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La sala del cobertizo dispone de un conjunto de muebles de mimbre centrados junto a un ventanal enorme con vistas al mar. Los únicos aperos de barco que hay aquí son algunos adornos que cuelgan de las paredes pintadas de blanco, o de las vigas vistas del techo. Me he sentado en una de las butacas de mimbre a mirar el contenido de la carpeta que me ha dado Milla. Hay recortes de periódicos, fotos de las chicas desaparecidas y demás documentación relativa al caso.

Siv y Olivia tenían quince años cuando desaparecieron del centro de acogida y rehabilitación de menores situado a las afueras de Hønefoss, el 16 de septiembre del año pasado. La última vez que se las vio se estaban subiendo a un coche desconocido en la parada de autobús ubicada junto al centro. La policía creyó que estarían en Ibiza porque las chicas habían huido antes y la policía y los servicios sociales las encontraron allí una semana más tarde. Pero ahora nadie tiene ninguna pista de su paradero desde que se las vio subirse al coche la mañana en que desaparecieron.

Saco las fotografías de las chicas desaparecidas. Siv tiene una melena rubia que le llega por los hombros, el rostro fino y con un exceso de maquillaje; mientras que Olivia lleva el pelo corto, de color negro azabache, rasgos marcados y ojos bonitos resaltados por una raya negra y gruesa. Todas las fotos de Siv y de Olivia son casi idénticas: dos chicas adolescentes ocultas tras cantidades industriales de maquillaje y una actitud pasota que las convierte en imitaciones estáticas e icónicas con morritos de pato y los ojos muy abiertos, como los de una muñeca. Solo las miradas no encajan: son demasiado frías, demasiado inertes, como si ya hubieran visto, vivido y perdido demasiado.

Saber que no vamos a investigar sobre el caso, que se me ha degradado a escarbar en el destino de estas personas en busca de una buena historia, solo empeora las cosas. Me doy cuenta de que esto es lo único que me traerá esta semana con Milla Lind: una extensión del sentimiento de pérdida.

Dejo las fotografías en la mesa y me apoltrono en la butaca. Frei no volvió, ni siquiera cuando me dieron el alta en el hospital de Tromsø y regresé a casa, a Stavanger. Ulf dice que eso demuestra que los daños cerebrales en la amígdala no han empeorado y que el sitio de Frei está donde tiene que estar, que es en la tumba, que no puede ser un trozo de carne congelada que yo pueda invocar con ayuda de la oxicodona y las benzodiazepinas. Cree que la abstinencia de las pastillas y de Frei me hace sentirme solo, que me estoy oxidando por la falta de interacción con otras personas. Yo diría que estoy solo, pero que no me siento solo, que es diferente, pero ambos sabemos que ese no es el problema.

Cuando cambio de postura en la butaca, veo de nuevo las fotografías de Siv y de Olivia sobre la mesa.

—¿Adónde os dirigíais aquel día? —murmuro antes de darme la vuelta y cerrar los ojos.

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