuesto —dijo Corinne, perfecta en su papel de mamá—. Y vosotros tampoco deberíais.
Ambos pusieron los ojos en blanco.
—Lo digo en serio. Es un vicio terrible.
Ahora los dos chavales meneaban la cabeza.
—¿Qué pasa?
—A veces eres de lo más sosa —se quejó Thomas.
—No lo soy.
—Siempre con ese rollo de las lecciones para la vida —añadió Ryan, y se rio.
—Ya está bien. —Corinne miró a Adam en busca de ayuda—. ¿No oyes a tus hijos?
Adam se limitó a encogerse de hombros y cambió el tema de conversación. No recordaba de qué hablaron después. Le costaba concentrarse. Era como si estuviera viendo un montaje sobre su propia vida: la familia feliz que habían creado Corinne y él, cenando, disfrutando de la compañía. Casi veía la cámara rodeando la mesa en círculo, enfocando el rostro de cada uno, mostrando la espalda. Era una escena típica, estereotipada, perfecta.
Tic tac, tic tac...
Media hora más tarde, la cocina ya estaba despejada. Los chicos subieron a sus habitaciones. En cuanto desaparecieron, la sonrisa de Corinne se borró. Se volvió hacia Adam.
—¿Qué es lo que pasa?
Pensándolo bien, era increíble. Había vivido dieciocho años con Corinne. La había visto con todos los estados de ánimo posibles, había experimentado todas sus emociones. Sabía cuándo acercarse, cuándo mantenerse a distancia, cuándo necesitaba un abrazo, cuándo necesitaba una palabra amable. La conocía tanto que sería capaz de acabar sus frases, e incluso sus pensamientos. Lo sabía todo de ella.
No había habido espacio para la sorpresa. La conocía hasta el punto de saber que, en efecto, lo que le había dicho el desconocido era posible.
Sin embargo, no había pensado en aquello. No había caído en que Corinne también podía leerle el rostro; en que, pese a sus ímprobos esfuerzos por ocultarlo, habría reparado en que había algo grave que lo tenía intranquilo; en que no era algo normal, sin más; en que era algo gordo, quizás algo que pudiera cambiarles la vida.
Corinne se quedó inmóvil, esperando la noticia. Así que se la soltó.
—¿Fingiste tu embarazo?