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Cuando Adam y Ryan llegaron el partido de Thomas estaba justo empezando.

Ryan se despidió enseguida con un «Hasta luego, papá», para situarse con los amigos de su edad y no correr así el riesgo de que le vieran con su padre en persona. Adam se dirigió al lado izquierdo del campo, a la grada de los visitantes, para reunirse con los otros padres de Cedarfield.

No había gradas metálicas, pero algunos padres habían llevado sillas plegables para sentarse. Corinne tenía cuatro sillas de malla en el coche, cada una con sendos posavasos en los brazos (¿quién podía necesitar dos vasos por silla?) y un toldillo para el sol sobre la cabeza. La mayoría de las veces (como en ese momento) prefería estar de pie. Kristin Hoy estaba a su lado, con un top sin mangas tan minúsculo que atraía las miradas de más de un padre.

Adam saludó con gestos a unos cuantos padres de camino al lugar donde se hallaba su mujer. Tripp Evans estaba en la esquina con otras familias, todos ellos con los brazos cruzados y gafas de sol. Tenían más aspecto de miembros del servicio secreto que de espectadores. A la derecha, un sonriente Gastón charlaba con su primo Daz (sí, todo el mundo le llamaba así), propietario de la CBW Inc., una empresa de investigación corporativa especializada en hurgar en el pasado de los empleados. El primo Daz también hacía estudios en profundidad de todos los entrenadores de la liga para asegurarse de que ninguno tuviera antecedentes penales o cosas así. Gastón había insistido a la comisión de lacrosse para que contratara los caros servicios de la CBW Inc. para esa labor aparentemente sencilla, que se podría hacer con una búsqueda por internet porque, claro, ¿para qué está la familia?

Corinne vio llegar a Adam y se apartó un poco de Kristin. Cuando lo tuvo más cerca, le susurró al oído, alterada:

—Thomas no ha salido de titular.

—El entrenador siempre hace rotaciones —dijo Adam—. Yo no me preocuparía.

Pero Corinne sí se preocupaba.

—Ha puesto a Pete Baime en su lugar. —El hijo de Gastón. Eso explicaba la sonrisa de Gastón—. Ni siquiera está completamente recuperado de su lesión. ¿Cómo puede haberlo puesto en el campo?

—No soy su médico, Corinne. ¿Y yo qué sé?

—¡Venga, Tony! —gritó una mujer—. ¡Al contraataque!

No hacía falta que nadie le dijera que la mujer que gritaba era la madre del tal Tony. Tenía que serlo. Cuando un padre o una madre se dirigen a su hijo en el campo, son inconfundibles. Siempre hay un punto de decepción y exasperación en su voz. Ningún padre o madre se da cuenta de ello, pero todos lo hacen. Todos lo oímos. Todos creemos que los demás padres lo hacen pero que, por arte de magia, nosotros somos inmunes.

Todos vemos la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el nuestro.

Pasaron tres minutos. Thomas aún no había entrado. Adam miró a Corinne de reojo. Tenía la mandíbula tensa. No dejaba de mirar al otro lado del campo, al entrenador, como si el poder de su mirada fuera a convencerlo de sacar a Thomas al campo.

—Ya saldrá —dijo Adam.

—Nunca ha tardado tanto en salir. ¿Qué crees que habrá pasado?

—No lo sé.

—Pete no debería jugar.

Adam no se molestó en responder. Pete cogió la bola y se la pasó a un compañero en la combinación más rutinaria imaginable. Desde el otro lado del campo, Gastón gritó:

—¡Guau! ¡Gran jugada, Pete!

Y chocó la mano con su primo Daz.

—¿Qué hombre adulto haría que lo llamaran Daz? —murmuró Adam.

—¿Qué?

—Nada.

Corinne se mordió el labio inferior.

—Hemos llegado uno o dos minutos tarde, supongo. Quiero decir, que estábamos aquí cincuenta y cinco minutos antes de que empezara el partido, pero el entrenador dijo una hora.

—Dudo que sea eso.

—Tendría que haber salido de casa antes.

Adam sintió la tentación de decir que tenían otros problemas más graves, pero quizá de momento aquello les fuera bien como distracción. El otro equipo marcó. Los padres se lamentaron en voz alta y empezaron a diseccionar los errores de la defensa que habían provocado el gol.

Thomas saltó al campo.

Adam percibió el alivio de su mujer casi físicamente. El rostro de Corinne se relajó. Le sonrió y dijo:

—¿Qué tal te ha ido el trabajo?

—¿Ahora quieres saberlo?

—Lo siento. Ya sabes cómo me pongo.

—Sí que lo sé.

—Forma parte de mis encantos.

—Será.

—Eso —dijo ella—, y mi culo.

—Eso sí que es verdad.

—Aún tengo un culo estupendo, ¿no?

—De clase A, categoría internacional, cien por cien solomillo de primera categoría, sin aditivos.

—Y listo para comer...

Cómo le gustaban a Adam esos momentos tan poco frecuentes en que Corinne se dejaba llevar y se ponía hasta un poco pícara. Por unas décimas de segundo, se olvidó del desconocido. Unas décimas de segundo, nada más. «¿Por qué ahora?», se preguntó. Ella hacía comentarios así dos o tres veces al año. ¿Por qué ahora?

Volvió a mirarla. Corinne llevaba los pendientes de diamante que le había comprado en aquella tienda de la calle Cuarenta y siete. Adam se los había regalado para su decimoquinto aniversario, en el restaurante chino Bamboo House. Su idea inicial había sido meterlos de algún modo en una galletita de la suerte —a Corinne le encantaba abrir las galletitas de la suerte, aunque no comérselas—, pero aquella idea no había llegado a prosperar. Al final, el camarero se los llevó en una de esas bandejas con una tapa de acero. Cursi, manido y poco original, pero a Corinne le encantó. Lloró, lo rodeó con sus brazos y lo apretó tan fuerte que Adam se preguntó si alguien habría abrazado alguna vez así a algún hombre en todo el mundo.

Ahora solo se los quitaba de noche, y también para nadar, pues le daba miedo que el cloro se comiera el engaste. Sus otros pendientes habían quedado arrinconados en el pequeño joyero del armario, como si ponérselos en lugar de los de diamante fuese algún tipo de traición. Significaban mucho para ella. Significaban compromiso, amor y respeto. Pensándolo bien, ¿una mujer así fingiría un embarazo?

Corinne tenía la vista puesta en el campo. La pelota estaba en la zona de ataque, donde jugaba Thomas. Adam notaba cómo se ponía rígida cada vez que la pelota se acercaba a la posición de su hijo.

Entonces Thomas hizo una jugada bonita: levantó la pelota del stick de un defensor, la recogió y se dirigió a la portería.

Decimos que no es así, pero solo tenemos ojos para nuestros hijos. Cuando Adam era un padre inexperto, ese sesgo parental le emocionaba. Uno va a un partido o a un concierto o a lo que sea, y sí, lo mira todo y a todos, pero en realidad solo ve a su propio hijo. Todo lo demás, todos los demás, se convierten en relleno, en decorado. Mira a su hijo y es como si hubiera un foco que lo pone en evidencia, solo a él, y como si el resto del escenario o del campo se oscureciera y uno sintiera ese calor, el mismo que había sentido Adam en el pecho al ver que su hijo le sonreía, e incluso en un entorno repleto de padres e hijos, Adam notaba que todos los padres tenían exactamente la misma sensación, que cada padre y cada madre tenía su foco personal dirigido hacia su hijo, y de algún modo aquello le resultaba reconfortante. Así debía ser.

Pero ese hijocentrismo ya no le emocionaba tanto. Ahora le parecía que esa atención desmesurada no era tanto producto del amor como de la obsesión, que aquel sesgo en la visión y la mentalidad era insano, poco realista e incluso potencialmente dañino.

Thomas hizo un corte rápido y le pasó la bola a Paul Williams. Terry Zobel estaba abierto y en posición de marcar; pero antes de que pudiera disparar, el árbitro silbó y tiró el pañuelo amarillo, señalando un minuto de penalización para Freddie Friednash, centrocampista del equipo de Thomas. Los padres de la esquina se rebelaron en grupo.

—¿Estás de broma, árbitro? ¡Qué dices! ¡Tienes que estar ciego! ¡Y una mierda! ¡Pita las de ambos equipos, árbitro!

Los entrenadores se animaron y también entraron al trapo. Hasta Freddie, que estaba saliendo del campo a paso ligero, redujo la marcha y le hizo que no con la cabeza al árbitro. Al coro de quejas se sumaron otros padres: el rebaño en acción.

—¿Has visto la entrada? —preguntó Corinne.

—No estaba mirando ahí.

Becky Evans, la mujer de Tripp, se acercó a saludar.

—Hola, Adam. Hola, Corinne.

Con la falta, ahora la pelota estaba en la zona de defensa, lejos de Thomas, así que ambos tuvieron un momento para volverse hacia ella y devolverle la sonrisa. Becky Evans, madre de cinco hijos, era una mujer de una alegría sobrenatural, siempre sonriente y amable. Adam recelaba de la gente como ella. Le gustaba observar a esas mamás felices cuando bajaban la guardia, esperando pillarlas cuando la sonrisa desaparecía o se volvía forzada, y la mayoría de las veces lo conseguía. Pero no con Becky. Siempre se la veía paseando a sus hijos en su Dodge Durango, luciendo sonrisa, con el asiento trasero lleno de niños y trastos. Aunque aquellas tareas mundanas acababan afectando a la mayoría de las madres, Becky Evans parecía disfrutar con ellas, e incluso recargarse de energía.

—Hola, Becky —la saludó Corinne.

—Hace un día estupendo para jugar, ¿no?

—Desde luego —respondió Adam, porque eso es lo que se dice.

El silbato volvió a sonar: otra falta del equipo visitante. Los padres volvieron a ponerse furiosos, e incluso a insultar al árbitro. Adam frunció el ceño, molesto, pero no dijo nada. ¿Lo convertía eso en parte del problema? Le sorprendió ver que quien dirigía el abucheo era Cal Gottesman, un tipo con gafas. Su hijo Eric era defensa, y estaba mejorando mucho en muy poco tiempo. Cal trabajaba como agente de seguros en Parsippany. A Adam siempre le había parecido un tipo educado y bienintencionado, a veces algo lapidario y tedioso, pero también había notado que últimamente mostraba un carácter cada vez más imprevisible, en proporción directa con la mejoría de su hijo. Eric había crecido quince centímetros el último año y ahora era un defensa de primera línea. Alguna universidad había empezado a interesarse por él, y ahora Cal, que siempre se había mostrado muy reservado en los flancos, se dejaba ver caminando arriba y abajo y hablando solo.

Becky se acercó un poco más.

—¿Habéis oído lo de Richard Fee?

Richard Fee era el portero del equipo.

—Ha firmado con el Boston College.

—Pero si aún le quedan tres años para la universidad —dijo Corinne.

—¿Qué te parece? ¡Algún día empezarán a fichar a los niños en el vientre materno!

—Es ridículo. ¿Cómo saben cómo le van a ir los estudios? Acaba de empezar el instituto.

Becky y Corinne siguieron con su charla, pero Adam ya había empezado a desconectar. No parecía que a ellas les importara, así que Adam lo interpretó como una señal para dejar a las señoras a lo suyo y quizás alejarse un poco. Le dio un beso rápido en la mejilla a Becky y se puso en marcha. Becky y Corinne se conocían desde la infancia. Ambas habían nacido en Cedarfield. Becky no había vivido en ningún otro sitio.

Corinne no había tenido tanta suerte.

Adam se situó a medio camino entre las mamás y los papás de la esquina, con la esperanza de encontrar un sitio donde quedarse solo. Echó un vistazo al grupo de padres. Tripp Evans le miró y asintió, para hacerle entender que lo comprendía. Tal vez a Tripp tampoco le gustasen las multitudes, pero era él quien las atraía.

«La celebridad del lugar —pensó Adam—. Pues aguanta».

Cuando sonó la bocina que ponía fin al primer cuarto, Adam volvió a mirar a su mujer. Estaba charlando animadamente con Becky. Se la quedó mirando un momento, perdido y asustado. Conocía a Corinne a la perfección. Lo sabía todo sobre ella. Y se daba la paradoja de que, como la conocía tan bien, sabía que en lo que le había contado el desconocido había algo de verdad.

¿Qué no haríamos por proteger a nuestra familia?

Sonó otra vez la bocina, y los jugadores salieron al campo. Padres y madres se apresuraron a comprobar si sus hijos seguían en el terreno de juego. Thomas seguía allí. Becky reanudó la charla. Ahora, Corinne estaba callada, asintiendo, pero no perdía a Thomas de vista. Corinne sabía centrarse en lo importante. Aquella cualidad de su esposa le había resultado muy atractiva. Corinne sabía lo que quería, y podía concentrar todos los esfuerzos en los objetivos que la ayudarían a conseguirlo. Al principio, Adam tenía unos planes de futuro bastante poco definidos (quería trabajar en algo que ayudara a los más desfavorecidos), pero no tenía una idea clara sobre dónde quería vivir o qué estilo de vida quería llevar, ni sobre cómo crearse esa vida o ese núcleo familiar. Todo eran conceptos amplios y vagos; pero contaba con aquella mujer, espectacular, bella e inteligente, que sabía exactamente lo que debían hacer los dos.

Rendirse a ella había sido un acto de libertad.

Fue en aquel momento, mientras pensaba en las decisiones que había tomado (o que había dejado de tomar) para llegar a aquel punto de su vida, cuando Thomas se hizo con la bola detrás de la portería, fintó un pase al centro, se dirigió a la derecha, echó atrás el stick y lanzó un disparo bajo a la esquina.

Gol.

Los padres y las madres lo ovacionaron. Los compañeros de equipo se acercaron a felicitarlo, dándole afectuosas palmadas en el casco. Su hijo mantuvo la calma, siguiendo el viejo proverbio: «Actúa como si no fuera la primera vez». Pero incluso a aquella distancia, pese al gesto contenido de su hijo, pese a la protección bucal, Adam sabía que Thomas, su hijo mayor, estaba sonriendo, que estaba contento, que la misión de Adam como padre, la primera y principal como padre, era encargarse de que aquel chico y su hermano siguieran sonriendo, contentos y protegidos.

¿Qué haría para asegurar la felicidad y la seguridad de sus hijos?

Cualquier cosa.

Pero no se trataba de lo que haces o de lo que sacrificas, ¿no? La vida también era cuestión de suerte, de casualidad, de caos. Así que haría todo lo posible para proteger a sus hijos. Pero de algún modo tenía la (absoluta) certeza de que eso no bastaría, de que la suerte, la casualidad y el caos tenían otros planes, y la felicidad y la seguridad se disolverían en el aire fresco de la primavera.

No hables con extraños

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