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Los padres de Siv viven en una casa de los años ochenta pintada de rojo, con tejado a cuatro aguas y un sótano que solo asoma medio metro por encima del nivel del suelo. En la puerta nos recibe la madre de Siv, que tiene el pelo corto y teñido de negro. Me recuerda a Liz, pero no muestra ninguna de las reacciones de terror características de mi hermana cuando se encuentra con un hombre desconocido a la puerta de casa.

—Hola, soy Synnøve —se presenta. Le tiende la mano a Milla y le brillan los ojos cuando la reconoce.

—Thorkild Aske —digo cuando por fin deja de mirar a Milla.

—Muy bien —asiente Synnøve—. Bienvenidos. Perdonad el desorden. Mi marido está trabajando. He hecho café. También hay agua caliente, si preferís una infusión. Mi marido insistió en que os ofreciera un té porque a los artistas les gusta más que el café solo. He comprado muchos tipos de té e infusiones —añade, y se apoya las manos en el pecho y se queda de pie entre el pasillo y el salón.

—Gracias, suena estupendo —dice Milla cuando por fin se ha quitado el abrigo y camina con Synnøve hasta una mesa con un enorme bol de cristal rebosante de bolsas de té de todos los colores del mundo.

En el suelo hay un barreño lleno de ropa sin lavar, que también cuelga de las sillas que rodean la mesa del comedor. El salón huele a una mezcla de cítricos y ropa sucia.

—Siv es mi hija mayor —explica Synnøve mientras nos sirve el té y señala con la cabeza el plato con rodajas de limón recién cortadas—. Fue hija única hasta que empezó a ir al colegio, y entonces nacieron los gemelos. —Titubea un segundo y baja la mirada mientras piensa. Después vuelve a mirar hacia arriba, hacia Milla—. Entonces fue cuando empezó a cambiar. Se volvió difícil, siempre estaba enfadada.

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

Milla tiene de nuevo ese brillo en los ojos y busca algo en lo que centrar la atención, como si luchara por mantener el control de los estímulos.

—No soportaba a sus hermanos —prosigue Synnøve—. No quería jugar con ellos, se enfadaba y le entraban celos cuando les daba de mamar. Con el tiempo, todo fue a peor. Se volvió agresiva, no solo con los niños, sino también en el colegio, y al final tuvimos que pedir ayuda. Le diagnosticaron un trastorno de la conducta con siete años. Cuando iba a empezar tercero, ya no pudimos más. Los servicios de protección de menores le concedieron una plaza en el centro de Åkermyr. Se quedaba allí los días de diario y venía a casa los fines de semana. —Respira hondo—. No mejoró. No podíamos tenerla en casa. No éramos capaces. Los niños tenían miedo cuando venía y..., y...

Synnøve suspira de nuevo y tuerce la boca en una mueca.

—No deberían pasar estas cosas —dice—. No con nuestros propios hijos. Pensaréis que soy una madre horrible que no es capaz de cuidar a su propia hija, pero... Ni mi marido ni yo sabemos de dónde le viene esa rabia, qué hemos hecho para que siempre esté tan enfadada con nosotros.

Milla sacude la cabeza.

—No debe de haber sido fácil —dice.

—¿Tienes hijos? —Synnøve inclina la cabeza hacia un lado.

—No —susurra Milla tan bajo que resulta casi inaudible, y por un momento temo que vaya a salir corriendo y me vuelva a dejar ahí sentado como un imbécil.

—Un momento.

Synnøve se levanta y se mete en la cocina, donde suena un teléfono.

—¿Qué te pasa? —pregunto, y me inclino hacia Milla mientras Synnøve habla por teléfono en la cocina. De vez en cuando asoma la cabeza por la puerta para asegurarse de que no nos vayamos de allí.

Milla se apoya las manos en el regazo, respira hondo y se vuelve hacia mí.

—Lo siento —se disculpa mientras se frota una mano contra la otra—. Voy a intentar animarme.

—¿Animarte? No entiendo qué...

—Era mi marido. —Synnøve acaba de asomarse por la puerta—. Quería saber si había venido Milla. Le he dicho que está aquí, en el salón, tomándose un té. ¡Ay, Dios! —exclama, y sostiene el móvil frente a sí como un trofeo—. Es que casi no me lo creo.

Milla parpadea varias veces y por fin fuerza una sonrisa y se vuelve hacia Synnøve.

—Salúdalo de nuestra parte —dice.

—¿Vosotros también creéis que las niñas están en España? —le pregunto a Synnøve cuando se sienta de nuevo en su butaca.

Synnøve asiente con energía y sonríe.

—Nos llamará cuando esté preparada para volver a casa. Estoy segura. Es lo que hizo la última vez. Le entró miedo y llamó llorando a papá y a mamá y nos pidió que la fuéramos a buscar.

Synnøve vuelve a sonreír. La sonrisa me recuerda a una máscara que uno se pone para ocultar la rabia que bulle bajo la piel.

—Nos llamó cuando vio que nos necesitaba. Dadle tiempo y llamará. Tanto Jens como yo tenemos el móvil encendido en todo momento. Al final llamará, ya lo veréis.

—Supongo que hablarías con el anterior consultor de Milla, Robert Riverholt, cuando desapareció Siv —le digo cuando parece que la conversación está a punto de apagarse.

Synnøve se sirve más té, aprieta seis veces el botón del dispensador de sacarina y remueve el contenido de la taza con una cuchara.

—Sí, vino a casa. Un hombre muy agradable. Pero después no volví a saber nada de vosotros.

—Robert murió —le aclara Milla, y cambia de postura. Se pone recta y se estira para agarrar la taza de té que hasta ese momento no había levantado de la mesa. Tiene la piel blanca donde ha tenido apoyados los dedos y las uñas de la otra mano.

—¡Uf! —Synnøve abraza la taza con las manos, pero la vuelve a dejar en la mesa y arruga la nariz—. Debería haberme imaginado que le había ocurrido algo cuando vino aquel policía.

—¿Un policía? —pregunto, movido por la curiosidad.

—Acabábamos de llegar de Bulgaria. Ya habíamos pagado las vacaciones cuando las chicas desaparecieron, así que no podíamos... Pero estábamos pendientes del teléfono —añade como si eso compensara el hecho de que se fueran de vacaciones mientras su hija estaba desaparecida—. El caso es que el policía vino un día y dijo que sabía que yo había hablado con Robert después de la desaparición de las chicas, y que quería saber de qué habíamos hablado.

—¿Te acuerdas de cómo se llamaba?

—No, lo siento.

—¿Y tú? —le pregunto a Milla—. ¿Sabes quién es ese policía?

Niega sin mirarme.

—Seguro que estaba investigando su asesinato —aventura—. Al fin y al cabo, le pegaron un tiro cuando estábamos estudiando este caso.

—¿Le pegaron un tiro? —pregunta Synnøve con los ojos como platos—. ¡Qué horror!

—Sí —respondo—. Su exmujer. Caso cerrado antes de abrirse siquiera, parece. —Sacudo la cabeza al darme cuenta de que Milla evita mirarme y me dirijo de nuevo a Synnøve—. ¿Recuerdas que ocurriera algo especial cuando desaparecieron las chicas?, ¿algo fuera de lo normal?

—Habíamos decidido intentar de nuevo lo de las visitas de fin de semana, que Siv viniera a casa un fin de semana sí y otro no, como habíamos hecho antes. Ya lo habíamos probado un par de veces y se había portado bien, pero el resto de la semana estaba con esa chica, Olivia. —A Synnøve se le endurece el gesto de repente—. Cuando vino la primera vez, les dije a los del centro que no quería que mi hija estuviera con ella. Que esa chica le iba a traer problemas, pero no me hicieron caso.

—¿La conociste en persona? —pregunta Milla con ansia por escuchar la respuesta. De repente parece que algo le haya despertado la curiosidad—. A Olivia, digo.

Synnøve asiente.

—Siv la trajo unas cuantas veces. Venían a pedir dinero, o comida si se habían ido del colegio. Teníamos que llamar y pedir que las fueran a buscar. Esa chica no me gustaba nada. Sabía qué tipo de persona era.

Milla se mueve inquieta.

—¿Qué era lo que no te gustaba de ella?

Synnøve suspira.

—Siv me contó que su madre la abandonó cuando era pequeña. Pobre. No tenía a nadie que pudiera guiarla y ayudarla como nosotros a Siv, y eso se notaba. Uno la calaba rápido. Ya se lo dije a Siv, que esa chica le traería problemas. Pero no me hizo caso, no quiso escucharme, y ahora..., y ahora... —Resuella—. Cuando me llame se lo diré, y esta vez sí que me va a escuchar.

—¿Qué es lo que va a escuchar? —pregunto sorprendido.

—Que si deja de juntarse con esa chica podrá volver a casa.

Cicatrices

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