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La investigadora jefe Loren Muse miró su reloj. Hora de reunirse.

—¿Tienes mis cosas? —preguntó.

Su ayudante era una joven llamada Chamique Johnson. Muse había conocido a Chamique durante un famoso juicio por violación. Tras un agitado comienzo en la fiscalía, Chamique se había vuelto indispensable.

—Ahí están —dijo Chamique.

—Es gordo.

—Lo sé.

Muse cogió el sobre.

—¿Está todo aquí?

Chamique frunció el ceño.

—Pues no, no es lo que me pediste.

Muse se disculpó y cruzó el pasillo hacia el despacho del fiscal del condado de Essex, más concretamente, el despacho de su jefe, Paul Copeland.

La recepcionista —era nueva y Muse era mala para recordar los nombres— la saludó con una sonrisa.

—La están esperando todos.

—¿Quién me está esperando?

—El fiscal Copeland.

—Has dicho «todos».

—¿Disculpe?

—Has dicho que me estaban esperando. «Todos» insinúa que hay más de una persona. Probablemente más de dos.

La recepcionista parecía aturdida.

—Ah, claro. Son cuatro o cinco.

—¿Con el fiscal Copeland?

—Sí.

—¿Quiénes?

Ella se encogió de hombros.

—Otros detectives, creo.

Muse no estaba segura de qué conclusión sacar. Había pedido una reunión en privado para hablar de la situación políticamente delicada que se había creado con Frank Tremont. No tenía ni idea de por qué podía haber otros detectives en el despacho del fiscal.

Oyó las risas antes de entrar en la habitación. Eran seis, incluido su jefe, Paul Copeland. Todos hombres. Frank Tremont estaba entre ellos, además de tres detectives. El último de ellos le sonaba vagamente. Tenía una libreta y un bolígrafo frente a él y, sobre la mesa, una grabadora.

Cope —así era como todos llamaban a Paul Copeland— estaba sentado a su mesa y se reía con ganas de algo que le acababa de susurrar Tremont.

Muse sintió que se le encendían las mejillas.

—Hola, Muse —dijo.

—Cope —dijo ella, saludando a los demás con la cabeza.

—Entra y cierra la puerta.

Ella entró. Se paró y sintió todos los ojos clavarse sobre ella. Más calor en las mejillas. Se sintió estafada e intentó mirar furiosamente a Cope. Él no se dejó intimidar. Cope sonreía haciéndose el tonto y estaba tan guapo como siempre. Ella intentó comunicarle con la mirada que primero quería hablar con él a solas, que se sentía como si hubiera caído en una emboscada, pero como acababa de pasar, él no se dejó intimidar.

—Empecemos, si os parece.

Loren Muse dijo:

—De acuerdo.

—Espera, ¿conoces a todo el mundo?

Cope levantó ampollas cuando ocupó el cargo de fiscal del condado y asombró a todos nombrando a Muse su investigadora jefe. Normalmente el puesto era para uno de los rudos veteranos, siempre varones, que se suponía que guiaba al político nombrado por el sistema. Loren Muse era una de las detectives más jóvenes del departamento cuando la eligió. Cuando los medios le preguntaban qué criterio había utilizado para elegir a una mujer joven antes que a veteranos mucho más experimentados, él respondía con una sola palabra:

—Méritos.

Y allí estaba ella, en una habitación con cuatro de los veteranos despechados.

—No conozco a este caballero —dijo Muse, indicando con la cabeza al hombre de la libreta y el bolígrafo.

—Ah, perdona. —Cope alargó una mano como un presentador de televisión y se puso la sonrisa mediática—. Es Tom Gaughan, un periodista del The Star-Ledger.

Muse no dijo nada. El cuñado gacetillero de Tremont. Aquello iba de mal en peor.

—¿Empezamos? —preguntó Cope.

—Cuando quiera, Cope.

—Bien. Frank tiene una queja. Frank, adelante, tienes la palabra.

Paul Copeland se acercaba a los cuarenta. Su esposa había muerto de cáncer poco después del nacimiento de su hija, que ahora tenía siete años, Cara. La había criado él solo. Al menos hasta ahora. Ya no tenía fotos de Cara sobre la mesa. Antes sí. Muse recordaba que, al ocupar el puesto, Cope tenía una en el estante detrás de su silla. Un día, después de condenar a un pederasta, Cope la había quitado. Ella nunca le preguntó por qué, pero se imaginaba que estaba relacionado con aquel caso.

Tampoco había fotos de su prometida, pero, en el perchero de Cope, Muse podía ver un esmoquin envuelto en plástico. La boda era el próximo sábado y Muse asistiría. De hecho, era una de las damas de honor.

Cope siguió sentado detrás de su mesa, esperando a que Tremont hablara. No había más sillas vacías, de modo que Muse permaneció de pie. Se sentía vulnerable y cabreada. Un subordinado iba a quejarse de ella y Cope, su supuesto defensor, iba a permitirlo. Se esforzó por no ponerse a gritar «sexismo», porque de haber sido un hombre, a nadie se le hubiera ocurrido que tuviera que soportar las imbecilidades de Tremont. Tendría poder para echarlo a patadas, con repercusiones políticas y mediáticas o sin ellas.

Se quedó quieta y furiosa.

Frank Tremont se levantó el cinturón, aunque permaneció sentado.

—Bueno, sin ánimo de faltarle al respeto, señora Muse, pero...

—Investigadora jefe Muse —dijo Loren.

—¿Disculpa?

—No soy la señora Muse. Tengo un título. Soy la investigadora jefe. Tu jefe.

Tremont sonrió. Se volvió lentamente hacia sus compañeros detectives y después hacia su cuñado. Su expresión divertida parecía decir: ¿Veis a qué me refiero?

—Qué susceptible. —Y después, sin molestarse en disimular el sarcasmo—: ¿No, investigadora jefe Muse?

Muse miró a Cope. Él se quedó quieto. Su cara no le transmitió ningún consuelo. Se limitó a decir:

—Perdón por la interrupción, Frank, sigue.

Muse sintió que las manos se le cerraban con fuerza.

—Bien, en fin, tengo veintiocho años de experiencia en la policía. Me tocó el caso de la prostituta en el Distrito Quinto. Una cosa es que ella se presente sin ser invitada. No me gusta. No es el protocolo. Pero bueno, si Muse quiere fingir que puede ser útil, por mí adelante. Pero empieza a dar órdenes. Se pone al mando, minando mi autoridad ante los agentes.

»No me parece justo.

Cope asintió.

—El caso era tuyo.

—Sí.

—Háblame de él.

—¿Eh?

—Háblame del caso.

—Todavía no sabemos mucho. Una prostituta hallada muerta. Alguien le hizo trizas la cara. La forense cree que la mataron a golpes. Todavía no hemos conseguido identificarla. Preguntamos a otras prostitutas, pero nadie sabía quién era.

—¿Las otras prostitutas no saben cómo se llama —preguntó Cope—, o no la conocen de nada?

—No hablan mucho, pero ya sabe cómo va esto. Nadie ha visto nada. Las haremos hablar.

—¿Algo más?

—Encontramos un pañuelo verde. No es exacto, pero es del color de una banda nueva. Haré que me traigan a algunos de los miembros conocidos de esta banda. Les apretaremos las tuercas, a ver si alguno de ellos canta. También estamos buscando en el ordenador por si hay algún caso de prostituta muerta con el mismo modus operandi en la zona.

—¿Y?

—Por ahora nada. Bueno, tenemos a muchas prostitutas muertas. Huelga decirlo, jefe. Ésta es la séptima este año.

—¿Huellas?

—Hemos buscado en el condado. Nada. A nivel del FBI tardará un poco más.

Cope asintió.

—Bien, y ¿tú te quejabas de que Muse...?

—Mire, no quiero dar problemas, pero las cosas claras: ella ya no debería ocupar el puesto. Usted la eligió porque es mujer. Lo entiendo. Es la realidad de hoy. Un hombre acumula años, trabaja bien, y no significa nada si no tiene la piel negra o le falta el pito. Lo entiendo. Pero esto también es discriminación. A ver, sólo porque yo sea hombre y ella mujer no significa que se salga con la suya, ¿no? Si yo fuera su jefe y cuestionara todo lo que hace, seguro que se pondría a gritar que la violo o la acoso o algo así y me pondría una demanda.

Cope volvió a asentir.

—Tiene lógica. —Se volvió a mirar a Loren—. ¿Muse?

—¿Qué?

—¿Algún comentario?

—Para empezar, no estoy segura de ser la única en la habitación que no tiene pito.

Miraba a Tremont.

—¿Algo más? —dijo Cope.

—Me siento como un saco de arena.

—De ninguna manera —dijo Cope—. Eres su superior, pero esto no significa que tengas que hacerle de canguro, ¿no? Yo soy tu superior, y no te hago de canguro.

Muse echaba humo.

—El detective Tremont lleva mucho tiempo aquí. Tiene amigos y es respetado. Por eso le he concedido esta oportunidad. Quiere acudir a la prensa con su opinión. Presentar una queja formal. Le he pedido que celebráramos esta reunión, que fuéramos razonables. He dejado que invitara al señor Gaughan, para que viera que trabajamos de forma abierta y sin hostilidades.

Todos miraron a Muse.

—Ahora te lo preguntaré otra vez —dijo Cope a Loren. La miró a los ojos—. ¿Tienes que hacer algún comentario a lo que acaba de decir el detective Tremont?

Ahora Cope sonreía. No mucho. Sólo un rictus en la comisura de los labios. Y de repente ella lo comprendió.

—Sí —dijo Muse.

—Tienes la palabra.

Cope se echó hacia atrás y unió las manos detrás de la cabeza.

—Empecemos por el hecho de que no creo que la víctima sea una prostituta.

Cope arqueó las cejas como si fuera la frase más asombrosa que había pronunciado nadie jamás.

—¿Ah, no?

—No.

—Pero he visto la ropa que llevaba —dijo Cope—. Acabo de oír el informe de Frank. Y el lugar donde encontraron el cuerpo. Todos saben que es donde se mueven las prostitutas.

—Incluido el asesino —dijo Muse—. Por eso tiró allí su cuerpo.

Frank Tremont se echó a reír.

—Muse, sólo dices tonterías. Necesitas pruebas, cielo, no sólo intuición.

—¿Quieres pruebas, Frank?

—Por supuesto, oigámoslas. No tienes nada.

—¿Qué te parece su color de piel?

—¿Qué?

—Que es blanca.

—Ah, qué maravilla —dijo Tremont, levantando ambas manos—. Esto me encanta. —Miró a Gaughan—. Apúntalo todo, Tom, porque esto no tiene precio. Insinúo que quizá, sólo quizá, una prostituta no sea una prioridad y soy un neandertal fascista. Pero cuando ella dice que nuestra víctima no puede ser una puta porque es blanca, esto se considera buen trabajo policial.

Señaló con un dedo en dirección a Loren.

—Muse, necesitas un poco más de tiempo en la calle.

—Has dicho que había habido seis prostitutas muertas más.

—Sí, ¿y qué?

—¿Sabías que las seis eran afroamericanas?

—Eso no significa una mierda. Tal vez las otras seis eran... yo qué sé... altas. Y ésta era baja. ¿Significa esto que no puede ser puta?

Muse se acercó al tablón de anuncios de la pared de Cope. Sacó una fotografía del sobre y la pegó.

—Esta fotografía se tomó en el escenario del crimen.

Todos miraron.

—Es la gente que estaba detrás de la cinta policial —dijo Tremont.

—Muy bien, Frank. Pero la próxima vez levanta la mano y espera a que te pregunte.

Tremont cruzó los brazos.

—¿Qué se supone que miramos?

—¿Qué ves aquí? —preguntó Muse.

—Prostitutas.

—Exactamente. ¿Cuántas?

—No lo sé. ¿Quieres que las cuente?

—Sólo un cálculo.

—Quizá veinte.

—Veintitrés. Bien hecho, Frank.

—¿Y a dónde quieres ir a parar?

—Por favor, cuenta cuántas de ellas son blancas.

Ninguno tuvo que mirar mucho rato para saber la respuesta: cero.

—¿Intentas decirme, Muse, que no hay prostitutas blancas?

—Sí las hay. Pero en esta zona son muy pocas. Retrocedí tres meses. Según los expedientes de arrestos, no se ha arrestado a ninguna blanca por prostitución en el radio de tres calles durante todo ese período. Y como has indicado tú, sus huellas no están archivadas. ¿De cuántas prostitutas habituales puedes decir lo mismo?

—De muchas —dijo Tremont—. Vienen de fuera del estado, se quedan una temporada, se mueren o se mudan a Atlantic City. —Tremont separó las manos—. Vaya, Muse, eres fantástica. No sé si debería dimitir.

Soltó una risita. Muse no se rió.

Muse sacó más fotografías y las pegó en el tablón.

—Mira los brazos de la víctima.

—Sí, ¿qué?

—No tiene marcas de agujas, ni una sola. La prueba de toxicología muestra que no había drogas ilegales en su organismo. Así que Frank, de nuevo: ¿cuántas prostitutas blancas del Distrito Quinto no son yonquis?

Esto le aplacó un poco.

—Está bien alimentada —siguió Muse—, que significa algo, pero no demasiado actualmente. Muchas prostitutas están bien alimentadas. No tiene marcas ni fracturas anteriores a este incidente, lo que tampoco es habitual para una prostituta que trabaje en esta zona. No podemos decir mucho de sus dientes porque casi se los arrancaron todos, y los que quedan están en muy mal estado. Pero mira esto.

Puso otra fotografía enorme en el tablón.

—¿Zapatos? —preguntó Tremont.

—Premio, Frank.

La mirada de Cope le ordenó que dominara su sarcasmo.

—Y zapatos de puta —siguió Tremont—. Tacones de aguja, provocativos. No como esas zapatillas que llevas tú, Muse. ¿Te pones tacones alguna vez?

—No, Frank. ¿Y tú?

Esto hizo a reír a todos. Cope meneó la cabeza.

—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó Tremont—. Son zapatos de catálogo de prostituta.

—Mira las suelas.

Utilizó un lápiz para señalar.

—¿Qué debería ver?

—Nada. Ésa es la cuestión. No están sucias. Ni un rasguño.

—Son nuevas.

—Demasiado nuevas. He ampliado la foto. —Puso otra fotografía—. Ni una rascadita. Nadie ha caminado con ellas. Ni un paso.

La habitación quedó en silencio.

—¿Y?

—Buena respuesta, Frank.

—Que te den, Muse, esto no significa...

—Por cierto, no tenía semen en su interior.

—¿Y? Tal vez éste era su primer cliente de la noche.

—Tal vez. También tiene un bronceado que deberías examinar.

—¿Un qué?

—Un bronceado.

Intentó parecer incrédulo, pero estaba perdiendo apoyos.

—Hay una razón para que llamen putas callejeras a esas chicas, Muse. En las calles estás al aire libre. Estas chicas trabajan fuera. Mucho.

—Dejando de lado el hecho de que apenas hemos tenido sol últimamente, las marcas del bronceado no coinciden. Están aquí —señaló los hombros—, y no está bronceada en el abdomen, esa zona está totalmente blanca. En resumen, esta mujer llevaba camiseta, no tops con el ombligo al aire. Y después está el pañuelo que encontramos en su mano.

—Debió de arrancárselo al asesino durante el ataque.

—No, no lo arrancó. Está claro que lo pusieron allí. Se movió el cuerpo, Frank. ¿Y vamos a creernos que él se lo arrancó de la cabeza mientras luchaban, y se lo dejó cuando abandonó el cuerpo? ¿Te parece creíble?

—Puede que la banda quiera enviar un mensaje.

—Podría ser. Pero también está la propia paliza.

—¿Qué tiene de raro?

—Es exagerada. Nadie pega a una persona con tanta precisión.

—¿Tienes una teoría?

—La evidente. Alguien no quería que la reconociéramos. Y algo más. Mira dónde la tiraron.

—Un sitio conocido por sus prostitutas.

—Así es. Sabemos que no la mataron allí. La tiraron allí. ¿Por qué allí? Si era una prostituta, ¿por qué querrían que lo supiéramos? ¿Para qué tirar a una prostituta en una zona conocida por la prostitución? Te diré por qué. Porque si de entrada la toman por una prostituta y un detective gordo y perezoso se encarga del caso y ve la salida más fácil...

—¿A quién estás llamando gordo?

Frank Tremont se levantó y Cope dijo suavemente:

—Siéntate, Frank.

—¿Va a permitir que...?

—Calla —dijo Cope—. ¿Has oído?

Todos se pararon.

—¿Qué?

Cope se puso la mano detrás de la oreja.

—Escucha, Frank. ¿Lo oyes? —Su voz era un susurro—. Éste es el sonido de tu incompetencia puesto en evidencia ante el público. No sólo tu incompetencia, sino tu estupidez suicida al ir a por tu superior cuando los hechos no te dan la razón.

—No tengo por qué escuchar...

—Calla y escucha. Tú escucha.

Muse se esforzó por no reírse.

—¿Ha estado escuchando, señor Gaughan? —preguntó Cope.

Gaughan se aclaró la garganta.

—He oído lo que tenía que oír.

—Bien, porque yo también. Y ya que ha pedido que grabáramos esta reunión, yo también lo he hecho. —Cope sacó una pequeña grabadora de detrás de un libro de su mesa—. Por si acaso su jefe quería oír qué se había dicho exactamente aquí y su grabadora no funcionara bien. No nos gustaría que alguien pensara que ha manipulado la historia para favorecer a su cuñado, ¿verdad?

Cope sonrió a todos. Nadie le devolvió la sonrisa.

—Caballeros, ¿algo más que decir? No, bien. Todos a trabajar, pues. Frank, tómate el resto del día libre. Quiero que pienses en tus opciones y tal vez revises nuestras grandes ofertas de jubilación.

Ni una palabra

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