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Para eso no tenía respuesta, y se estaba haciendo tarde. Benedict sugirió ir a un bar y luego de marcha. A mí me parecía un plan estupendo, pero tenía ejercicios que corregir, así que tuve que declinar la oferta. Conseguí corregir unos tres antes de darme cuenta de que no estaba concentrado y de que puntuar ejercicios en aquel estado no sería justo para mis estudiantes.

Me hice un bocadillo e intenté buscar de nuevo el nombre de Natalie, esta vez haciendo una búsqueda en «Imágenes». Vi una vieja fotografía suya de un currículo. La imagen me impresionó tanto que tuve que cerrarla. Encontré algunas de sus antiguas pinturas. Varias de ellas representaban mis manos y mi torso. Aquello no solo me trajo recuerdos dolorosos, sino que además me los plantó delante como una bofetada. El modo en que ladeaba la cabeza, la luz del sol que entraba por la claraboya de su estudio, aquella mirada concentrada en su rostro, la sonrisa juguetona cuando hacía una pausa. Los recuerdos casi me hicieron doblarme en dos del dolor. La echaba muchísimo de menos. La echaba de menos con un dolor que era físico y algo más. Lo había bloqueado de manera intermitente durante seis años, pero de pronto la nostalgia había vuelto como una marea, tan intensa como el último día que hicimos el amor en la cabaña de aquel refugio.

A la mierda todo.

Quería verla, y no me importaban las consecuencias. Si Natalie podía mirarme a los ojos de nuevo y darme puerta otra vez, ya lo afrontaría llegado el momento. Pero no en ese momento. No esa noche. Lo único que quería en ese instante era encontrarla.

Vale, poco a poco. Las cosas hay que pensarlas. ¿Qué iba a tener que hacer? Primero, tendría que descubrir si Todd Sanderson era el Todd de Natalie. Había muchos indicios que hacían pensar, tal como había planteado Benedict, que aquello no era más que un caso de identificación errónea.

¿Cómo podría demostrar una cosa o la otra?

Tenía que descubrir algo más de él. Por ejemplo, ¿qué podía estar haciendo el doctor Todd Sanderson, felizmente casado y padre de dos hijos en Savannah, en un refugio de artistas de Vermont seis años antes? Tenía que encontrar más fotos suyas. Tenía que buscar más información de fondo, empezando...

Empezando por allí mismo. Por Lanford.

Eso era. La universidad conservaba los archivos de todos los alumnos, aunque solo eran accesibles para el alumno, o con permiso del alumno. Yo había visto los míos hacía unos años. En general no había encontrado nada digno de mención, salvo que mi profesor de español de primero, asignatura que acabé dejando colgada, sospechaba que yo tenía problemas de «adaptación» y quizá me fuera bien ver al psicólogo de la universidad. Aquello era una gilipollez, por supuesto. Se me daba fatal el español —las lenguas extranjeras eran mi talón de Aquiles—, y en primero se puede dejar una asignatura sin que ello afecte a la media académica. La nota estaba escrita a mano por el profesor, y de algún modo aquello lo empeoraba todo.

¿De qué serviría?

Podía ser que hubiera algo en la ficha de Todd —si es que encontraba el modo de llegar a ella— que me dijera algo de él. Alguien podría preguntar: «¿Como qué?», a lo que yo respondería: «No tengo ni la menor idea». Aun así, me pareció un punto de partida.

¿Y qué más?

Lo evidente: investigar a Natalie. Si descubría que seguía felizmente casada con Todd, dejaría todo eso de inmediato. Aquel era el camino más directo, ¿no? La pregunta era: ¿cómo?

Seguí con mi búsqueda por internet, esperando dar con una dirección o alguna pista, pero no había absolutamente nada. Sé que hoy en día se supone que vivimos toda nuestra vida en línea, pero resultó no ser el caso. Si una persona quería mantenerse en la sombra, podía hacerlo. Le costaría lo suyo, pero la verdad es que se podía vivir fuera de la red.

La pregunta, más bien, era: ¿merecía la pena el esfuerzo?

Me planteé llamar a su hermana, si es que podía encontrar su número, pero... ¿qué le diría exactamente? «Eh, hola... Soy Jake Fisher, el antiguo..., esto..., rollo de tu hermana. Hum. ¿Sabes si ha muerto el marido de Natalie?»

Quizá fuera una táctica poco diplomática.

Recordé haber oído una conversación telefónica entre las dos hermanas en la que Natalie, emocionada, le decía a Julie: «Espera a conocer a mi novio...». Y sí, por fin nos conocimos. Más o menos. En la boda de Natalie con otro hombre.

Su padre estaba muerto. Su madre... Bueno, el problema sería el mismo que con su hermana. Los amigos de Natalie... Eso también sería complicado. Natalie y yo habíamos vivido juntos en sendos refugios en Kraftboro, en Vermont. Yo estaba en uno para escribir mi tesis de ciencias políticas. Natalie hacía sus piezas en una granja-refugio cercana. Se suponía que yo tenía que quedarme seis semanas. Al final me quedé el doble: en primer lugar, porque conocí a Natalie, y en segundo lugar, porque no me concentraba en mi tesis después de conocerla. Nunca había visitado su ciudad natal, en el norte de Nueva Jersey, y ella solo había acudido al campus en una visita breve. Nuestra relación se había desarrollado en aquella burbuja de Vermont.

Casi puedo ver vuestras cabezas asintiendo. Ah, pensaréis, eso lo explica todo. Era un romance de verano, construido en un mundo irreal, sin responsabilidades ni contacto con la realidad. En esas condiciones es fácil que nazcan el amor y la obsesión, pero sin que arraiguen, marchitándose y muriendo después, con la llegada del frío en septiembre. Natalie, que era la más sensata de los dos, veía y aceptaba aquella verdad. Yo no.

Entiendo ese planteamiento. Lo único que puedo decir es que es erróneo.

La hermana de Natalie se llamaba Julie Pottham. Hacía seis años, Julie estaba casada y tenía un bebé. La busqué por internet. Esta vez no me llevó mucho tiempo. Julie vivía en Ramsey, en Nueva Jersey. Apunté el número de teléfono en un papel —al igual que Benedict, también tengo cosas de la vieja escuela— y me lo quedé mirando. Al otro lado de la ventana oía las risas de los estudiantes. Era medianoche. Demasiado tarde para llamar. Además, quizá fuera mejor consultar una decisión así con la almohada. Mientras tanto, tenía exámenes que corregir. Y una clase que preparar para el día siguiente. Tenía una vida que vivir.

No tenía sentido intentar dormir. Me concentré en los trabajos de mis alumnos. La mayoría eran aburridísimos y previsibles, escritos como para cumplir las instrucciones de un profesor de instituto. Eran estudiantes modelo que sabían escribir redacciones de matrícula de honor para el instituto, con su párrafo de presentación, sus frases introductorias, su desarrollo y todas esas cosas que hacen que una exposición sea sólida y absolutamente tediosa. Tal como he mencionado antes, mi trabajo consiste en que desarrollen un pensamiento crítico. Yo siempre le había dado más importancia a eso que al hecho de que recordaran las doctrinas filosóficas específicas de Hobbes o Locke, por ejemplo. Eso siempre se podía consultar. Lo que yo esperaba era que mis estudiantes aprendieran al mismo tiempo a respetar y a mandar al carajo a Hobbes y a Locke. Quería no solo que salieran de la caja para pensar, sino también que al salir de la caja la hicieran añicos.

Algunos lo iban consiguiendo. La mayoría, aún no. Pero por otra parte, si todos lo consiguieran a la primera, ¿qué sentido tendría mi trabajo?

A eso de las cuatro de la mañana me fui a la cama con la esperanza de conciliar el sueño. No fue así. Hacia las siete ya estaba decidido: llamaría a la hermana de Natalie. Recordé la sonrisa de autómata en la capilla blanca, el rostro pálido, el modo en que me preguntó si estaba bien, como si me entendiera de verdad. Quizás encontrara en ella una aliada.

En cualquier caso, ¿qué podía perder?

La noche anterior había sido demasiado tarde para llamar. Ahora era demasiado pronto. Me di una ducha y me preparé para mi clase sobre el imperio de la ley, a las ocho en el Vitale Hall. Llamaría a la hermana de Natalie en cuanto acabara la clase.

Yo me esperaba una clase fácil. Obviamente yo estaba distraído y, afrontémoslo, las ocho de la mañana era demasiado pronto para la mayoría de los estudiantes. Pero no ese día. Ese día los alumnos estaban de lo más animados, levantando la mano y haciendo planteamientos y contraplanteamientos con energía, pero sin animosidad. Yo, por supuesto, no me alineé con ninguna posición. Hice de moderador, y me quedé maravillado. La clase estaba enchufadísima. Por lo general, en la primera clase del día, el minutero del reloj se movía como si estuviera untado de melaza. Esta vez me daban ganas de levantar la mano, agarrar esa estúpida manija y pararla para que no avanzara tan rápido. Disfruté de cada momento. Los noventa minutos me pasaron volando, y me di cuenta, una vez más, de lo afortunado que era por tener aquel trabajo.

Afortunado en el trabajo, desgraciado en amores. O algo parecido.

Me dirigí a mi despacho en la Clark House para hacer la llamada. Me paré junto a la mesa de la señora Dinsmore y le regalé mi sonrisa más irresistible. Ella frunció el ceño y dijo:

—¿Hoy en día eso funciona con las solteras?

—¿El qué? ¿La sonrisa encantadora?

—Sí.

—A veces.

Ella sacudió la cabeza.

—Y dicen que no hay que preocuparse por el futuro... —dijo la señora Dinsmore, con un suspiro, mientras ordenaba unos papeles—. Vale, finja que me ha puesto caliente y nerviosísima. ¿Qué quiere?

Intenté quitarme de la mente la imagen de aquella mujer caliente y nerviosísima. No era fácil.

—Necesito encontrar la ficha de un alumno.

—¿Tiene el permiso del alumno?

—No.

—De ahí la sonrisa encantadora.

—Exacto.

—¿Es uno de sus alumnos actuales?

Recuperé la sonrisa.

—No. Nunca ha sido alumno mío.

Ella arqueó una ceja.

—De hecho, se licenció hace veinte años.

—Está de broma, ¿no?

—¿Tengo pinta de estar de broma?

—De hecho, con esa sonrisa, tiene pinta de estar estreñido. ¿Cómo se llama el alumno?

—Todd Sanderson.

Se recostó en la silla y se cruzó de brazos.

—¿No acabo de leer su obituario en la página de exalumnos?

—Exactamente.

La señora Dinsmore me escrutó el rostro. La sonrisa había desaparecido. Unos segundos más tarde, volvió a ponerse las gafas de leer y dijo:

—Veré qué puedo hacer.

—Gracias.

Entré en mi despacho y cerré la puerta. Se habían acabado las excusas. Eran casi las diez. Saqué el papel y miré el número que había apuntado la noche anterior. Cogí el teléfono, apreté el botón de la línea exterior y marqué.

Había ensayado lo que iba a decir, pero no había encontrado nada que pudiera sonar juicioso, así que pensé que más valía improvisar. El teléfono sonó dos veces, luego tres. Probablemente Julie no respondería. En realidad, ya nadie responde al teléfono, sobre todo cuando la llamada procede de un número desconocido. La identificación de llamada diría «Lanford College». No sabía si eso animaría a responder o no.

Lo cogieron al cuarto tono. Apreté el auricular con fuerza y esperé.

—¿Diga? —respondió la voz de una mujer.

—¿Julie?

—¿Quién es, por favor?

—Soy Jake Fisher.

Nada.

—Salía con tu hermana.

—¿Cómo dice que se llama?

—Jake Fisher.

—¿Nos conocemos?

—Más o menos. Quiero decir que ambos estábamos en la boda de Natalie...

—No entiendo. ¿Quién es usted, exactamente?

—Antes de que Natalie se casara con Todd, esto..., salíamos juntos.

Silencio.

—¿Oye?

—¿Es una broma?

—¿Qué? No. En Vermont. Tu hermana y yo...

—No sé quién es usted.

—Hablabas mucho con tu hermana por teléfono. Incluso os oí a las dos hablando de mí. Después de la boda, me pusiste la mano en el brazo y me preguntaste si estaba bien.

—No tengo ni idea de qué está hablando.

Tenía el auricular agarrado con tanta fuerza que temí que pudiera romperlo en pedazos.

—Como te decía, Natalie y yo salíamos...

—¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué me llama?

Vaya, esa era una buena pregunta.

—Quería hablar con Natalie.

—¿Qué?

—Solo quería asegurarme de que está bien. He visto la necrológica de Todd, y pensé en llamar para, no sé, darle mi pésame.

Más silencio. Lo aguanté todo lo que pude.

—¿Julie?

—No sé quién es usted ni de qué está hablando, pero no vuelva a llamar a este número. ¿Me entiende? Nunca.

Y colgó.

Seis años

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