Читать книгу Cicatrices - Heine T. Bakkeid - Страница 17

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Joachim y yo no intercambiamos ni una palabra a la mañana siguiente durante el desayuno, solo una mirada furtiva y un apretón de manos en la entrada cuando Milla y yo nos disponemos a marcharnos.

—Bueno, pues estamos los dos solos —dice Milla cuando nos sentamos en el coche para ir a Hønefoss.

—Sí —asiento, y agarro el volante.

No conducía desde que me quitaron el carné hace más de tres años, pero no he sido capaz de decírselo a Milla cuando me dio las llaves después de desayunar.

—Antes me encantaba viajar. —Milla se vuelve hacia mí y sonríe—. Visitar ferias del libro por todo el mundo, ir de compras, hacer escapadas de fin de semana a grandes ciudades.

—Háblame de tu libro.

He llegado a la conclusión de que me gusta mucho la voz de Milla. Es suave y madura y no se impone en la conversación. Milla no parece el tipo de persona que necesita que le prestes toda tu atención mientras habla. Aun así, le gusta que estés ahí, que escuches, a tu manera.

—Tratará de la juventud de August Mugabe —comienza Milla.

El asfalto se enrosca como una culebra por un bosque y unos trigales bajo un cielo de nubes grises.

—Me apetece mostrarles a los lectores cómo era antes de conocer a Gjertrud. El tiempo que pasó con la mujer con la que tuvo un hijo, pero que no quería estar con él. Se llevó a su hijo y lo abandonó antes de que él le pidiera matrimonio.

—Interesante —mascullo.

—Creo que quiero que se parezca un poco a ti.

Milla se vuelve hacia mí, sigue sonriendo mientras me examina la parte desfigurada de la cara, en espera de una reacción por mi parte.

—Ah, ¿sí? —pregunto sin dejar de mirar la carretera.

—Pero una versión más joven. —Milla se ríe bajito—. Con el pelo corto y los ojos grises como las nubes de lluvia de ahí fuera. —Ríe de nuevo—. Como me imagino que un día fueron los tuyos. Antes de que te volvieras tan serio.

—¿Antes de las cicatrices?

Detiene la mirada en el surco irregular de mi rostro.

—Me gustan las cicatrices —observa, y estira la mano para rozarme la cara con la punta de los dedos—. Tanto las que se ven como las que se llevan dentro.

—Algunas preferiría no tenerlas.

—¿Cómo? —pregunta, y me quita la mano de la cara—. ¿Cuáles?

—Camilla, la mujer de Robert —le digo, y veo cómo a Milla se le endurece la mirada y me gira la cara—. ¿La conocías?

—Algo así. —Milla mira por la ventanilla—. Vimos a Camilla alguna vez. Robert la llevó a la casa de campo de Tjøme; pero conocerla, lo que se dice conocerla, no la llegué a conocer.

—Dijiste que no podía vivir sin él.

—Sí. Robert se acababa de ir de casa. Había encontrado un piso. Era un buen hombre. No era de esos que desaparecen cuando enferma su mujer. No creas que lo era. Lo intentó todo lo que pudo. Al final no pudo aguantar más. Dijo que no podía quedarse ahí a esperar a que ella muriese. No era justo para ninguno de los dos.

Acerca un poco más la cabeza hacia la ventanilla como si estuviera buscando entre los árboles otra cosa en la que centrar su atención.

—Quería llevárselo consigo al otro barrio. A jugar a las cartas y a tomar el té con los espíritus.

—No digas eso —me dice, y veo que la boca le dibuja una mueca hacia abajo.

—Lo siento —me disculpo mientras pasamos por una zona menos industrializada donde las cunetas están húmedas y la hierba, cubierta de una capa gris de polvo de asfalto.

—Robert y yo teníamos un juego —dice Milla y apoya la cabeza contra la ventanilla. Unos campos más extensos y recién sembrados aparecen al lado derecho, salpicados por fincas con establos, casas de herramientas, maquinaria, silos y alguna que otra bala de paja apoyada en la linde de la finca, con el contenido asomando por los extremos.

—«Qué pasaría si», lo llamábamos. Revisábamos los sucesos y los exprimíamos por si encontrábamos algo que pudiéramos usar como argumento para mi libro.

—¿August Mugabe también está buscando a dos chicas desaparecidas de un centro de menores?

—No. Está buscando a su hija. Desapareció cuando tenía diecisiete años, en la época en la que August conoció a Gjertrud. August no la conocía. La madre de la niña le negó todo tipo de contacto con ella, pero August la había seguido de lejos, sin atreverse a acercarse a ella. Y cuando por fin estaba preparado para dar el paso y conocerla, ella desapareció. El último libro se desarrolla en dos planos: uno, en el que August es más joven, en la época en la que desapareció su hija, y otro, en el ahora, veinte años más tarde, cuando la empieza a buscar.

—¿Y la encuentra?

El olor a primavera y a tierra removida se cuela por el sistema de ventilación del coche.

Milla se vuelve hacia mí y dibuja una especie de sonrisa.

—Todavía no he decidido cómo va a terminar el libro —me responde.

—El que nadie haya oído nada de estas chicas en casi siete meses... —digo, y bajo el aire acondicionado— no pinta nada bien.

—Entonces, ¿crees que están muertas?

De repente, su tono de voz adquiere un matiz cortante.

—¿Acaso importa?

Milla me mira de nuevo.

—Sí.

—¿Por qué?

Se queda mirando fijamente los surcos y las cicatrices de la parte destrozada de mi rostro.

—Háblame de ella, de la mujer que se mató en tu coche. ¿La querías?

Niego con la cabeza.

—Ya no pienso en ella —le contesto, aunque sea una mentira como una catedral.

Hace seis meses intenté irme al lado de Frei y fracasé en el intento. Han pasado seis largos meses desde que vi y sentí por última vez su frío contra mi piel, pero eso no significa que haya dejado de pensar en ella. El tiempo pasa, no porque la nostalgia se marchite o se desvanezca, sino porque duele querer morir, y uno necesita medicinas para anestesiar el dolor que se sufre al descender por la espiral. Ha habido días, noches solo de madrugada en el piso en las que he fantaseado, he intentado encontrar la puerta a esa espiral y no he conseguido llegar a ella antes de que la luz del amanecer ilumine de nuevo la colcha que cuelga en la parte de fuera de la ventana del salón.

Ulf dice que ese es un claro indicio de que estoy mejor, aunque yo creo que todo se debe a una falta de motivación.

—No te creo —susurra Milla y se inclina hacia mí—. Sé cómo son las cosas, Robert...

—Yo no soy Robert Riverholt —respondo con frialdad y agarro el volante más arriba para que el hombro me tape las cicatrices.

Milla me mira fijamente.

—No —susurra y desliza la mirada hacia la ventanilla—. No lo eres.

Cicatrices

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