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Cuando entraron en su calle, Mike vio que Susan Loriman, su vecina, estaba fuera. Fingía hacer algo en el jardín —arrancar hierbas, plantar o algo por el estilo—, pero Mike sabía que era otra cosa lo que pretendía. Pararon en la entrada y Mo miró a la vecina que estaba arrodillada.

—Buen culo.

—Seguramente su marido estará de acuerdo contigo.

Susan Loriman se levantó. Mo la observó.

—Sí, pero su marido es un idiota.

—¿Por qué dices eso?

Hizo un gesto con la barbilla.

—Por los coches.

En la entrada estaba aparcado el coche deportivo del marido, un Corvette tuneado rojo. Su otro coche era un BMW 550i negro, y el de Susan un Dodge Caravan de color gris.

—¿Qué les pasa?

—¿Son de él?

—Sí.

—Tengo una amiga —dijo Mo— que es la tía más buena que hayas visto en tu vida. Es hispana, latina o algo así. Antes era luchadora profesional y se hacía llamar Pocahontas. ¿Te acuerdas de aquellos números tan sexis que daban en el Canal Once por las mañanas?

—Sí, me acuerdo.

—Bueno, pues la tal Pocahontas me contó que cada vez que ve a un tipo con un coche como ése, cuando se le acerca con las ruedas trucadas y el motor revolucionado y le echa miraditas, ¿sabes qué le dice?

Mike negó con la cabeza.

—«Siento lo de tu pene».

Mike no pudo evitar sonreír.

—«Siento lo de tu pene». Ya ves, ¿a que está bien?

—Sí —reconoció Mike—. Es mortal.

—Es difícil responder a esto.

—Sin duda.

—Así que tu vecino... el marido de ella, ¿no?, tiene dos. ¿Qué crees que significa?

Susan Loriman miró hacia ellos. A Mike siempre le había parecido sumamente atractiva, la madre más estupenda del barrio, a la que los adolescentes se referían como una MQMF, es decir, «madre que me follaría», aunque a él no le gustara pensar en siglas tan groseras. No es que Mike fuera a hacer nada al respecto, pero esta clase de cosas se siguen notando al estar vivo. Susan tenía los cabellos tan negros que parecían azules y en verano siempre los llevaba recogidos en una cola. Vestía pantalones cortos y llevaba gafas de sol a la última y en sus preciosos labios rojos siempre esbozaba una sonrisa maliciosa.

Cuando sus hijos eran más pequeños, Mike se la encontraba en el parque infantil de Maple Park. No pretendía nada, pero le gustaba mirarla. Conoció a un padre que intencionadamente atosigó al hijo de Susan para que entrara en el equipo de la Liga Infantil sólo para poder verla en los partidos.

Ese día no llevaba gafas y su sonrisa era tensa.

—Parece tremendamente triste —comentó Mo.

—Sí. Oye, espérame un momento, ¿de acuerdo?

Mo iba a decir alguna tontería, pero vio algo en la cara de Susan y calló.

—Sí, por supuesto —dijo.

Mike se acercó y Susan intentó seguir sonriendo, pero el rictus empezaba a desvanecerse.

—Hola —dijo Mike.

—Hola, Mike.

Él sabía por qué Susan estaba fuera fingiendo trabajar en el jardín y no quería hacerla esperar.

—No tendremos los resultados de la tipificación tisular de Lucas hasta mañana.

Ella tragó saliva y asintió demasiado rápido.

—De acuerdo.

Mike quería acercarse y tocarla. En la consulta podría haberlo hecho. Los médicos lo hacen. Pero no era el lugar apropiado para hacerlo, así que se decidió por una frase manida:

—La doctora Goldfarb y yo haremos todo lo posible.

—Lo sé, Mike.

Su hijo de diez años, Lucas, padecía glomerulosclerosis segmental focal —GSF, para abreviar— y necesitaba urgentemente un trasplante de riñón. Mike era uno de los mejores cirujanos de trasplantes de riñón del país, pero había pasado este caso a su socia, Ilene Goldfarb. Ilene era la jefa de cirugía de trasplante del NewYork Presbyterian y la mejor cirujana que Mike conocía.

Él e Ilene trataban con personas como Susan todos los días. Podía soltar el rollo sobre el distanciamiento, pero las muertes seguían afectándolo. La muerte se le metía dentro, le fastidiaba por la noche, le señalaba con el dedo, se burlaba de él. La muerte nunca era bienvenida, nunca se aceptaba. La muerte era su enemiga, una ofensa constante, y no tenía ninguna intención de perder a este niño por culpa de esa hija de puta.

En el caso de Lucas Loriman, evidentemente era algo extrapersonal. Era la razón principal para que le hubiera pasado el caso a Ilene. Mike conocía a Lucas. Era un niño un poco especial, demasiado bueno para su edad, con gafas que siempre parecían resbalarle por la nariz y unos cabellos que no había forma humana de peinar. A Lucas le encantaban los deportes, pero era torpe en todos. Cuando Mike entrenaba a Adam en el jardín, Lucas se acercaba a observar. Mike le ofrecía un palo, pero Lucas no lo quería. Así que cuando fue consciente de que jugar no sería su destino en la vida, Lucas empezó a apasionarse por la transmisión: «El doctor Baye tiene el disco, esquiva a la izquierda, lanza... ¡estupenda parada de Adam Baye!».

Mike recordó a aquel niño tan bueno subiéndose las gafas y volvió a pensar que no tenía ninguna intención de dejarle morir:

—¿Duermes bien? —le preguntó Mike.

Susan Loriman se encogió de hombros.

—¿Quieres que te recete algo?

—Dante no cree en esas cosas.

Dante Loriman era su marido. Mike no quiso reconocerlo ante Mo, pero su evaluación había dado en el clavo: Dante era un idiota. En apariencia era un tipo simpático, pero se podía ver lo estrecho de miras que era. Corrían rumores de que estaba relacionado con la mafia, aunque eso podría deberse a su aspecto. Llevaba los cabellos engominados hacia atrás, camisetas sin mangas, colonia en exceso y joyas demasiado llamativas. A Tia le hacía gracia —«está bien para variar entre tanto estirado»—, pero Mike siempre sentía que había algo raro en él, el machismo de un tipo que quería dar la talla, pero que en realidad sabía que no la daría nunca.

—¿Quieres que hable con él? —preguntó Mike.

Ella negó con la cabeza.

—Vais a la farmacia de la avenida Maple, ¿no?

—Sí.

—Llamaré y dejaré una receta. Puedes recogerla si quieres.

—Gracias, Mike.

—Nos vemos mañana.

Mike volvió al coche. Mo estaba esperando con los brazos cruzados. Llevaba unas gafas de sol que le daban una apariencia de lo más imperturbable.

—¿Una paciente?

Mike pasó de largo. No hablaba de los pacientes. Mo lo sabía.

Mike se paró frente a su casa y la contempló unos instantes. Se preguntó por qué el hogar parecía tan frágil como sus pacientes. De derecha a izquierda, la calle estaba llena de viviendas como la suya que pertenecían a parejas que habían llegado de todas partes y un buen día se habían parado en el jardín, mirando la casa y pensando: «Sí, aquí es donde vamos a vivir y educar a nuestros hijos, donde vamos a proteger nuestras esperanzas y nuestros sueños. Aquí, en esta burbuja». Abrió la puerta.

—Hola.

—¡Papá! ¡Tío Mo!

Era Jill, su princesa de once años, que venía corriendo con una sonrisa estampada en la cara. Mike sintió que se le ablandaba el corazón: era una reacción instantánea y universal. Cuando una hija sonríe a su padre así, el padre, sin importar la etapa de la vida en la que se encuentre, de repente es el rey.

—Hola, cielo.

Jill abrazó a Mike y después a Mo, pasando del uno al otro con absoluta soltura. Se movía con la misma comodidad con la que un político saluda a las masas. Detrás de ella, casi escondiéndose, estaba su amiga Yasmin.

—Hola, Yasmin —dijo Mike.

A Yasmin le caían los cabellos sobre la cara, como un velo. Su voz apenas se oía:

—Hola, doctor Baye.

—¿Tenéis clase de baile hoy? —preguntó Mike.

Jill lanzó una mirada de advertencia a Mike que ninguna niña de once años debería poder hacer.

—Papá —susurró.

Entonces Mike lo recordó. Yasmin había dejado de bailar. Había dejado prácticamente todas las actividades. Unos meses atrás hubo un incidente en la escuela. Su profesor, el señor Lewiston, un buen hombre que normalmente hacía muchos esfuerzos para mantener el interés de los alumnos, hizo un comentario fuera de lugar sobre el vello facial de Yasmin. Mike no recordaba bien los detalles. Lewiston se disculpó inmediatamente, pero el daño a la preadolescente ya estaba hecho. Los compañeros empezaron a llamar a Yasmin «XY» como el cromosoma, o simplemente «Y» para poder fingir que era una abreviatura de Yasmin aunque en realidad fuera una nueva manera de fastidiarla.

Todos sabemos que los niños pueden ser crueles.

Jill no dejó de ser su amiga y se esforzó mucho para que siguiera formando parte del grupo. Mike y Tia estaban muy contentos con ella. Yasmin lo dejó, pero a Jill le seguía encantando la clase de baile. De hecho, Jill estaba encantada con todo lo que hacía, y se tomaba todas las actividades con una energía y un entusiasmo que se contagiaba a todos los que la rodeaban. Para que luego hablen de la herencia y la educación: dos hijos, Adam y Jill, educados por los mismos padres que presentaban personalidades diametralmente opuestas.

Cada uno es como es.

Jill estiró la mano y cogió la de Yasmin.

—Vamos —dijo. Yasmin la siguió.

—Hasta luego, papá. Adiós, tío Mo.

—Adiós, guapa —dijo Mo.

—¿Adónde vais? —preguntó Mike.

—Mamá nos ha pedido que salgamos. Vamos a dar una vuelta en bici.

—No olvidéis los cascos.

Jill levantó los ojos al cielo con su simpatía habitual.

Un minuto después, Tia salió de la cocina y frunció el ceño al ver a Mo.

—¿Qué hace él aquí?

—Me he enterado de que espiabais a vuestro hijo. Muy bonito.

Tia lanzó una mirada a Mike que le penetró la piel. Mike se encogió de hombros. Ésta era una danza interminable entre Mo y Tia, la de la hostilidad aparente, pero en realidad se habrían defendido a muerte en una trinchera.

—La verdad es que me parece una buena idea —dijo Mo.

Esto los sorprendió. Los dos le miraron.

—¿Qué? ¿Tengo monos en la cara?

—Creía que habías dicho que le estábamos sobreprotegiendo —comentó Mike.

—No, Mike, he dicho que Tia lo está sobreprotegiendo.

Tia lanzó otra mirada furiosa a Mike. De repente Mike recordó dónde había aprendido Jill a silenciar a su padre con una mirada. Jill era la discípula, Tia la maestra.

—Pero en este caso —siguió Mo—, por mucho que me duela reconocerlo, tiene razón. Sois sus padres. Deberíais saberlo todo.

—¿No crees que tiene derecho a la intimidad?

—¿Derecho...? —Mo frunció el ceño—. Adam está haciendo el tonto. Mirad, todos los padres espían a sus hijos de alguna manera, ¿no? Es vuestro trabajo. Sólo vosotros veis los informes, ¿no? Habláis con sus profesores sobre lo que hace en la escuela, decidís lo que come, dónde vive, todo. Esto sólo es un paso más.

Tia asentía con la cabeza.

—Debéis educarlos, no mimarlos. Todos los padres deciden cuánta independencia conceden a sus hijos. Tenéis el mando. Deberías saberlo, esto no es una república, es una familia. No tenéis que entrometeros, pero sí deberíais tener la capacidad de tomar medidas. El conocimiento es poder. Un gobierno puede abusar de él porque no desee lo mejor para ti. Vosotros lo deseáis para él. Los dos sois inteligentes. ¿Qué mal hay?

Mike se limitó a mirarlo.

—¿Mo? —preguntó Tia.

—Sí.

—¿Estamos de acuerdo?

—Vaya, espero que no. —Mo se sentó en un taburete de la cocina—. ¿Qué habéis encontrado?

—No te lo tomes a mal —dijo Tia—, pero creo que deberías irte.

—Es mi ahijado. Yo también deseo lo mejor para él.

—No es tu ahijado. Y basándonos en lo que acabas de decir, no hay nadie que piense más en él que sus padres. Y por mucho que tú te preocupes por él, no entras en esa categoría.

Él la miró fijamente.

—¿Qué?

—No soporto darte la razón.

—¿Cómo crees que me siento yo? —dijo Tia—. Estaba segura de que espiarlo era lo mejor hasta que tú me has dado la razón.

Mike observaba. Tia se mordía el labio y él sabía que sólo lo hacía cuando era presa del pánico. Las bromas eran para disimular.

—Mo —dijo Mike.

—Sí, sí, ya me he enterado. Me largo. Sólo una cosa.

—¿Qué?

—¿Me enseñas tu móvil?

Mike hizo una mueca.

—¿Por qué? ¿No te funciona el tuyo?

—Enséñamelo, por favor.

Mike se encogió de hombros y se lo pasó a Mo.

—¿Qué operadora tienes? —preguntó Mo.

Mike se lo dijo.

—¿Todos tenéis el mismo teléfono? ¿Incluido Adam?

—Sí.

Mo miró el móvil un momento más. Mike miró a Tia. Ella se encogió de hombros. Mo dio la vuelta al móvil y se lo devolvió.

—¿De qué iba esto?

—Luego te lo cuento —dijo Mo—. Ahora ocúpate de tu hijo.

Ni una palabra

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