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—Ulf me ha dicho que eres impotente.

Doris me mira con curiosidad desde el otro lado de la mesa de la cocina del chalé que Ulf tiene en el barrio de Eiganes. Su nueva novia es una sexóloga, columnista y bloguera alemana de cincuenta y siete años. La conoció en una conferencia en Bergen.

—No he dicho que lo sea. He dicho que creo que lo es.

Ulf está en la isleta de la cocina, justo a nuestro lado. Corta el perifollo como si le fuera la vida en ello. Lleva una túnica ancha y sin mangas, y tres parches de nicotina en el brazo.

Doris parte un bollito con los dedos y pone los trozos en un plato, junto al bol de sopa. Enseguida llega Ulf con un puñado de perifollo y lo espolvorea en el bol de Doris, que coge un trocito de pan y lo usa para hundir el perifollo en el caldo turbio. Se lo lleva a la boca y mastica con ansia.

—Dime. ¿Te masturbas a menudo?

Miro fijamente el bol de sopa y hago como que no he oído la pregunta.

—Thorkild no se masturba —interviene Ulf, con tono complaciente. Nos sirve un poco de vino y luego se sienta con nosotros.

Doris hunde otro pedazo de pan en el caldo con perifollo y me mira con los ojos entornados.

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

—De eso se trata. —Ulf se chupa los dedos para limpiarse el verde—. No lo sabe. Se crea barreras, obstáculos insalvables para evitar el contacto con el mundo exterior. Aske huye de cualquier cosa que se parezca remotamente a una interacción humana.

—El eremita moderno —digo en un intento desesperado por mostrarme espontáneo en esta pesadilla de reunión social. Me llevo el vaso a la boca y lo vacío de un trago.

Doris se apoya la barbilla en las manos. Tiene el pelo corto, teñido de rojo y disparado en todas las direcciones con un corte moderno que recuerda al tipo de arreglo floral que podría crear un florista maniaco depresivo. Tiene los labios finos, muy rojos, y la pálida piel le cuelga en pliegues, aunque no parece estar flácida ni tener sobrepeso. Más bien da la impresión de que acaba de adelgazar y la piel sobrante aún no ha tenido tiempo para adaptarse. Parece satisfecha, tanto consigo misma como con el escotadísimo atuendo que ha elegido para el interrogatorio al que me está sometiendo esta noche.

—¿Has intentado imaginarte una escena de carácter sexual?, ¿visualizar a una persona que normalmente pueda despertarte el deseo y, en consecuencia, también una erección?

—No sé... —respondo, tenso, y vuelvo a bajar la mirada al bol de sopa que tengo delante. El olor dulce y el líquido verde y aceitoso me recuerdan al agua salobre cubierta de algas— qué decir.

Doris saca un cigarrillo del bolso cuando termina de comer y lo enciende, y Ulf mira con rabia y con ansia la punta candente del cigarro.

—Debes atreverte a tener fantasías —dice Doris—. Deja que el deseo fluya de nuevo. —Se inclina hacia delante y exhala una nube de humo hacia el techo—. A veces las reprimimos y pensamos que ya no están a nuestro alcance. La represión sexual no es exclusiva de las mujeres, ni tampoco tiene por qué venir impuesta por terceras personas. —Aspira el humo y lo expulsa, satisfecha—. Puedo darte unos ejercicios que deberías probar cuando estés a solas.

—Gracias —murmuro mientras doy vueltas a la sopa con la cuchara sin ton ni son—. Muy amable de tu parte.

Ulf se retira molesto de Doris y su cigarro mientras se acaricia los parches del brazo con la mano.

—¿Y si le damos una última vuelta a lo que te espera mañana en Oslo?

—De acuerdo —respondo, encantado de cambiar de tema y de ver que Ulf lo pasa tan mal como yo.

—Me encantan sus libros —apunta Doris, feliz—. Poca gente ha sido capaz de crear un antagonista mejor que Gjertrud, la esposa de August Mugabe. ¿Has leído alguno de los libros de Milla?

Sacudo la cabeza.

—Bueno —prosigue Doris, y usa el bol de sopa como cenicero—. Milla Lind no solo es la reina indiscutible del género negro nórdico, sino que también es muy conocida en Alemania.

Ulf interviene mientras da buena cuenta de la sopa.

—Ha escrito una serie de doce libros sobre un comisario melancólico con el jugoso nombre de August Mugabe, cuya esposa ha intentado matarlo por lo menos en dos ocasiones.

—Tres —corrige Doris.

—¿Qué? —Ulf suelta la cuchara y mira molesto a Doris y a su cigarrillo—. No, dos. La primera...

—La mujer de Mugabe lo ha intentado matar tres veces. —Doris se sirve más vino—. En el primer libro, lo envenena; en el cuarto, incendia la casa de campo mientras él duerme drogado en el piso de arriba, y en el octavo...

—No, no —la interrumpe Ulf—. Al sicario que lo intenta matar en el octavo libro lo contrata el jefe corrupto de Mugabe: Brandt. Él mismo lo dice antes de apretar el gatillo, que se trata de un saludo de alguien con quien tuvo una relación de amistad. Si lo hubiera contratado Gjertrud, le habría dicho que el saludo es de alguien a quien August ha amado.

Ulf me mira y asiente con un cabeceo para pedirme que confirme su teoría. Me niego a reconocer las teorías del hombre que se interpone entre mis pastillas y yo, por lo que miro a otro lado y vuelvo a dirigirme hacia Doris.

—Lo dice por eso mismo, porque sabemos que quien ha contratado al sicario es Gjertrud —interviene Doris—. Esas palabras no son más que un último insulto de esa mujer casi septuagenaria que tanto desprecia al hombre que se negó a darle un hijo. Pasa lo mismo que con las patatas frías que siempre le ponía para cenar. El simbolismo feroz de una mujer sin hijos, sumida en el dolor y en un amargo arrepentimiento.

Ulf mastica con energía.

—Bueno, tal vez tengas razón —dice, y vuelve a girarse hacia mí—. Como ya sabes, al antiguo consultor de Milla, Robert Riverholt, lo asesinó a tiros su exmujer en plena calle hace unos seis meses. A Milla le afectó mucho y lleva sin trabajar desde entonces. Conocí a su psiquiatra de cabecera en un seminario sobre terapia del duelo en Fornebu. Milla y su anterior consultor acababan de comenzar el trabajo de investigación cuando murió él, y necesita ayuda para llevarlo a cabo antes de ponerse con el último y definitivo libro sobre August Mugabe. Los lectores de todo el mundo están esperando este libro, Aske.

—¿Y aquí es donde entro yo? —concluyo—. Como consultor del género negro, sea lo que sea eso.

—Diez días con la escritora de novela negra más importante de todo el país, por tres mil quinientas coronas al día —añade Ulf, y alza la copa en un brindis silencioso.

—Es mejor que fabricar velas en una empresa de Auglendsmyrå gracias a la oficina de empleo —respondo.

—De todos modos, todavía faltan unas semanas hasta que se efectúe el reconocimiento neuropsicológico, y se me ocurren pocas cosas más seguras y tranquilas que este plan. Irse de viaje con la mismísima Milla Lind no es algo que pueda recetarse a todos mis pacientes.

—Gracias —es mi sucinta respuesta. Apuro la copa de vino—. Necesito el dinero.

—¡Pues claro que sí, joder! —exclama Ulf, y se dirige a Doris—. Por cierto, creo que Gjertrud tratará de asesinar a August Mugabe por última vez en el último libro, y que la serie terminará cuando lo consiga. ¿Qué te parece? No estaría mal, ¿verdad?

—Estaría muy bien —conviene Doris, y se enciende otro cigarro—. No me espero menos de ella.

Resignado, Ulf se reclina en la silla con la sopa en las manos y se bebe lo que le queda directamente del bol.

—Quedarás con ellos mañana a la una en el Bristol —continúa después de acabársela. Se saca un paquete de chicles de nicotina del bolsillo del pantalón y se lleva un par a la boca—. El vuelo a Oslo sale a las ocho y media, así que sé bueno y ponte el despertador. Te llamaré de todas formas para ver si estás preparado. Si quieres, también podemos repasar la lista de medicamentos, por si hubiera alguna cosa de la que quisieras hablar.

—Ya sabes lo que quiero —digo con frialdad y dejo la copa a un lado.

—Esos tiempos ya han terminado —responde Ulf, y se pasa la lengua por el interior de la boca mientras tamborilea con los dedos en el bol de porcelana—. Para los dos. —Después se incorpora y empieza a quitar la mesa—. Te encargaste muy bien de que así fuera cuando estabas en Tromsø. Pero si no estás preparado para esto, lo respeto por completo. Después de todo, no han pasado ni seis meses desde aquello y podemos...

—No, quiero hacerlo —respondo—. Solo creo que podría estar bien llevarme algo por si acaso, tal vez una caja de oxicodona por lo menos, o...

—Ni lo sueñes. Neurontin, Risperdal y Cipralex para la ansiedad. Nada de oxazepam ni oxicodona. Ese es el trato.

—El Cipralex es para bebés.

Ulf hace una mueca, escupe el chicle en el fregadero y saca otros dos del paquete.

—Bueno, ¿y qué coño te crees que es esto? —exclama y me muestra los chicles que tiene en la palma de la mano—. Los dos hemos decidido sacrificar algo por nuestra propia salud. Si yo puedo hacerlo, tú también.

—¿Y si no puedo dormir?

—Te tomas una manzanilla y escribes un poema sobre el insomnio.

Doris apoya el cigarrillo candente en el bol de sopa.

—¿No es un poco arriesgado mandarlo hasta allá solo con Cipralex, Ulf?

El aludido resopla y se mete un chicle en la boca.

—Por supuesto que no. Precisamente por lo que pasó la última vez, no pienso darle ninguna de las pastillas que me pide.

Sacudo enérgicamente la cabeza y me pongo de pie para marcharme. Doris se acerca a mí y me apoya la mano en el hombro.

—En cuanto a lo que estábamos hablando antes, tal vez deberías sacar un tiempo para intentar encontrar el camino de vuelta a tu propia sexualidad ahora que vas a estar de viaje. Ver si te atreves a curiosear, a tener fantasías y a pensar en ellas. —Se detiene un instante y me mira con media sonrisa antes de hacerme la siguiente pregunta—: ¿Te apetece?

—Ulf dice que las fantasías son peligrosas para mí.

—Bueno. —Aprieta los labios y las comisuras se le contraen ligeramente—. Siempre hay que pensar adónde nos lleva la propia fantasía y, por supuesto, comprender a qué fantasías nos entregamos. Pero también podemos guardárnoslas dentro, ¿sabes? Siempre y cuando creas que te aportan algo y que no hacen daño ni a ti ni a los demás.

—Tienes razón —convengo, y le dedico una especie de sonrisa y un breve apretón de manos—. Siempre y cuando no le hagan daño a nadie.

Cicatrices

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