Читать книгу Cicatrices - Heine T. Bakkeid - Страница 23
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ОглавлениеAparcamos frente a la comisaría de Drammen y nos dirigimos a la entrada principal. En el recibidor, vemos a un agente. Medirá alrededor de un metro ochenta, es delgado y se mueve como un ladrón. Balancea los brazos, da pasos exageradamente largos y camina de un lado a otro hasta que nos ve y se acerca a la puerta.
—Me alegro de volver a verte, Milla —dice cuando abre y nos invita a pasar.
El policía tiene el pelo de color gris, rapado por la nuca y cortado a capas y disparado hacia un lado, como el tejado de la comisaría. Tiene la cara estrecha y la piel clara, casi rosácea; la boca demasiado pequeña, con los labios carnosos, como un pez.
—Iver Isaksen —dice mientras me tiende la mano—, inspector —prosigue y me aprieta fuerte la mía.
—Encantado —respondo.
—Bueno, ahora que el distrito de Søndre Buskerud forma parte del distrito de Sør-Øst con sede en Tønsberg, lo de que soy inspector solo lo dice el título, pero el caso es que la administración ha decidido mantener los títulos después de la reestructuración.
Su propia reflexión le dibuja una sonrisa de oreja a oreja, y me aprieta más fuerte la mano. Iver Isaksen me recuerda a un edificio entre muchos otros edificios. Parece uno de esos policías domésticos, de interior, que solo salen del despacho en caso de incendio. Un policía político, un hombre de manual que se pone multas de aparcamiento a sí mismo y siempre santifica las fiestas.
—Así que eres el sustituto de Robert —comenta Iver de camino al ascensor.
—¿Lo conocías? —le pregunto con curiosidad.
—Sí. Trabajaba aquí, de hecho.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—Venía de Kripos y estuvo con nosotros hasta el 2011, cuando solicitó el traslado a la jefatura de policía de Grønlandsleiret, al departamento de investigación.
Subimos unos cuantos pisos en el ascensor y seguimos a Iver hasta un despacho al fondo de un pasillo abierto.
—¿Cuándo hablaste con él por última vez? —pregunto cuando ya estamos sentados en su despacho.
Los libros en las estanterías, las cosas del escritorio, los carteles de antiguas campañas y las fotos con compañeros en uniforme en las paredes. Todo tiene su sitio en la sala y está colocado con absoluta precisión.
—Bueno. —Iver se acomoda en la silla, apoya las manos en la mesa y gira un pulgar sobre el otro mientras me mira con los ojos entornados—. Creo que sería más o menos cuando murió, pero no me acuerdo bien y para estas cosas conviene andarse con pies de plomo.
—Estás sentado.
—¿Cómo? —pregunta, y deja de dar vueltas a los pulgares—. ¿Qué quieres decir?
—Has dicho que conviene andarse con pies de plomo y estás sentado. Y los policías que no se acuerdan de algo... —digo, y dejo la frase a medias.
Iver se reclina en el asiento y sonríe.
—¿Qué pasa con ellos? —me pregunta con tono desafiante.
De repente me doy cuenta de que Iver es algo más que un policía serio que no sale de la comisaría, al contrario de lo que me había parecido al principio.
—Pasa que no existen —respondo, y añado—: ¿Quién es Kenny?
—Eh... —Iver mira a Milla, que está sentada a mi lado. Parece nerviosa e inquieta—. Kenny llegará enseguida. Le entró hambre y salió a comprar algo de comer.
—¿Rosquillas?
—¿Eh? No, creo...
—Dilo —susurra Milla, y hace un gesto con la cabeza sin levantar la vista de su regazo—. Cuéntaselo todo.
Iver se revuelve en el asiento.
—Pero...
—Lo sabe —responde Milla, y de nuevo mueve la cabeza sin mirarnos a ninguno de los presentes.
—Vale, vale. —Iver se pone recto y carraspea—. Lo que te voy a contar forma parte del acuerdo de confidencialidad que firmaste al aceptar el trabajo, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Milla y Robert no estaban investigando solo para el libro. Milla no lo contrató para eso.
—Me lo imaginaba.
—Lo contrató para buscar a alguien.
—Las dos chicas del centro de menores —concluyo—. ¿Por qué?
—Olivia —susurra Milla—. Es mi hija. Robert la iba a encontrar.
—¿Qué?
—Es mi hija —repite Milla, y es como si se lo dijera tanto a sí misma como al visionario de medio pelo que tiene al lado—. Tengo una hija. No —susurra—. La tenía. Hasta que me tuve que separar de ella.
Algo le cambia en el rostro. Le han salido arrugas alrededor de los ojos y de los labios, bajo la fina capa de maquillaje. Puede que siempre hayan estado ahí, aunque yo no las haya visto.
—Hace diecisiete años me violaron. Me quedé embarazada. Intenté ser una madre para ella, lo intenté todo el tiempo que pude, pero, al final..., al final tuve que desprenderme de ella.
—Y la violación, ¿qué...?
—Cosas que pasan. —Milla se agarra fuerte las manos—. Una noche que volvía a casa después de dar un paseo por la ciudad con unos compañeros de trabajo. En otoño del año pasado, por fin tomé la decisión de buscarla. Contraté o, bueno, contratamos a Robert para que me ayudara y él la encontró, pero antes de poder hablar con ella, de decirle quién era, desapareció.
—¿Así que no contrataste a Robert para buscarla porque estaba desaparecida? —pregunto atónito.
—No. Porque es mi hija. En realidad, no se nos permite hacerlo. Los hijos son los únicos que pueden pedir que les digan quiénes son sus padres al cumplir los dieciocho años. Pero yo no podía esperar más. Hablé con Iver y él me puso en contacto con Robert.
Sacudo la cabeza y dirijo la mirada hacia Iver.
—¿Y tú de qué conoces a Milla?
—Fui yo quien llevó su caso de violación. También fui el primero en llegar a..., al lugar de los hechos. Varios años más tarde, Milla se puso en contacto conmigo. Se había mudado a Oslo y me contó que había empezado a escribir. Me preguntó si podía ayudarla con cuestiones policiales para su libro. Poco a poco, a medida que pasaban los años y se publicaban más y más libros sobre August Mugabe —dice, y mira a Milla con cariño—, nos fuimos conociendo de verdad. No, ¿Milla?
Milla le devuelve la mirada, sonríe y asiente.
—¿Sabías que había nacido una niña, fruto de la violación?
—Lo supe tiempo después —responde Iver—. Y, cuando me lo contó, cuando me dijo que quería encontrar a Olivia y explicarle que..., bueno, traté de ayudarla como pude; pero, como sabes, a los que seguimos en activo no se nos permite...
—Y el tercero en discordia, Kenny —digo tras una larga pausa—, ¿cómo encaja en todo esto?
En ese momento se oye un ruido en el pasillo y alguien abre la puerta con cuidado.
—Puedes preguntárselo a él directamente —responde Iver, y se pone de pie.