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No fui muy lejos.

Llegué al pueblo de Kraftboro, al que solo le faltaba una buena inyección de dinero y unas cuantas construcciones para ser un parque temático de la América profunda. Parecía sacado de una película antigua. Casi me esperaba ver un grupo de country con sombreros de paja tocando por la calle. Había un pequeño supermercado (el cartel decía precisamente «supermercado»), un viejo «molino» con un «centro de visitantes» sin nadie dentro, una gasolinera que también albergaba una barbería con una sola silla, y un café-librería. Natalie y yo habíamos pasado muchísimo tiempo en aquel café-librería. Era pequeño, así que no había muchos libros, pero sí tenía una mesita en un rincón a la que nos sentábamos para leer el periódico y tomar café. El local lo gestionaba Cookie, una panadera que había huido de la gran ciudad con su pareja, Denise. Ella siempre ponía Redemption’s Son, de Joseph Arthur, y O, de Damien Rice, discos que —sí, soy patético, lo reconozco— con el tiempo empecé a considerar como «nuestros discos». Me pregunté si Cookie seguiría allí. Cookie hacía unos scones que, según Natalie, eran los mejores scones de todos los tiempos. Por otra parte, a Natalie le encantaba ese tipo de bollo. Yo, en cambio, aún tengo dificultades para distinguir un scone de un panecillo duro.

¿Lo veis? Teníamos nuestras diferencias.

Aparqué a cierta distancia y recorrí a pie el mismo camino por el que había bajado dando tumbos seis años antes. La pasarela de madera que lo cubría se extendía casi cien metros. Al fondo, en el claro, vi la capilla blanca que tan familiar me resultaba, en el límite con la propiedad de la que me acababan de sacar a patadas. Estaba saliendo gente de algún servicio o reunión. Me quedé mirando a la gente, que se protegía del sol al salir. La capilla, por lo que yo sabía, era multiconfesional. Era más utilitaria que unitaria, un lugar de reunión más que un centro de devoción religiosa.

Esperé, sonriendo empáticamente, asintiendo como si fuera el señor Simpático, mientras una docena de personas me pasaban al lado en dirección al pueblo. Observé sus rostros, pero no reconocí a nadie de seis años atrás. No es que fuera una sorpresa.

Una mujer alta con un moño apretado esperaba sobre los escalones de la capilla. Me acerqué, sin dejar de mostrar mi sonrisa de señor Simpático.

—¿Puedo ayudarle? —se ofreció.

Buena pregunta. ¿Qué esperaba encontrar allí? No es que tuviera un plan, precisamente.

—¿Busca al reverendo Kelly? —preguntó—. Porque ahora mismo no está.

—¿Trabaja usted aquí?

—Más o menos. Soy Lucy Cutting, la secretaria. Es un puesto voluntario.

Me quedé inmóvil.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—No sé cómo plantearlo... Hace seis años asistí a una boda en esta capilla. Conocía a la novia, pero no al novio.

Sus ojos se entrecerraron un poco, más con curiosidad que con desconfianza. Seguí adelante.

—El caso es que hace poco vi una necrológica de un hombre llamado Todd. Así se llamaba el novio. Todd.

—Todd es un nombre bastante común —dijo ella.

—Sí, claro, pero también había una fotografía del difunto. Parecía... ya sé cómo suena, pero parecía el mismo hombre que se casó con mi amiga. El problema es que nunca supe el apellido de Todd, así que no sé si es él o no. Y si lo es... Bueno, me gustaría darle el pésame.

Lucy Cutting se rascó la mejilla.

—¿Y no puede llamar y ya está?

—Ojalá pudiera, pero no. —En eso estaba siendo sincero. Y me sentí a gusto por ello—. En primer lugar, no sé dónde vive ahora Natalie, que así se llama la novia. Creo que adoptó el apellido de su marido. Así que no puedo encontrarlos. Y por otra parte, para ser sincero, con ella tenía un pasado.

—Ya veo.

—Así que si el hombre que vi en la necrológica no era su marido...

—Puede que dar el pésame quede especialmente fuera de lugar —terminó la frase.

—Exactamente.

Se quedó pensativa.

—¿Y si fuera su marido?

Me encogí de hombros. Ella se rascó la mejilla de nuevo. Intenté poner cara de inocente, incluso de tímido, lo cual no encaja mucho con mi corpulencia. Solo me faltaba mover las pestañas cándidamente.

—Yo no estaba aquí hace seis años.

—Oh.

—Pero podemos consultar el registro de celebraciones. Siempre lo han mantenido inmaculado: cada boda, bautizo, comunión, circuncisión o lo que sea.

¿Circuncisión?

—Eso sería estupendo.

Se puso en marcha, indicándome el camino.

—¿Recuerda la fecha de la boda?

Me acordaba, por supuesto. Le di la fecha exacta.

Llegamos a una oficina pequeña. Lucy Cutting abrió un archivo, buscó dentro y sacó un libro de registro contable. Mientras lo hojeaba, vi que tenía razón. Los registros estaban inmaculados. Había columnas para la fecha, para el tipo de evento, para los participantes, hora de inicio y de final... Todo escrito con una caligrafía preciosa.

—A ver qué encontramos aquí...

Sacó las gafas de ver y se las puso. Se mojó el dedo índice con la ceremonia de una institutriz, pasó unas páginas más y encontró la que quería. Recorrió la página con el dedo, de arriba abajo. Cuando frunció el ceño, pensé: «Oh, oh».

—¿Está seguro de la fecha? —me preguntó.

—Sin ninguna duda.

—Pues no veo ninguna boda ese día. Hubo una dos días antes. Larry Rosen se casó con Heidi Fleisher.

—Esa no es —aseguré.

—¿Puedo ayudarles?

La voz nos sorprendió a los dos.

—Oh, hola, reverendo —dijo Lucy Cutting—. No le esperaba tan pronto.

Me giré, vi a aquel hombre y me entraron ganas de abrazarle de la alegría. Bingo. Era el mismo sacerdote de cabeza afeitada que había celebrado la boda de Natalie. Me tendió la mano para estrechar la mía, con una sonrisa ensayada ya a punto, pero cuando me vio la cara la sonrisa le tembló por un momento.

—Hola —dijo—. Soy el reverendo Kelly.

—Jake Fisher. Ya nos hemos visto antes.

Puso cara de escepticismo y se giró hacia Lucy Cutting.

—¿Qué pasa, Lucy?

—Estaba buscándole un registro a este caballero —explicó ella. Él escuchó con paciencia. Escruté su rostro, pero no estaba seguro de lo que veía; tan solo me pareció que, de algún modo, intentaba controlar sus emociones. Cuando Lucy acabó, se giró hacia mí y levantó las palmas de las manos—. Si no está en el registro...

—Usted estaba allí —dije yo.

—¿Perdone?

—Usted celebró la boda. Allí fue donde coincidimos.

—No lo recuerdo. Lo entenderá... Son muchas ceremonias.

—Tras la boda, usted estaba frente a la capilla, con la hermana de la novia. Una mujer llamada Julie Pottham. Cuando me acerqué, me dijo que era un día precioso para una boda.

El reverendo arqueó una ceja.

—¿Cómo podría haber olvidado algo así?

El sarcasmo no suele quedarles bien a los hombres de la Iglesia, pero al reverendo Kelly le quedaba que ni pintado. Insistí.

—La novia se llamaba Natalie Avery. Era pintora, y estaba en el refugio Creative Recharge.

—¿El qué?

—El Creative Recharge. Son los dueños de este terreno, ¿no?

—¿De qué está hablando? Este terreno es propiedad del municipio.

No quería discutir sobre propiedades y límites en aquel momento. Intenté otra vía.

—La boda. Fue casi improvisada. Quizá por eso no figura en el registro.

—Perdone, señor...

—Fisher. Jake Fisher.

—Señor Fisher, en primer lugar, aunque fuera una boda de última hora, sin duda estaría registrada. En segundo... Bueno, no entiendo muy bien qué es lo que busca.

Lucy Cutting respondió por mí.

—El apellido del novio.

—Esto no es un servicio de información, señorita Cutting —dijo él, echándole una mirada.

Ella bajó la vista, escarmentada.

—Tiene que recordar la boda —insistí yo.

—Lo siento, no la recuerdo.

Me acerqué a él, mirándole fijamente.

—Sí la recuerda. Sé que la recuerda.

Oí la desesperación en mi propia voz, y no me gustó. El reverendo Kelly intentó sostenerme la mirada, pero no lo conseguía.

—¿Me está llamando mentiroso?

—La recuerda —dije yo—. ¿Por qué no quiere ayudarme?

—No la recuerdo —repitió él—. Pero ¿por qué está tan interesado en encontrar a la mujer de otro hombre o, si su historia es cierta, a una viuda reciente?

—Para darle el pésame —dije yo.

Mis palabras, huecas, se quedaron flotando en el aire como gotas de humedad. Nadie se movió. Nadie habló. Por fin el reverendo Kelly rompió el silencio.

—Cualesquiera que sean sus motivos para encontrar a esta mujer, no tenemos ningún interés en formar parte de este asunto. —Se apartó y me mostró la puerta—. Creo que lo mejor será que se vaya de inmediato.

Una vez más, afligido por la traición y el desengaño, recorrí el camino hacia el centro del pueblo. Casi entendía la postura del reverendo. Si recordaba la boda —y yo sospechaba que sí—, no querría darle al novio abandonado de Natalie ninguna información que no tuviera ya. Parecía una hipótesis extrema por mi parte, pero al menos tenía cierto sentido. Lo que yo no podía entender, lo que no tenía ningún sentido, era que Lucy Cutting no hubiera encontrado nada en los registros, puntillosos de puro impecables, sobre la boda de Natalie y Todd. ¿Y por qué demonios nadie había oído hablar del refugio Creative Recharge?

Nada encajaba.

¿Y ahora qué? Había llegado allí con la esperanza de... ¿De qué? En primer lugar, de enterarme del apellido de Todd. Aquello habría aclarado las cosas enseguida. O si no, de alguien que aún siguiera en contacto con Natalie. Aquello también habría arreglado las cosas enseguida.

«Prométemelo, Jake. Prométeme que nos dejarás en paz».

Aquellas habían sido las últimas palabras que me había dirigido el amor de mi vida. Las últimas. Y ahí estaba yo, seis años más tarde, volviendo al lugar donde había empezado todo, para romper mi palabra. Aquel pensamiento podía resultar irónico, pero a mí no me lo parecía.

Al llegar al centro del pueblo, el suave aroma de pastas frescas me hizo parar. El Kraftboro Bookstore Café. Los scones favoritos de Natalie. Pensé en ello y decidí que valía la pena intentarlo.

Cuando abrí la puerta, sonó una campanilla, pero aquel sonido enseguida pasó a un segundo plano. Elton John estaba cantando que el niño se llamaba Levon, y que sería un buen hombre. Sentí un escalofrío. Ambas mesas estaban ocupadas; entre ellas, por supuesto, nuestra favorita. Me la quedé mirando, como un tonto, y por un momento tuve la impresión de que oía la risa de Natalie. Un hombre con una gorra de béisbol granate entró detrás de mí. Yo seguía bloqueando el paso.

—Uh, perdone —dijo.

Me eché a un lado para dejarle pasar. Los ojos se me fueron a la barra. Había una mujer con una melena rubia y rizada que llevaba una camiseta teñida de violeta. Estaba de espaldas, pero no había duda. Era Cookie. El corazón me dio un salto. Se giró, me miró y sonrió.

—¿Qué te puedo ofrecer?

—Hola, Cookie.

—Hola.

Silencio.

—¿Te acuerdas de mí?

Ella se estaba limpiando el azúcar lustre de las manos con un trapo.

—Se me dan mal las caras, pero peor aún los nombres. ¿Qué te pongo?

—Yo solía venir por aquí —dije—. Hace seis años. Mi novia se llamaba Natalie Avery. Solíamos sentarnos en la mesa de la esquina.

Asintió, pero no como si recordara. Asintió como quien le da la razón a un lunático.

—Por aquí vienen muchos clientes. ¿Café? ¿Un dónut?

—A Natalie le encantaban tus scones.

—Pues un scone, entonces. ¿De arándanos?

—Me llamo Jake Fisher. Estaba escribiendo mi disertación sobre el imperio de la ley. Tú solías preguntarme por ella. Natalie era una artista, estaba en el refugio para artistas. Solía sacar su bloc de dibujo en aquella esquina. —Señalé hacia aquel lugar, como si aquello importara—. Hace seis años. En verano. ¡Pero si fuiste tú quien hiciste que me fijara en ella!

—Ya —dijo ella, jugando con las cuentas de su collar como si fueran cuentas de un rosario—. ¿Sabes? Eso es lo bueno de llamarse Cookie. La gente no olvida un nombre como Cookie. Se queda en la mente. Pero lo malo es que, como todo el mundo recuerda tu nombre, se creen que tú también recordarás el suyo. ¿Entiendes?

—Entiendo —asentí. Y luego—: ¿De verdad no te acuerdas?

No se molestó en responder. Paseé la mirada por el café. La gente empezaba a mirar desde las mesas. El tipo con la gorra de béisbol granate estaba mirando las revistas, fingiendo que no oía nada. Me giré hacia Cookie.

—Un café corto, por favor.

—¿No quieres un scone?

—No, gracias.

Cogió una taza y empezó a llenarla.

—¿Aún sigues con Denise? —le pregunté.

Se puso rígida.

—Ella también solía trabajar en el refugio en la colina —le expliqué—. Así es como la conocí.

Vi que Cookie tragaba saliva.

—Nunca trabajamos en el refugio.

—Claro que sí. El Creative Recharge, subiendo por el camino. Denise repartía el café y tus scones.

Acabó de servir el café y me lo puso enfrente, sobre la barra.

—Mira, lo siento, tengo trabajo que hacer.

Me acerqué más a ella.

—A Natalie le encantaban tus scones.

—Ya me lo has dicho.

—Las dos hablabais mucho de ellos, todo el rato.

—Yo hablo con mucha gente sobre mis scones, ¿vale? Siento no acordarme de ti. Probablemente habría tenido que ser más educada y fingir que sí, decir: «Ah, sí, tú y tu novia, a la que tanto le gustaban los scones, ¿cómo os va?». Pero no lo he hecho. Aquí tienes el café. ¿Puedo ofrecerte algo más?

Saqué mi tarjeta, con todos mis números.

—Si recuerdas algo...

—¿Puedo ofrecerte algo más? —repitió, con la voz algo más crispada.

—No.

—Entonces me debes un dólar con cincuenta. Que pases un buen día.

Seis años

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