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EL ÚLTIMO DÍA DE TRABAJO DE ROBERT RIVERHOLT

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—Bueno, ¿qué opinas?

Milla Lind estaba sentada con las piernas muy juntas. Llevaba un traje de chaqueta y ese día había elegido un peinado que Robert Riverholt recordaba haber visto en las solapas de sus libros. Su tono de voz era suave y agradable. No era tan asertiva ni habladora como el resto de su clientela. Sus preguntas nunca resultaban mecánicas, un puente entre las cuestiones relevantes de la conversación. Milla Lind siempre preguntaba porque le interesaba oír la respuesta. Eso es lo que más le gustaba de ella. Eso... y sus ojos.

—Me gusta. —Él le devolvió el manuscrito y se reclinó en la silla. Se pasó la mano por el pelo y sonrió—. Me apetece leer la continuación.

—¡Genial!

El agente sueco de Milla, Pelle Rask, asintió con entusiasmo desde un sofá situado al fondo del ático. No levantó la vista del iPad para hablar. Robert constató que Pelle había copiado su estilo a los vendedores de viviendas en régimen de tiempo compartido de Gran Canaria, con su media melena engominada y peinada hacia atrás y su camisa ajustada con los dos primeros botones abiertos.

Milla se giró hacia el sofá sin decir nada, y después se volvió de nuevo hacia Robert.

—Me apetece cerrar la serie cuando Gjertrud entra en la vida de August Mugabe —dijo, se agarró un mechón de pelo y le dio vueltas entre los dedos—. El momento en el que todo cambió.

Cuando Robert conoció a Milla, interpretó esa costumbre suya como una muestra de inseguridad. Estaba convencido de que sufría de una torpe timidez que la llevaba a toquetearse el pelo con las manos. Ahora ya sabía que no era así.

—Eso fue cuando desapareció su hija, ¿verdad?

—Sí —respondió Milla.

Robert paseó la mirada hasta una de las ventanas del techo, hacia el cielo despejado de Oslo.

—Creo que será un final digno para el proyecto.

—August me recuerda a ti. —Milla se soltó el mechón de pelo y se puso un bolígrafo amarillo entre los labios. Lo dejó allí unos segundos, y después lo volvió a agarrar y se dio unos golpecitos contra la pernera del pantalón—. Cada vez más.

—Pues estamos apañados.

Robert se rio con ganas.

«He dejado que vaya demasiado lejos —pensó y tensó los músculos de la cara—. Demasiado, demasiado lejos».

Milla siguió mirándolo.

—No sé si siempre me ha recordado a ti o si fui yo quien hizo que sea así.

—Bueno, no se lo digas a nadie. —Robert parpadeó y se golpeó los muslos antes de levantarse. Se despidió de Pelle, que seguía sentado en el sofá, con un cabeceo y se dirigió al pasillo, donde se detuvo y se giró de nuevo—. Nos vemos en Tjøme esta noche. Has convocado a las tropas, ¿verdad?

—Sí. —Milla se le acercó con el manuscrito en las manos—. Vienen todos. —Se detuvo y tomó aire—. ¿Has descubierto algo? ¿Alguna novedad?

—Esta noche, Milla. Esta noche lo hablamos.

Fuera, el sol inundaba el cielo. Caía entre las casas y engalanaba las calles de la capital. Robert Riverholt se había sumergido de lleno en la ciudad cuando salió de la rueda de hámster en la que estaba atrapado y empezó a trabajar por cuenta propia. Estaba tan absorbido por la arquitectura y la acústica que no reparó en los pasos que lo seguían ni en la sombra que se cernía sobre él cuando dobló la esquina hacia una calle flanqueada por árboles centenarios. Lo único que sintió fue el cañón contra la nuca y el sonido metálico del percutor contra el cartucho. Después de eso, el sol se desvaneció.

Cicatrices

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