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Volví al aeropuerto y cogí el vuelo siguiente de regreso. ¿Qué otra cosa podía hacer? Supongo que podría haberme acercado a la doliente viuda, en el mismo cementerio, y preguntarle por qué su difunto marido se había casado con el amor de mi vida seis años antes, pero en aquel momento me pareció poco apropiado. Y yo soy un tipo sensible.

Así que, teniendo en cuenta lo caro que me había costado el billete, que no admitía cambios y que al día siguiente tenía clases y citas con mis alumnos, me metí a regañadientes en uno de esos aviones de bajo coste, demasiado pequeños para tipos de mi tamaño, doblando las piernas hasta el punto de que las rodillas casi me tocaban la barbilla, y volé de regreso a Lanford. Vivo en una residencia impersonal del campus, hecha toda de ladrillo. Siendo generoso, la decoración podría calificarse de «funcional». Era limpia y confortable, supongo, con uno de esos sofás con chaise longue que se ven anunciados en los centros comerciales de carretera por seiscientos noventa y nueve dólares. El efecto general es, supongo, más anodino que desagradable, pero quizás eso sea lo que me digo yo para consolarme. La pequeña cocina tiene un microondas y un hornillo eléctrico auxiliar —también tiene un horno de verdad, pero no creo que lo haya usado nunca—, y el lavavajillas se avería a menudo. Como habréis supuesto, no recibo muchas visitas.

Eso no quiere decir que no saliera con mujeres, o que no tuviera relaciones sentimentales. Las tenía, aunque la mayoría de ellas tenían fecha de caducidad de tres meses. Algunos lo atribuían al hecho de que Natalie y yo hubiéramos durado poco más de tres meses, pero yo no. No, no sigo sufriendo por ello. No me duermo cada noche entre lágrimas, ni nada de eso. Lo he superado, o eso me digo a mí mismo. Pero sí siento un vacío, por cursi que suene eso. Y —me guste o no— aún pienso en ella todos los días.

¿Ahora, qué?

El hombre que se había casado con la mujer de mis sueños aparentemente estaba casado con otra mujer, por no mencionar que estaba..., bueno, muerto. Por decirlo de otro modo, Natalie no estaba en el funeral de su marido. Eso parecía legitimar algún tipo de respuesta por mi parte, ¿no?

Recordé mi promesa de seis años atrás. Natalie me había dicho: «Prométeme que nos dejarás en paz». A nosotros. No a él o a ella. A riesgo de parecer frío o quizás estricto, ese «nosotros» ya no existía. Todd estaba muerto. Eso significaba —yo al menos lo creía firmemente— que la promesa, en caso de que mantuviera la vigencia, dado que el «nosotros» ya no existía, debía considerarse nula y carente de valor.

Encendí el ordenador, esperé a que arrancara —sí, era viejo— e introduje «Natalie Avery» en el buscador. Apareció una lista de enlaces. Empecé a examinarlos, pero enseguida me desanimé. La página de su antigua galería aún presentaba alguna de sus pinturas. Pero no habían añadido nada en..., bueno, seis años. Encontré algunos artículos sobre inauguraciones de exposiciones y cosas así, pero también eran viejos. Apreté el botón de «Más resultados». Había dos enlaces a las páginas blancas, pero en uno la tal Natalie Avery tenía setenta y nueve años y estaba casada con un hombre llamado Harrison. La otra tenía sesenta y seis y estaba casada con un tal Thomas. Luego estaban las típicas páginas que salen con cualquier nombre: sitios de genealogía, redes sociales de exalumnos de instituto y de universidad, ese tipo de cosas.

Pero lo cierto es que nada de eso parecía relevante.

¿Qué le había pasado a mi Natalie?

Decidí buscar a Todd Sanderson, a ver qué encontraba. En efecto, era médico (y, en concreto, cirujano). Impresionante. Tenía la consulta en Savannah (Georgia), y estaba afiliado al Memorial University Medical Center. Su especialidad era la cirugía estética. Eso podía significar tanto que rectificara paladares como que pusiese tetas. Tampoco me parecía que aquello fuera una información relevante. El doctor Sanderson no estaba muy metido en las redes sociales. No tenía cuenta de Facebook, de LinkedIn ni de Twitter. Nada de eso.

Había unas cuantas referencias a Todd Sanderson y su esposa, Delia, en varias funciones benéficas para una organización llamada Fresh Start, pero tampoco aquello explicaba nada nuevo. Intenté combinar su nombre con el de Natalie. Cero. Me tumbé y pensé un momento. Luego volví a acercarme a la pantalla y probé con su hijo, Eric Sanderson. Era solo un chaval, así que no esperaba encontrar mucho, pero me imaginaba que tendría perfil en Facebook. Empecé por ahí. Los padres a menudo deciden no tener página de Facebook, pero no conocía a ningún estudiante que no la tuviera.

Unos minutos más tarde, obtuve premio. Eric Sanderson, de Savannah (Georgia).

La fotografía del perfil resultaba emotiva: era Eric con su difunto padre, Todd. Ambos sonreían sosteniendo un gran pescado de algún tipo, no sin esfuerzo, pero encantados. Una excursión de pesca con padre e hijo, pensé, con la comezón de un hombre que desea ser padre. El sol se ponía tras ellos, tenían el rostro a la sombra, pero irradiaban una satisfacción que atravesaba el monitor de mi ordenador. Me sacudió un pensamiento extraño.

Todd Sanderson era un buen hombre.

Sí, no era más que una fotografía y, sí, era consciente de que la gente puede fingir una sonrisa o toda una vida, pero en este caso percibía la bondad.

Eché un vistazo al resto de las fotografías de Eric. La mayoría eran de Eric y sus amigos —al fin y al cabo era un adolescente— en el colegio, en fiestas y en acontecimientos deportivos. Lo normal. ¿Por qué todo el mundo pone morritos o hace gestos con las manos en las fotos últimamente? ¿Qué significa? Pensar en eso carecía de interés en aquel momento, pero la mente va donde va.

Había un álbum titulado simplemente «Familia», con fotos de diferentes años. En algunas Eric era un bebé. Luego aparecía su hermana. Luego estaba el viaje a Disney World, otras vacaciones de pesca, cenas en familia, la confirmación en la iglesia y partidos de fútbol. Las repasé todas.

Todd no llevaba el cabello largo. En ninguna. Y en todas estaba perfectamente afeitado.

¿Qué significaba eso?

Ni idea.

Hice clic en el muro de Eric, o lo que sea que se llame la página inicial. Había decenas de mensajes de condolencia.

«Tu padre era el mejor. Lo siento un montón».

«Si puedo hacer algo, ya sabes».

«RIP, Dr. S. Molaba mogollón».

«Nunca olvidaré cuando tu padre ayudó a mi hermana».

Entonces vi uno que me hizo detenerme:

«Una tragedia sin sentido. Nunca comprenderé la crueldad de los seres humanos».

Seleccioné «Posts antiguos». Allí, seis más abajo, encontré otro que me llamó la atención:

«Espero que pillen al &&brón que lo ha hecho y lo frían».

Abrí una página de búsqueda e intenté encontrar algo más. No tardé mucho en dar con un artículo:

HOMICIDIO EN SAVANNAH

Cirujano asesinato

Todd Sanderson, conocido cirujano involucrado en labores humanitarias, fue asesinado anoche en su casa en lo que la policía cree que debió de ser un intento de robo fallido.

Alguien intentó abrir la puerta de mi habitación, pero estaba cerrada con llave. Oí que arrastraban el felpudo —en un alarde de originalidad, escondía la llave de repuesto debajo— y entonces que metían la llave en la cerradura. La puerta se abrió y entró Benedict.

—¡Eh! —dijo—. ¿Surfeando en busca de porno?

—Ya nadie dice «surfear» —respondí, frunciendo el ceño.

—Soy de la vieja escuela. —Benedict se fue hasta la nevera y sacó una cerveza—. ¿Qué tal el viaje?

—Sorprendente.

—Cuenta.

Lo hice. A Benedict se le daba muy bien escuchar. Era uno de esos tipos que escuchan cada palabra de lo que dices y que mantienen la atención, sin ponerse a hablar de otras cosas. Eso tampoco es fingido, y no lo hace solo con sus mejores amigos. Le fascina la gente. Yo diría que es su mayor virtud como profesor, pero probablemente sería más acertado decir que es su mayor virtud como donjuán. Las mujeres solteras tienen defensas contra casi todas las técnicas de ligue, pero ¿un tío que se preocupa de verdad por lo que dicen? Aprendices de gigoló, tomad nota.

Cuando acabé, Benedict echó un trago a su cerveza.

—Caray. O sea..., caray. Es todo lo que puedo decir.

—¿Caray?

—Sí.

—¿Estás seguro de que no eres profesor de lengua?

—Ya sabes —dijo, lentamente— que tal vez haya una explicación lógica para todo esto, ¿no?

—¿Como cuál?

Se frotó la barbilla.

—Quizá Todd sea uno de esos tíos con varias familias, solo que unos no saben de los otros.

—¿Eh?

—Mujeriegos que tienen varias mujeres, e incluso niños, y unos viven en Denver, pongamos por caso, y los otros en Seattle, y él reparte su tiempo entre unos y otros, y ellos no saben nada del asunto. En Dateline salen casos así continuamente. Son bígamos. O polígamos. Y mantienen esa situación durante años.

Hice una mueca.

—Si esa es tu explicación lógica, me gustaría oír tu explicación descabellada.

—Me parece bien. ¿Qué tal si te doy la más obvia?

—¿La explicación más obvia?

—Sí.

—Adelante.

Benedict abrió los brazos.

—No es el mismo Todd.

No dije nada.

—Tú no recuerdas el apellido del tipo, ¿no?

—No.

—¿Y cómo estás seguro de que es el mismo tío? Todd no es el nombre más raro del mundo. Piénsalo, Jake. Ves una foto seis años más tarde, tu mente te juega una mala pasada y, ¡voilà!, piensas que es tu archienemigo.

—No es mi archienemigo.

—No era tu archienemigo. Está muerto, ¿recuerdas? Eso lo pone en pasado. Ahora en serio, ¿quieres la explicación más evidente? —Se acercó—. Es un simple caso de identificación errónea.

Eso, por supuesto, ya me lo había planteado. Incluso había considerado la posibilidad de que fuera un farsante bígamo. Ambas tenían más sentido que... ¿que qué? ¿Qué otra opción había? ¿Qué otra explicación —obvia, lógica o descabellada— podía tener aquello?

—¿Y bien? —preguntó Benedict.

—Tiene sentido.

—¿Lo ves?

—Este Todd (el doctor Todd Sanderson) tenía un aspecto diferente del Todd de Natalie. Tenía el cabello más corto. E iba bien afeitado.

—Pues ahí lo tienes.

Aparté la mirada.

—¿Qué?

—No estoy muy convencido.

—¿Por qué no?

—Primero, porque al hombre lo han asesinado.

—¿Y qué? Si acaso, eso refuerza mi teoría del polígamo. No sabía con quién se la jugaba, y ¡zasca!

—Venga, hombre. Ni tú te lo crees.

Benedict se reclinó en la silla y empezó a tirarse del labio inferior con dos dedos.

—Te dejó por otro hombre.

Esperé a que dijera algo más. No lo hizo, y respondí:

—Oh, sí, Capitán Obvio. Ya lo sé.

—Fue duro para ti. —Ahora sonaba triste, melancólico—. Lo entiendo. Lo entiendo más de lo que tú te crees. —Pensé en la fotografía, en el amor que había perdido, en la cantidad de personas que vamos por ahí con algún dolor en el corazón que nunca mostramos en público—. Estabas enamorado. Así que no puedes aceptarlo: ¿cómo iba a dejarte por otro hombre?

Fruncí el ceño de nuevo, pero sentía una punzada en el pecho.

—¿Estás seguro de que no eres profesor de psicología?

—Lo deseas tanto, deseas tanto esta segunda oportunidad, esta oportunidad de redención, que te niegas a ver la verdad.

—¿Y cuál es la verdad, Benedict?

—Que se ha ido —dijo, simple y llanamente—. Que te dejó tirado. Nada de esto cambia esos hechos.

Tragué saliva e intenté afrontar aquella realidad cristalina.

—Creo que hay algo más.

—¿Como qué?

—No lo sé —reconocí.

Benedict se lo pensó un momento.

—Pero no vas a cejar en tu empeño y querrás descubrirlo, ¿verdad?

—Exacto —respondí—. Pero no hoy. Ni, probablemente, mañana.

Benedict se encogió de hombros, se puso en pie y cogió otra cerveza.

—De acuerdo. ¿Cuál es el paso siguiente?

Seis años

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