Читать книгу Seis años - Харлан Кобен - Страница 10
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ОглавлениеVolví a llamar, pero Julie no respondió.
No lo entendía. ¿De verdad se había olvidado de mí? Me resultaba difícil de creer. ¿La había asustado con mi llamada inesperada? No lo sabía. Toda la conversación había sido surrealista y algo misteriosa. Una cosa habría sido que me dijera que Natalie no quería saber nada de mí o que me equivocaba, que Todd seguía vivo. Lo que fuera. Pero es que ni siquiera sabía quién era yo.
¿Cómo podía ser?
¿Y ahora qué? En primer lugar, tenía que calmarme inmediatamente. Respirar hondo. Y seguir con mi ataque por dos flancos: en primer lugar descubrir el misterio del difunto Todd Sanderson y después encontrar a Natalie. Lo segundo, por supuesto, resolvería la primera duda: en cuanto encontrara a Natalie, lo descubriría todo. Lo que no sabía era cómo hacerlo. La había buscado en internet y no había encontrado nada. Con su hermana parecía que también había llegado a un callejón sin salida. ¿Qué podía hacer ahora? No lo sabía, pero tampoco podía ser tan difícil encontrar datos de ella, ¿no?
Se me ocurrió una idea. Entré en la página web del campus y comprobé los horarios de los profesores. La profesora Shanta Newlin tenía clase en una hora.
Llamé a la señora Dinsmore por el citófono.
—¿Qué? No esperará que consiga esa ficha con tanta rapidez, ¿no?
—No, no es eso. Me preguntaba si conocía a la profesora Newlin.
—Bueno, bueno. El día se va animando cada vez más. Ya sabe que está prometida, ¿verdad?
Una respuesta así era de esperar.
—Señora Dinsmore...
—Tranquilo, no se lance. Está desayunando con sus alumnos de tesis en Valentine.
Valentine era la cafetería del campus. Crucé el patio interior a la carrera, algo raro en mí. Un profesor universitario siempre tiene que estar atento. Tienes que tener la cabeza bien alta y sonreír o saludar a cada alumno que te encuentras. Tienes que recordar cada nombre. Pasear por el campus era como cobrar cierto protagonismo. Yo sostenía que no me importaba en absoluto, pero confieso que me gustaba la atención recibida y que me lo tomaba bastante en serio. Así que incluso en aquel momento, mientras corría, con los nervios y la cabeza en otra parte, me aseguré de que ningún alumno se sintiera ignorado.
Evité los dos comedores principales. Eran para alumnos. Los profesores que en ocasiones decidían unirse a ellos me parecían algo desesperados. Había líneas, y admito que a veces son demasiado estrictas y arbitrarias, pero yo seguía trazándolas y me mantenía en mi lado. La profesora Newlin, siempre impecable, hacía lo mismo, motivo por el que estaba convencido de que la encontraría en uno de los comedores privados de atrás, reservados para esa interacción entre profesorado y alumnado.
Estaba en el comedor Bradbeer. En el campus, cada edificio, sala, silla, mesa, estante o azulejo lleva el nombre de alguien que ha dado dinero. A algunos eso les pone de los nervios. A mí me gusta. Esta institución cubierta de hiedra ya está lo suficientemente aislada. No le hace ningún daño ponerla en contacto con la fría realidad del mundo y del dinero de vez en cuando.
Eché un vistazo por el cristal. Shanta Newlin me vio y levantó un dedo, indicándome un minuto. Asentí y esperé. La puerta se abrió cinco minutos más tarde y los alumnos salieron uno tras otro. Shanta se situó en el umbral. Cuando los alumnos se fueron, me dijo:
—Vamos caminando. Tengo que ir a un sitio.
La acompañé. Shanta Newlin tenía uno de los currículos más impresionantes que había visto. Tras licenciarse en Oxford había pasado con una beca Rhodes de posgrado a Stanford, y luego había estudiado derecho en la Universidad de Columbia. Después había trabajado tanto para la CIA como para el FBI, hasta acabar como subsecretaria de Estado para el gobierno anterior.
—¿Qué hay?
Como siempre, era directa. Poco después de que llegara al campus, un día habíamos quedado para cenar. No era una cita. Era una «cita para ver si queríamos una cita». Hay una sutil diferencia. Tras la cita, decidió no seguir adelante, y a mí me pareció bien.
—Necesito un favor —dije yo.
Shanta asintió, invitándome a plantearle mi petición.
—Estoy buscando a alguien a quien hace tiempo que no veo. He usado todos los métodos habituales: Google..., llamar a la familia... Todo. No encuentro ni la dirección.
—Y has pensado que, con mis viejos contactos, podría ayudarte.
—Algo así —admití—. Bueno, sí, eso, exactamente.
—¿Y cómo se llama la chica?
—No he dicho que fuera una chica.
Shanta frunció el ceño.
—¿Nombre?
—Natalie Avery.
—¿Cuándo fue la última vez que la viste o que sabías dónde vivía?
—Hace seis años.
Shanta siguió caminando con paso militar, muy rápido.
—Es ella, ¿no, Jake?
—¿Cómo dices?
Sus labios se curvaron en una leve sonrisa.
—¿Sabes por qué nunca quise una segunda cita contigo?
—En realidad, aquello no fue una primera cita. Era más bien una «cita para ver si queríamos una cita».
—¿Qué?
—No tiene importancia. Supuse que no querrías volver a quedar porque no tenías interés.
—Pues no. Esto es lo que vi esa noche: eres un tipo estupendo, divertido e inteligente, tienes un trabajo estable y unos ojos azules para morirse. ¿Sabes cuántos hombres heterosexuales y solteros podía encontrar que cumplieran esos criterios?
No estaba seguro de qué decir, así que callé.
—Pero lo notaba. Quizá sea por mi formación como investigadora. Estudio el lenguaje corporal. Busco los detalles.
—¿Qué es lo que notaste?
—Que tienes tara.
—Vaya, gracias.
Shanta se encogió de hombros.
—Algunos hombres van por ahí con la antorcha de un viejo amor en la mano, y luego hay otros (no muchos, pero los hay) que se dejan consumir completamente por la llama de su antorcha, con lo que no son más que una fuente de problemas constante para las que vienen detrás.
No dije nada.
—Así que esta Natalie Avery a quien de pronto quieres encontrar de manera tan desesperada... ¿Es ella esa llama?
¿Qué sentido tendría mentir?
—Sí.
Se detuvo y me miró a los ojos.
—¿Y te dolió mucho?
—No tienes ni idea.
Shanta Newlin asintió y se puso en marcha de nuevo, dejándome allí.
—A última hora del día tendrás la dirección.