Читать книгу Ni una palabra - Харлан Кобен - Страница 11

6

Оглавление

La casa estaba muerta.

Así era como la describiría Betsy Hill. Muerta. No estaba simplemente silenciosa o en calma. La casa estaba hueca, esfumada, difunta: su corazón había cesado de latir, la sangre había dejado de fluir, las entrañas habían empezado a descomponerse.

Muerta. Muerta y bien muerta, ni más ni menos.

Muerta como su hijo Spencer.

Betsy deseaba mudarse de aquella casa muerta, a donde fuera. No quería quedarse en aquel cadáver en descomposición. Su marido, Ron, creía que era demasiado pronto. Probablemente tenía razón. Pero Betsy no podía soportarlo. Flotaba por la casa como si ella fuera el fantasma, y no Spencer.

Los gemelos estaban abajo viendo una película. Betsy se detuvo a mirar por la ventana: todas las casas del barrio tenían las luces encendidas, éstas todavía estaban vivas, aunque los que las habitaran también tuvieran problemas. Una hija que se drogaba, una esposa ligona, un marido que trabajaba demasiado, un hijo con autismo: cada casa tenía su ración de tragedia. Cada casa y cada familia tenía sus secretos. Pero sus casas seguían vivas. Todavía respiraban.

La casa de los Hill estaba muerta.

Betsy miró calle abajo y pensó que todos sus vecinos habían asistido al funeral de Spencer. Habían sido discretamente atentos, le habían ofrecido su apoyo y consuelo, intentando disimular la expresión acusadora. Pero Betsy la veía. Siempre. No querían verbalizarla, pero sentían muchos deseos de culparlos, a ella y a Ron, porque así una cosa como aquélla nunca podría pasarles a ellos.

Ya se habían marchado todos, los vecinos y los amigos. La vida nunca cambia en realidad, si no formas parte de la familia. Para los amigos, incluso los más íntimos, es como ver una película triste: te conmueve de verdad y te duele, pero después llega un punto en que no deseas sentir tanta tristeza y dejas que la película termine para luego poder irte a casa.

Sólo la familia se ve obligada a soportarlo.

Betsy fue a la cocina. Preparó una cena con salchichas y macarrones con queso para los gemelos, que acababan de cumplir siete años. A Ron le gustaba hacer las salchichas de Frankfurt a la barbacoa, hiciera sol o lloviera, en invierno o en verano, pero los gemelos se quejaban si la salchicha se chamuscaba ni que fuera un poco. Betsy las preparó en el microondas. Los gemelos estarían encantados.

—¡A cenar! —gritó.

Los gemelos no le hicieron caso, como siempre. Igual que hacía Spencer. El primer aviso fue sólo eso: un primer aviso. Se habían acostumbrado a ignorarlos. ¿Fue parte del problema? ¿Había sido una madre demasiado permisiva? ¿Había sido demasiado indulgente? Ron se quejaba de esto, de que había dejado pasar demasiadas cosas. ¿Había sido esto? Si hubiera sido más exigente con Spencer...

Demasiados condicionales.

Los presuntos especialistas dicen que el suicidio adolescente no es culpa de los padres. Es una enfermedad, como un cáncer. Pero incluso ellos, los especialistas, la miraban con una expresión parecida a la desconfianza. ¿Por qué no lo llevaron a ver a un terapeuta? ¿Por qué ella, su madre, ignoró los cambios que había sufrido Spencer y los atribuyó a los clásicos cambios de humor adolescentes? Creyó que se le pasaría. Los adolescentes se comportan así.

Fue al salón. Las luces estaban apagadas, y el televisor iluminaba a los gemelos. No se parecían en nada. Se quedó embarazada de ellos por fecundación in vitro. Spencer había sido hijo único durante nueve años. ¿Esto también era una razón? Ella creyó que tener un hermano sería bueno para él, pero en realidad ¿lo único que quieren los hijos no es la atención infinita y total de sus padres?

La pantalla iluminaba las caras de los gemelos. Los niños parecen en muerte cerebral cuando ven la televisión. La mandíbula floja, los ojos desmesuradamente abiertos: era bastante horrible.

—Ya —dijo.

Ningún movimiento.

Tic tac, tic tac, y Betsy explotó:

—¡YA!

El grito los sobresaltó. Betsy se acercó y apagó el televisor.

—¡He dicho que a cenar! ¡Cuántas veces tengo que repetirlo!

Los gemelos se arrastraron en silencio hasta la cocina. Betsy cerró los ojos e intentó respirar hondo. Así era ella. Calmada hasta que estallaba. Hablando de cambios de humor... Tal vez era hereditario. Tal vez Spencer estaba condenado desde que fue engendrado.

Se sentaron a la mesa. Betsy se acercó con una sonrisa forzada. «Venga, ya estoy bien». Les sirvió e intentó que hablaran con ella. Uno de ellos charlaba, el otro no. Así había sido desde el suicidio de Spencer. Uno de los gemelos afrontaba la situación ignorándola por completo, el otro estaba abatido.

Ron no estaba en casa. Otra vez. Algunas noches volvía a casa, aparcaba el coche en el garaje y se quedaba allí llorando. A veces Betsy temía que dejara el motor encendido, cerrara la puerta del garaje e hiciera lo mismo que su hijo: acabar con el dolor. Todo aquel asunto contenía una ironía perversa. Su hijo se había quitado la vida, y la forma más evidente de acabar con el futuro dolor era hacer lo mismo.

Ron no hablaba nunca de Spencer. Dos días después de la muerte de su hijo, Ron cogió la silla donde se sentaba a la mesa y la guardó en el sótano. Los tres hijos tenían armarios con su nombre. Ron había quitado el nombre de Spencer, y había llenado el armario de trastos. «Fuera de su vista», pensó ella.

Betsy lo afrontaba de otra manera. A veces intentaba absorberse en otros proyectos, pero la aflicción lo hacía todo demasiado pesado, como si estuviera en uno de esos sueños en que corres por la nieve, en que todos los movimientos son como si nadaras en una piscina de jarabe. En otros momentos, como éste, sólo deseaba regodearse en la aflicción. Deseaba dejar que entrara y la destruyera hasta la médula, con una satisfacción casi masoquista.

Limpió los restos de la cena y preparó a los gemelos para acostarse. Ron todavía no había vuelto. No le importaba. No se peleaban, ella y Ron. Ni una sola vez desde la muerte de Spencer. Tampoco habían hecho el amor. Ni una sola vez. Vivían en la misma casa, seguían conversando, seguían amándose, pero se mantenían separados como si cualquier ternura fuera demasiado insoportable.

El ordenador estaba encendido, con el Internet Explorer en la pantalla. Betsy se sentó y tecleó una dirección. Pensó en sus amigos y vecinos, y en su reacción ante la muerte de su hijo. El suicidio era algo realmente diferente. De algún modo era menos trágico, le otorgaba más distancia a la muerte. Spencer, pensaban, era un chico infeliz, y por este motivo ya era una persona rota. Mejor que desaparezca una persona rota que una entera. Y lo peor de esto, para Betsy al menos, era que aquel horrible razonamiento en cierto modo tuviera sentido. Saber de un niño medio muerto de hambre, que muere en una selva africana, no duele ni la mitad que saber que la preciosa niña que vive en tu calle se muere de cáncer.

Todo parece relativo y esto en sí ya es bastante horrible.

Tecleó la dirección de MySpace: www.myspace.com/Spencerhillmemorial. Los compañeros de clase de Spencer habían creado esta página para él pocos días después de su muerte. Había fotos, montajes y comentarios. En el sitio donde normalmente se ponía la foto por defecto, había un dibujo con una vela encendida. Sonaba «Broken Radio» de Jesse Malin con un poco de colaboración de Bruce Springsteen, uno de los temas preferidos de Spencer. El pie junto a la vela era una cita de la canción: «Los ángeles te quieren más de lo que tú crees».

Betsy la escuchó un ratito.

Allí era donde Betsy pasaba casi toda la noche los días posteriores a la muerte de Spencer: visitando su página en Internet. Leía comentarios de chicos que no conocía. Miraba las fotos de su hijo a lo largo de los años. Pero al cabo de un tiempo se le hizo amargo. Las bonitas chicas que lo habían creado, que también se afligían con el Spencer ahora muerto, apenas le habían dirigido la palabra en vida. Demasiado tarde. Todos decían que le echaban de menos, pero pocos parecían haberlo conocido.

Los comentarios, más que epitafios, parecían garabatos arbitrarios en el anuario de un muerto:

«Siempre recordaré la clase de gimnasia con el señor Myers...».

Aquello había sido en séptimo. Hacía tres años.

«Aquellos partidos de fútbol, cuando el señor V quería un quarterback...».

Quinto.

«Todos sentimos escalofríos en aquel concierto de Green Day...».

Octavo.

Todo poco reciente. Todo poco sincero. El duelo parecía más de cara a la galería que otra cosa, demostraciones públicas de aflicción para los que realmente no lo sentían demasiado, para los que la muerte de su hijo sólo era un bache en su camino a la universidad y un buen empleo, una tragedia, sin duda, pero más cercana a un requisito de la vida que podías incluir en el currículo, como realizar servicios de voluntariado o presentarse a tesorero del consejo de estudiantes.

Había muy poco de sus amigos de verdad: Clark, Adam y Olivia. Pero así era como debía ser. Los que realmente sufrían por él no lo hacían en público: cuando duele de verdad, te lo guardas para ti.

Hacía tres semanas que Betsy no visitaba el sitio. Había habido poca actividad. Era lo normal, sobre todo con los jóvenes. Ya estaban con otras cosas. Miró la presentación de diapositivas. Estaban todas las fotografías y daba la sensación de que las lanzaran a una gran pila. Las imágenes giraban, se paraban y después venía la siguiente dando vueltas a colocarse encima de la primera.

Betsy miró y sintió que se acercaban las lágrimas.

Había muchas fotos de la Escuela Elemental Hillside. Estaba la clase de primero de la señora Roberts. Y la de tercero de la señora Rohrback. La señora Hunt en cuarto. Había una fotografía del equipo de baloncesto tras vencer en su categoría. Spencer estaba encantado con aquella victoria. En el partido anterior se había lastimado la muñeca, sólo una pequeña torcedura, y Betsy se la había vendado. Recordaba haber comprado la venda. En la fotografía, Spencer tenía aquella mano levantada en señal de victoria.

Spencer no era un gran atleta, pero en aquel partido había hecho la cesta de la victoria a seis segundos del final. En séptimo. Betsy se preguntó si lo había visto alguna vez tan feliz.

Un policía local había hallado el cadáver de Spencer en la azotea del instituto.

En la pantalla del ordenador las fotos seguían girando. Los ojos de Betsy se humedecieron. Se le nubló la vista.

La azotea del instituto. Su precioso hijo. Entre basura y botellas rotas.

Para entonces todos habían recibido el mensaje de texto de despedida de Spencer. Un mensaje de texto. Así es como su hijo les comunicó lo que estaba a punto de hacer. El primer mensaje había sido para Ron, que estaba en Filadelfia en una convención de ventas. El móvil de Betsy había recibido el segundo, pero estaba en Cuck E. Cheese’s, la pizzería donde nacen las jaquecas paternales, y no oyó llegar el mensaje. Hasta una hora más tarde, después de que Ron dejara seis mensajes en su teléfono, cada uno más frenético que el anterior, no vio el texto en su móvil, el mensaje final de su hijo:

Lo siento, os quiero a todos, pero es demasiado difícil. Adiós.

La policía tardó dos días en encontrarlo en la azotea del instituto.

¿Qué era tan difícil, Spencer?

Nunca lo sabría.

También había mandado el mensaje a algunas personas más. Amigos íntimos. Era con ellos con quienes le había dicho Spencer que estaría. Con Clark, Adam y Olivia. Pero ninguno de ellos lo había visto. Spencer no se había presentado. Había salido solo. Tenía pastillas encima —robadas de casa— y se había tomado demasiadas porque algo era demasiado difícil y quería acabar con su vida.

Había muerto solo en aquella azotea.

Daniel Huff, el policía local que tenía un hijo de la edad de Spencer, un chico llamado DJ con el que a veces salía, había llamado a su puerta. Recordaba haberla abierto, ver su cara y desmayarse.

Betsy intentó dominar las lágrimas. Intentó centrarse en la presentación de diapositivas, en las imágenes de su hijo vivo. Y entonces, sin más ni más, llegó una foto que lo cambió todo.

A Betsy se le paró el corazón.

La fotografía desapareció tan pronto como llegó. Se apilaron más fotos encima. Betsy se llevó una mano al pecho, intentando despejarse. La foto. ¿Cómo podía volver a verla?

Volvió a parpadear. Intentó pensar.

A ver, para empezar formaba parte de una presentación. Se repetiría. Sencillamente podía esperar. Pero ¿cuánto tardaría en volver a empezar? ¿Y entonces qué? Volvería a desaparecer, y sólo podría verla unos segundos. Necesitaba verla con atención.

¿Podría congelar la pantalla cuando volviera a aparecer?

Tenía que haber alguna forma.

Vio pasar las otras fotografías girando, pero no eran lo que ella quería. Quería volver a ver aquella fotografía. La de la muñeca torcida.

Volvió a pensar en aquel partido entre escuelas de séptimo porque se acordó de algo curioso. ¿No acababa de recordar aquel momento en que le puso la venda a Spencer? Ya lo creo. Aquello había sido el catalizador, seguro.

Porque el día antes del suicidio de Spencer, había sucedido algo parecido.

Se había caído y se había torcido la muñeca. Ella se había ofrecido a vendársela, como hizo antes, en séptimo. Pero Spencer quiso que le comprara una muñequera. Betsy la compró. Él la llevaba el día que murió.

Por primera y, evidentemente, última vez.

Clicó sobre la presentación. Fue a parar a un sitio, slide.com, que le pidió la contraseña. Maldita sea. Seguramente la había creado uno de los chicos. Lo pensó un momento. La seguridad no sería gran cosa con algo así. Sólo se creaba para que los compañeros la utilizaran e introdujeran las fotos que quisieran en la rotación.

De modo que la contraseña tenía que ser algo simple.

Tecleó SPENCER.

Después clicó OK.

Funcionó.

Aparecieron las fotografías. Según el encabezamiento, había ciento veintisiete fotografías. Las repasó rápidamente hasta que encontró la que quería. Le temblaba tanto la mano que le costó situar el cursor sobre la imagen. Lo logró y después apretó el botón de la izquierda.

La fotografía apareció en tamaño grande.

La miró atentamente.

Spencer sonreía en la foto, pero era la sonrisa más triste que ella hubiera visto jamás. Estaba sudando; su cara tenía un brillo como si estuviera colocado. Parecía borracho y derrotado. Llevaba la camiseta negra, la misma que llevaba aquella última noche. Tenía los ojos rojos, quizá por el alcohol o las drogas, pero sin duda a causa del flash. Spencer tenía unos ojos azules preciosos. El flash siempre le hacía parecer un demonio. Estaba al aire libre, o sea que debieron sacarla de noche.

Aquella noche.

Spencer tenía una copa en la mano, y allí, en la misma mano, llevaba la muñequera.

Se quedó helada. Aquello sólo tenía una explicación.

Aquella foto se había tomado la noche que Spencer murió.

Y mirando el fondo de la fotografía vio a varias personas dando vueltas, y se dio cuenta de otra cosa.

Al fin y al cabo, Spencer no estuvo solo.

Ni una palabra

Подняться наверх