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Dante Loriman entró primero en la consulta de Ilene Goldfarb. Estrechó la mano de Mike con demasiada firmeza. Susan entró detrás. Ilene Goldfarb se levantó y esperó detrás de su mesa. Se había puesto las gafas otra vez. Se inclinó y estrechó rápidamente la mano a los dos. Después se sentó y abrió un sobre que tenía en la mesa.

Dante se sentó primero. No miró en ningún momento a su esposa. Susan se sentó en una silla a su lado. Mike se quedó detrás, apartado. Cruzó los brazos y se apoyó en la pared. Dante Loriman empezó a arremangarse la camisa cuidadosamente. Primero la manga derecha, después la izquierda. Apoyó los codos en los muslos y fue como si desafiara a Ilene Goldfarb a darle una mala noticia.

—¿Qué? —preguntó Dante.

Mike observó a Susan Loriman. Tenía la cabeza alta. Estaba quieta y contenía la respiración. Demasiado quieta. Como si sintiera su mirada, Susan volvió su preciosa cara hacia Mike. Él se mantuvo neutral. Era el caso de Ilene. Él sólo era un espectador.

Ilene siguió leyendo la historia, aunque parecía hacerlo de cara a la galería. Cuando terminó, cruzó las manos sobre la mesa y miró un punto entre los padres.

—Hemos realizado las pruebas tisulares pertinentes —dijo.

Dante interrumpió.

—Quiero ser yo.

—¿Disculpe?

—Quiero darle a Lucas un riñón.

—No es compatible, señor Loriman.

Así, sin más.

Mike mantuvo los ojos fijos en Susan Loriman. Ahora le tocaba a ella mantenerse neutral.

—Ah —dijo Dante—. Creía que el padre...

—Varía —dijo Ilene—. Existen muchos factores, como creo que expliqué a la señora Loriman durante su visita anterior. Lo ideal sería una tipificación HLA con seis antígenos compatibles. Basándonos en la tipificación HLA, usted no sería un buen candidato, señor Loriman.

—¿Y yo? —preguntó Susan.

—Usted es mejor. No es perfecta, pero es más compatible. Normalmente lo mejor es un hermano. Cada hijo hereda la mitad de los antígenos de cada padre y existen cuatro combinaciones de antígenos heredados posibles. Dicho con sencillez, un hermano tiene un veinticinco por ciento de posibilidades de ser totalmente compatible, un cincuenta por ciento de ser medio compatible, con tres antígenos, y un veinticinco por ciento de posibilidades de no ser compatible en absoluto.

—¿Y Tom qué es?

Tom era el hermano menor de Lucas.

—Por desgracia, la noticia es mala. Su esposa es la más compatible por ahora. Pondremos también a su hijo en el banco de trasplantes de riñones de cadáver, a ver si encontramos un candidato mejor, pero me parece poco probable. La señora Loriman podría considerarse suficientemente buena, pero sinceramente no es una donante ideal.

—¿Por qué no?

—Sólo es compatible con dos antígenos. Cuanto más cercano a seis, más probable es que el cuerpo de su hijo no rechace el nuevo riñón. Cuanto mejor sea la compatibilidad de antígenos, menos probable es que tenga que pasarse la vida tomando medicación y sometiéndose a diálisis constante.

Dante se pasó la mano por los cabellos.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Tenemos un poco de tiempo. Como he dicho, podemos poner su nombre en la lista. Buscamos y seguimos sometiéndolo a diálisis. Si no aparece nada nuevo, utilizamos el de la señora Loriman.

—Pero le gustaría encontrar algo mejor —dijo Dante.

—Sí.

—Tenemos otros parientes que han dicho que donarán a Lucas si pueden —dijo Dante—. Podría hacerles la prueba.

Ilene asintió.

—Confeccionen una lista: nombres, direcciones y el parentesco sanguíneo exacto.

Silencio.

—¿Hasta qué punto está grave, doctora? —Dante dio la vuelta en la silla y miró atrás—. ¿Mike? Sé sincero con nosotros. ¿Hasta qué punto es grave?

Mike miró a Ilene, que le hizo una señal con la cabeza para que hablara.

—Es grave —dijo Mike.

Miró a Susan Loriman cuando lo dijo. Susan apartó la mirada.

Discutieron opciones durante diez minutos más y después los Loriman se marcharon. Cuando Mike e Ilene se quedaron a solas, Mike cogió la silla de Dante y levantó las manos al cielo. Ilene fingió que estaba ocupada ordenando carpetas.

—¿Qué? —preguntó Mike.

—¿Crees que debería habérselo dicho?

Mike no contestó.

—Mi trabajo es tratar a su hijo. Él es mi paciente. El padre no.

—¿De modo que el padre no tiene derechos?

—No he dicho eso.

—Has realizado unas pruebas médicas y gracias a eso te has enterado de cosas que has ocultado al paciente.

—No a mi paciente —refutó Ilene—. Mi paciente es Lucas Loriman, el hijo.

—Así que nos callamos lo que sabemos.

—Voy a preguntarte una cosa. Imagina que descubro con una prueba que la señora Loriman engañó al señor Loriman, ¿estaría obligada a decírselo a él?

—No.

—¿Y si descubriera que traficaba con drogas o robando dinero?

—Estás yendo demasiado lejos, Ilene.

—¿Ah, sí?

—No se trata de drogas o dinero.

—Lo sé, pero en ambos casos es irrelevante para la salud de mi paciente.

Mike se lo pensó.

—Supongamos que descubres un problema médico en la prueba de Dante Loriman. Supongamos que descubres que tenía un linfoma. ¿Se lo dirías?

—Por supuesto.

—Pero ¿por qué? Como has dicho, no es tu paciente. No es asunto tuyo.

—Vamos, Mike. Eso es diferente. Mi trabajo es ayudar a mi paciente, Lucas Loriman, a mejorar. La salud mental forma parte del conjunto. Antes de realizar un trasplante, obligamos a nuestros pacientes a asesorarse psicológicamente, ¿no? ¿Por qué? Porque nos preocupa su salud mental en esta situación. Provocar un terremoto en casa de los Loriman no beneficiará a la salud de mi paciente. Punto, final de la historia.

Ambos callaron un momento.

—No es tan fácil —dijo Mike.

—Lo sé.

—Este secreto nos pesará.

—Por eso te lo he contado. —Ilene separó los brazos y sonrió—. ¿Por qué he de ser yo la única que no duerma por la noche?

—Eres una gran colega.

—¿Mike?

—¿Sí?

—Si fueras tú, si yo hiciera una prueba como ésta y descubriera que Adam no es tu hijo biológico, ¿querrías saberlo?

—¿Que Adam no es mi hijo? ¿Le has visto las orejas?

Ella sonrió.

—Estoy intentado plantear una hipótesis. ¿Querrías saberlo?

—Sí.

—¿Así, sin más?

—Soy un pirado del control. Ya lo sabes. Necesito saberlo todo.

Mike calló.

—¿Qué? —preguntó ella.

Se echó hacia atrás y cruzó las piernas.

—¿Vamos a seguir ignorando al elefante que hay en esta habitación?

—Es lo que tenía pensado, sí.

Mike esperó.

Ilene Goldfarb suspiró.

—Anda, dilo.

—Si nuestro primer juramento es «primero no hacer daño»...

Ella cerró los ojos.

—Sí, sí.

—No tenemos un buen donante para Lucas Loriman —dijo Mike—. Todavía estamos buscando.

—Lo sé. —Ilene cerró los ojos y dijo—: Y el candidato más evidente sería el padre biológico.

—Exactamente. Es nuestra mejor baza para conseguir una compatibilidad aceptable.

—Tenemos que hacerle una prueba. Es nuestra prioridad.

—No podemos olvidarlo —dijo Mike—. Aunque queramos.

Intentaron asimilarlo.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Ilene.

—No creo que tengamos muchas opciones.

Betsy Hill esperaba en el aparcamiento del instituto con la intención de interceptar a Adam después de clase.

Miró hacia atrás, hacia la «fila de las mamás», la acera de la avenida Maple donde las madres —de vez en cuando había un padre, pero era la excepción que confirmaba la regla— esperaban en sus coches o se juntaban para chismorrear, aguardaban que acabara la escuela para acompañar a sus hijos a clase de violín, al dentista o a clase de karate.

Betsy Hill había sido una de esas madres.

Había empezado como una de esas madres que esperan delante de la guardería de la Escuela Elemental Hillside y después en la Escuela Secundaria en Mount Pleasant y finalmente aquí, a veinte metros de donde estaba ahora. Recordaba esperar a su precioso Spencer, oír el timbre, mirar a través del parabrisas y observar a los niños salir en tromba como hormigas que se esparcen detrás de la comida. Ella sonreía cuando le veía y casi siempre, sobre todo entonces, Spencer le devolvía la sonrisa.

Echaba de menos ser una madre joven, la ingenuidad que se experimenta con el primer hijo. Fue diferente con los gemelos, incluso antes de la muerte de Spencer. Volvió a mirar a las madres, y la forma en que se movían sin preocupación ni miedos, y deseaba odiarlas.

Sonó el timbre. Se abrieron las puertas. Los alumnos salieron en oleadas gigantes.

Y Betsy casi se puso a buscar a Spencer.

Fue uno de esos breves momentos en que el cerebro no es capaz de soportarlo más, y olvida lo horrible que es todo, y crees, durante un breve segundo, que todo ha sido una pesadilla. Spencer saldría, con la mochila al hombro, que hacía que adoptara la postura encorvada típica del adolescente, y Betsy le vería y pensaría que necesitaba un corte de pelo y que estaba demasiado pálido.

La gente habla de las etapas del duelo: negación, rabia, negociación, depresión, aceptación, pero esas etapas tienden a difuminarse más bien en tragedia. Nunca dejas de negarlo. Una parte de ti siempre está enfadada. Y la mera idea de «aceptación» es obscena. Algunos psiquiatras prefieren la palabra «conclusión». Semánticamente el concepto era mejor, pero a Betsy le seguía dando ganas de gritar.

¿Qué estaba haciendo allí exactamente?

Su hijo estaba muerto. Hablar con uno de sus amigos no iba a cambiarlo.

Pero por alguna razón le parecía que podía hacerlo.

Spencer quizá no había estado solo aquella noche. ¿Qué cambiaba esto? Era una idea demasiado formularia, sí, pero no le devolvería a su hijo. ¿Qué esperaba encontrar?

¿Conclusión?

Y entonces distinguió a Adam.

Caminaba solo, encorvado bajo el peso de la mochila. Todos parecían encorvados en realidad. Betsy mantuvo los ojos fijos en Adam y se colocó de modo que interceptara su paso. Como casi todos los chicos, Adam caminaba con los ojos bajos. Betsy esperó, colocándose más a la izquierda o a la derecha, asegurándose de estar frente a él.

Finalmente, cuando se acercó bastante, dijo:

—Hola, Adam.

Él se paró y levantó la cabeza. Era un chico guapo, pensó Betsy. Todos lo eran a aquella edad. Pero Adam también había cambiado. Todos habían cruzado una línea adolescente. Era más grande, alto y musculoso, más un hombre que un chico. Todavía podía ver al niño en su rostro, pero también veía una especie de desafío.

—Oh —dijo—. Hola, señora Hill.

Adam iba a apartarse, desviándose hacia la izquierda.

—¿Puedo hablar contigo un momento? —dijo Betsy llamando su atención.

Él se paró de golpe.

—Oh, claro. Por supuesto.

Adam trotó hacia ella con flexibilidad. Adam siempre había sido un buen atleta. Spencer, no. ¿También esto era culpa del desenlace de su hijo? La vida es mucho más fácil en pueblos como ése si eres un buen deportista.

Se paró a un par de metros de ella. No podía mirarla a los ojos, pero pocos chicos de instituto lo hacen. Betsy estuvo callada unos segundos. Sólo le miró.

—¿Quería hablar conmigo? —preguntó Adam.

—Sí.

Más silencio. Más miradas. Él se retorció.

—Lo siento mucho —dijo.

—¿Qué?

Aquella respuesta lo sorprendió.

—Lo de Spencer.

—¿Por qué?

Él no contestó, sin mirarla a los ojos todavía.

—Adam, mírame.

Seguía siendo la adulta, y él el niño. La obedeció.

—¿Qué pasó aquella noche?

Tragó saliva y dijo:

—¿Qué pasó?

—Estabas con Spencer.

Él negó con la cabeza. Palideció.

—¿Qué pasó, Adam?

—Yo no estaba.

Ella levantó la foto de la página de MySpace, pero sus ojos volvían a estar fijos en el suelo.

—Adam.

Él levantó la cabeza y Betsy le puso la foto frente a la cara.

—Éste eres tú, ¿no?

—No lo sé, podría ser.

—Esta foto se sacó la noche que murió.

Él negó con la cabeza.

—¿Adam?

—No sé de qué me habla, señora Hill. Aquella noche no vi a Spencer.

—Vuelve a mirar...

—Tengo que irme.

—Adam, por favor...

—Lo siento, señora Hill.

Él echó a correr. Volvió corriendo al edificio de ladrillo, dio la vuelta hacia la parte posterior y desapareció.

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