Читать книгу Seis años - Харлан Кобен - Страница 7

3

Оглавление

La primera señal de que algo iba mal llegó durante el sermón del funeral.

Palmetto Bluff, más que una población, era una enorme urbanización cercada. El «pueblo», de reciente construcción, era un lugar bonito, limpio, bien conservado y con muchísimas referencias a su pasado histórico, y todo ello le daba un aspecto estéril y artificial, como de parque temático. La capilla, blanca y reluciente —sí, una más—, se erguía en lo alto de una loma tan pintoresca que parecía más bien un cuadro. El calor, no obstante, era muy real: una atmósfera viva y cargada de humedad, tan densa como una cortina de cuentas.

En otro momento de efímera lucidez me pregunté por qué había ido, pero enseguida aparté el pensamiento de mi mente. Estaba allí, así que la pregunta ya no tenía sentido. El bar The Inn de Palmetto Bluff parecía un decorado de cine. Me acerqué a la barra y le pedí un whisky a una camarera muy mona.

—¿Ha venido por el funeral? —me preguntó.

—Sí.

—Una tragedia.

Asentí y me quedé mirando mi copa. La camarera mona pilló el mensaje y no dijo nada más.

Me considero un hombre racional. No creo en el destino, ni en ninguna de esas tonterías y supersticiones. Sin embargo, ahí estaba yo, justificando mi conducta impulsiva precisamente con eso. «Tenía que venir», me decía. Estaba obligado a tomar aquel vuelo. No sabía por qué. Había visto con mis propios ojos cómo Natalie se casaba con otro hombre, y aun así, incluso ahora, no podía aceptarlo. Aún necesitaba poner un cierre al asunto. Seis años atrás, Natalie me había dejado con una nota en la que me decía que iba a casarse con su antiguo novio. Al día siguiente me llegó la invitación de la boda. No era de extrañar, pues, que aún me sintiera... incompleto. Y ahora estaba ahí, con la esperanza no ya de poner fin a la historia, sino al menos de cerrarla.

Me sorprenden los razonamientos que podemos hacer cuando deseamos algo de verdad.

Pero ¿qué buscaba yo, exactamente?

Me acabé la copa, le di las gracias a la camarera mona y me dirigí hacia la capilla. Manteniendo las distancias, por supuesto. Sería un monstruo desalmado y egoísta, pero no tanto como para incordiar a una viuda en el entierro de su marido. Me situé tras un gran árbol —una palmera enana, como las que daban nombre al complejo—, sin atreverme siquiera a mirar a los asistentes.

Cuando oí el himno inicial, me imaginé que el terreno estaría despejado, y así fue. Un vistazo rápido me sirvió para confirmarlo. Todo el mundo estaba en el interior de la capilla. Me encaminé hacia allí. Se oía cantar a un coro de góspel. Eran magníficos. No estaba muy seguro de qué hacer. Tanteé la puerta de la capilla, encontré que estaba abierta (sí, bueno), empujé y pasé. Agaché la cabeza al entrar, y me llevé una mano al rostro, como si me picara y necesitara rascarme.

Tampoco hacía falta.

La capilla estaba hasta los topes. Me coloqué atrás, de pie, con otros asistentes de última hora que no habían encontrado sitio. El coro acabó el sentido himno, y un hombre —una especie de sacerdote, supongo— subió al púlpito. Empezó a hablar de Todd como un «médico atento, un buen vecino, un amigo generoso y un hombre de familia magnífico». Médico. Eso no lo sabía. El hombre sacó brillo a todas las virtudes de Todd: su dedicación a obras de beneficencia, su personalidad arrolladora, su espíritu generoso, su habilidad para hacer que todo el mundo se sintiera especial, su disposición para arremangarse y echar una mano a cualquiera, amigo o extraño. Por supuesto, descarté todo aquello como la típica retórica de los funerales —tenemos una tendencia natural a ensalzar a los difuntos—, pero en los ojos de los presentes vi lágrimas mientras asentían al escuchar las palabras, como si fuera una canción que solo ellos podían oír.

Desde mi posición intenté ver a Natalie, pero había demasiadas cabezas entre los dos. No quería que se me viera demasiado, así que lo dejé. Además, había entrado en la capilla, había observado y había escuchado las palabras de elogio al fallecido. ¿No bastaba con eso? ¿Qué más podía hacer?

Era hora de marcharse.

—Nuestro primer panegírico —anunció el hombre del púlpito— lo pronunciará Eric Sanderson.

Un adolescente pálido —supuse que tendría unos dieciséis años— se puso en pie y se acercó al púlpito. En un principio se me ocurrió que debía de ser el sobrino de Todd Sanderson (y, por extensión, de Natalie), pero la primera frase que dijo me demostró que estaba muy equivocado.

—Mi padre era mi héroe...

¿Padre?

Tardé unos segundos en reaccionar. La mente humana, cuando sigue una dirección, a veces no puede salirse del camino trazado. Cuando era niño, mi padre solía plantearme un acertijo que pensaba que me desconcertaría. «Un padre y un hijo tienen un accidente de coche. El padre muere. Al niño se lo llevan corriendo al hospital. La persona que debe operarle dice: “No puedo operar a este chico. Es hijo mío”. ¿Cómo puede ser?» Eso es lo que quería decir con lo del camino trazado. Para la generación de mi padre, supongo que aquel acertijo resultaba algo difícil de resolver, pero para los chicos de mi edad, la respuesta —que la cirujana en realidad es su madre— era tan evidente que recuerdo que me reí en su cara. «¿Qué más, papá? ¿Ahora vas a ponerte a escuchar música con una gramola?»

Esto era algo parecido. ¿Cómo podía ser que un hombre que solo llevaba seis años casado con Natalie tuviera un hijo adolescente? Respuesta: Eric era hijo de Todd, no de Natalie. Si Todd no había estado casado con anterioridad, por lo menos había tenido un hijo con otra mujer.

Intenté de nuevo ver a Natalie, en el primer banco. Estiré el cuello, pero la mujer que tenía al lado soltó un suspiro de exasperación por invadir su espacio. En la tarima, el hijo de Todd, Eric, estaba arrasando. Hizo un discurso precioso y conmovedor. No quedaba un ojo seco en la capilla salvo, bueno, los míos.

¿Y ahora qué? ¿Me quedaba ahí? ¿Le presentaba mis respetos a la viuda? ¿Para qué? ¿Para confundirla o para alterarla en su duelo? Y yo, viejo egoísta, ¿qué quería? ¿Quería verle de nuevo el rostro, verla llorar por la pérdida del amor de su vida?

Ni hablar. Miré el reloj. Había reservado un vuelo de regreso para aquella misma noche. Sí, acción rápida. Nada de líos, ni hoteles, ni gastos. Barato y efectivo.

Entre mis amigos había quien me solía recordar lo obvio, que yo había idealizado mi relación con Natalie de un modo irracional. Lo puedo entender. Siendo objetivos, le veo sentido al argumento. Pero el corazón no es objetivo. Yo, que rindo culto a los grandes pensadores, teóricos y filósofos de nuestro tiempo, nunca me rebajaría a usar un axioma tan tópico como el de «Simplemente lo sé». Pero es que lo sé. Sé lo que éramos Natalie y yo. Se lo veía en los ojos. No había ni el rastro de una sombra, y precisamente por eso no puedo entender lo que nos sucedió después.

En resumen, aún no lo entiendo.

Cuando Eric acabó y volvió a sentarse, lo único que se oía en la blanca capilla era el ruido de la gente limpiándose la nariz y sollozando discretamente. El sacerdote volvió al púlpito e indicó con las manos que nos pusiéramos en pie. En aquel momento aproveché la distracción general para salir. Crucé el sendero y volví a atrincherarme tras la palmera enana. Me apoyé en el tronco, lejos de la vista de cualquiera que saliese de la capilla.

—¿Está bien?

Me giré y vi a la camarera mona.

—Estoy bien, gracias.

—Un gran tipo, el doctor.

—Sí —asentí.

—¿Eran íntimos?

No respondí. Unos minutos más tarde, las puertas de la capilla se abrieron. El ataúd brillaba a la luz del sol. Cuando llegó cerca del coche fúnebre, los portadores —entre ellos Eric, el hijo— rodearon el féretro. Detrás iba una mujer con un gran sombrero negro. Rodeaba con un brazo a una niña de unos catorce años. Había un hombre alto a su lado. Ella se apoyó en él. El hombre se parecía un poco a Todd. Supuse que sería su hermano y ella, su hermana, pero no tenía la certeza. Los portadores levantaron el féretro y lo metieron en el coche fúnebre. A la mujer del sombrero negro y a la niña las condujeron al coche de acompañantes. El posible hermano alto les abrió la puerta. Eric entró tras ellas. Me quedé observando, mientras el resto de los asistentes salía de la capilla.

Aún no había ni rastro de Natalie.

Aquello no me pareció tan raro. A la luz de mi experiencia, podía tratarse de dos cosas: a veces la viuda era la primera en salir, junto al féretro, a veces incluso apoyando una mano encima. Y otras veces era la última, pues esperaba que la capilla se vaciara para recorrer el pasillo. Recuerdo que mi madre no había querido hablar con nadie en el funeral de mi padre. Llegó incluso a salir por una puerta lateral para evitar tener que atender a todos los familiares y amigos.

Vi cómo salían. Su dolor, como el calor sureño, se había convertido en algo vívido y palpitante. Era genuino y tangible. Aquellas personas no estaban ahí por pura cortesía. Le tenían cariño a aquel hombre. Estaban conmovidos por su muerte, pero... ¿Qué me esperaba? ¿O es que pensaba que Natalie me iba a cambiar por un perdedor? ¿No era mejor que me hubiera dejado por ese médico tan querido que por un indeseable?

Buena pregunta.

La camarera seguía allí de pie, a mi lado.

—¿De qué murió? —le pregunté.

—¿No lo sabe?

Meneé la cabeza. Silencio. Me giré hacia ella.

—Asesinado.

La palabra se quedó flotando en el aire húmedo, negándose a marcharse. La repetí.

—¿Asesinado?

—Sí.

Abrí la boca. La cerré. Volví a intentarlo.

—¿Cómo? ¿Por quién?

—Le pegaron un tiro, creo. No estoy segura de eso. La policía no sabe quién lo hizo. Creen que fue un robo que salió mal. Ya sabe, un tipo que entró en la casa sin saber que había alguien dentro.

Me quedé en blanco. De la capilla ya no salía más gente. Me quedé mirando la puerta, esperando que Natalie hiciera su aparición.

Pero no lo hizo.

El sacerdote salió y cerró las puertas tras de sí. Se situó frente al cortejo. El coche fúnebre se puso en marcha, con el coche de acompañantes tras él.

—¿Hay una puerta lateral? —pregunté.

—¿Qué?

—La capilla. ¿Tiene alguna otra puerta?

Ella frunció el ceño.

—No. Solo esa puerta.

El cortejo ya se había puesto en marcha. ¿Dónde demonios estaba Natalie?

—¿No va a ir al cementerio? —me preguntó la camarera.

—No.

—Me da la impresión de que no le iría mal una copa —observó, y me puso una mano en el brazo.

Aquello era difícil de rebatir. La seguí con paso vacilante hasta el bar y me dejé caer sobre el mismo taburete de antes. Me sirvió otro whisky. Yo no apartaba la vista del cortejo, de la puerta de la capilla, ni de la pequeña placita.

Ni rastro de Natalie.

—Me llamo Tess, por cierto.

—Jake.

—¿De qué conocía al doctor Sanderson?

—Fuimos a la misma universidad.

—¿De verdad?

—Sí. ¿Por qué?

—Usted parece más joven.

—Lo soy. Nos conocimos ya como exalumnos.

—Ah, vale. Eso cuadra.

—¿Tess?

—¿Sí?

—¿Conocías a la familia del doctor Sanderson?

—Su hijo, Eric, salió con mi sobrina. Un buen chaval.

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciséis, quizá diecisiete. Qué tragedia. Eric y su padre estaban muy unidos.

No sabía cómo abordar el tema, así que lo solté tal cual:

—¿Conoces a la esposa del doctor Sanderson?

—¿Usted no?

—No —mentí—. No llegamos a coincidir. Solo nos conocíamos de unos cuantos actos celebrados en la universidad. Él iba solo.

—Pues parece muy afectado para conocerlo solo de unos cuantos actos.

A eso no sabía cómo responder, así que hice una pausa y me tomé un buen trago.

—Bueno, es que... no la he visto en el funeral.

—¿Cómo lo sabe?

—¿El qué?

—Acaba de decirme que no la conocía. ¿Cómo lo sabe?

Desde luego, aquello no se me estaba dando nada bien.

—He visto fotos.

—Pues no debían de ser muy buenas.

—¿Qué quieres decir?

—Que estaba ahí. Ha salido justo detrás del féretro, con Katie.

—¿Katie?

—Su hija. Eric era uno de los portadores. Luego salió el hermano del doctor Sanderson con Katie y Delia.

Los recordaba, por supuesto.

—¿Delia?

—La esposa del doctor Sanderson.

La cabeza empezaba a darme vueltas.

—Pensaba que se llamaba Natalie.

Ella se cruzó de brazos y frunció el ceño.

—¿Natalie? No, se llama Delia. Ella y el doctor salían desde el instituto. Creció aquí mismo. Llevaban casados una eternidad.

Me la quedé mirando, pasmado.

—¿Jake?

—¿Qué?

—¿Está seguro de que no se ha equivocado de funeral?

Seis años

Подняться наверх