Читать книгу Cicatrices - Heine T. Bakkeid - Страница 19

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—¿Por qué han accedido a hablar con nosotros? —pregunto, y pongo el intermitente cuando veo la señal que dice «Åkermyr», que es el nombre del centro.

Apenas nos hemos dirigido la palabra durante la segunda parte del viaje. Milla parece tensa, nerviosa, pero no por la conversación que tuvimos antes, sino por otro motivo, y me doy cuenta de que cada kilómetro que recorremos me resulta más y más frustrante, no solo porque responde a mis preguntas con otras preguntas, sino también porque este plan, este viaje tiene algo que me molesta, que no tiene sentido, y me irrita ser incapaz de identificar el qué.

—Porque creen que los puede ayudar —responde mientras aparco frente a la entrada principal y apago el motor—. Es una manera de mantener vivo el caso, de no perder la esperanza.

—¿Qué opinan de todo esto quienes están investigando el caso?

Milla se quita el cinturón de seguridad y agarra la manilla de la puerta.

—Les parece genial —responde.

—¿De verdad? A la policía, o por lo menos a los policías que yo conozco, no les suele hacer gracia que la gente se entrometa de esta forma.

—Pues estos no tienen ningún problema.

Sacudo la cabeza ante la falta de interés de Milla de contarme las cosas.

—¿Hablaremos también con ellos hoy?

—Puede —responde, y se apea del coche.

El centro de acogida y rehabilitación de menores Åkermyr es un edificio de una sola planta que se encuentra al final de una salida a unos quince metros de la carretera nacional 7 con dirección a Veme y a Sokna. En la escalera nos espera una mujer alta y delgada de unos cincuenta años. Se llama Karin, tiene arrugas de fumadora, el pelo rubio nicotina y un peinado estilo bob que le alarga la cara y hace que parezca que tiene los ojos demasiado juntos.

—Eres... Milla Lind, ¿verdad? —pregunta Karin, y le tiende la mano a Milla despacio.

Milla sonríe y las arrugas de Karin se estiran al compás de su sonrisa.

—Pasad, pasad —dice, y nos conduce a la entrada del edificio—. Vamos a la sala común. En el periodo lectivo no la usa nadie.

—¿Viven muchos chavales aquí? —pregunto mientras avanzamos por un pasillo ancho y pasamos por delante de una sala de actividades y un aula de música, según indican los carteles de las puertas.

—Tenemos un departamento de cuidados y otro de emergencias. —Karin se detiene junto a una puerta entornada—. Ahora mismo, seis de las habitaciones están ocupadas. —Toma aire por la nariz y abre la puerta del todo—. Aquí está la sala común. Pasad.

Dentro hay una minicocina con una cafetera que borbotea en la encimera. Más allá hay una mesa de comedor y una zona para sentarse con sofás y butacas de piel marrón alrededor de una mesa baja de Ikea. La sala común tiene un aspecto moderno, pero el olor me recuerda a la cárcel o al psiquiátrico; incluso mi piso cerca del puente en Stavanger tiene un olor similar. Creo que la falta de algún tipo de ingrediente hace que siempre huela igual en los sitios en los que entra y de los que sale demasiada gente.

—¿Trabajabas aquí cuando desaparecieron las chicas? —le pregunto cuando nos sentamos cada uno en nuestro sitio, Karin a un lado y Milla y yo al otro.

—Sí; de hecho, era la responsable —responde Karin—. Por cierto, ¿queréis café? Creo que ya está hecho.

Asiento y Milla dice que no, gracias. Karin se levanta y se dirige a la minicocina, coge dos tazas de color amarillo pollo y sirve el café.

—¿Qué nos puedes contar de las chicas? —pregunto con una sonrisa cuando me da una taza antes de volver a sentarse.

Karin fija la mirada en Milla. Apoya los codos contra las rodillas y sujeta la taza de forma que el vapor parece colársele directamente por los orificios nasales.

—Siv y Olivia se hicieron buenas amigas cuando se conocieron aquí en el centro. Siv llegó más tarde. Alternaba periodos en el centro con otros en casa de sus padres en Hønefoss.

—Y ya se habían marchado en una ocasión, ¿verdad? —continúo—. A Ibiza, ¿no?

—Sí, eso es. El año anterior. Pero aquella vez llamaron una semana después de marcharse. Supongo que se asustaron un poco. Sea como fuere, estaban contentas cuando fuimos a buscarlas.

—¿Nos puedes contar lo que recuerdas del día en que desaparecieron? —pregunto, y le doy un sorbo al café—. Me refiero a esta última vez, en otoño del año pasado.

—No reparamos en que no estaban hasta por la tarde, cuando no volvieron del colegio —responde Karin—. Más tarde supimos que las habían visto subirse a un coche, justo delante de la parada de autobús. Las vio un chico de los nuestros.

—¿Habían hecho las maletas? ¿Se habían llevado algo más de lo indispensable para un día de diario?

Le echo un vistazo a Milla. No parece que esté escuchando. Solo está ahí sentada, inmóvil en el sofá que hay a mi lado, sin decir nada, con la mirada fija en la ventana de detrás de Karin, a través de la cual se ve el cielo, cada vez más azul.

—Solo algo de ropa y objetos personales —dice Karin—, pero no tantos como la vez anterior.

—¿Qué hicisteis cuando os disteis cuenta de que se habían marchado?

—Bueno, llamé a la policía, por supuesto.

—El chico que las vio —prosigo—, ¿sigue viviendo aquí?

Me doy cuenta de que hago preguntas sin ton ni son, que mis preguntas no siguen un orden lógico y que son demasiado limitadas. Espero que Milla se una a mis esfuerzos, que pregunte y que hable de lo que necesita para el libro, pero no dice nada. Está ahí quieta, con una expresión entre asustada y ausente. Está aquí, pero hay algo que la mantiene lejos de nosotros.

—Sí —responde Karin. Mira a Milla antes de apoyar la taza en la mesa—. Pero ahora está en el colegio —añade, y parece fijarse en lo incómoda que está Milla.

Como Milla no da señales de querer participar en la conversación, decido seguir preguntando por mi cuenta, al menos para satisfacer mi propia curiosidad.

—Has dicho que habías hablado con el anterior consultor de Milla, Robert Riverholt, ¿verdad? ¿Fue justo cuando desaparecieron las chicas?

—Sí, apenas habrían pasado un par de días. Me dijo que tal vez se hiciera un programa de televisión sobre ellas, y que la mismísima Milla Lind quería... —Carraspea, coge la taza y se la acerca a la boca—. Fue terrible lo que le pasó. Solo lo vi esa vez, antes de...

—¿Aún tenéis sus cosas? —interrumpe Milla de repente. Las arrugas se le dibujan como ríos secos en el rostro. Es como si a la piel le faltara humedad y se le hubiera contraído durante los últimos minutos.

—¿Que si tenemos las cosas de quién? —pregunta Karin, sorprendida.

—De Olivia.

—Ah, sí. Creo que sí, pero...

—¿Puedo ver su habitación?

—Eh... —Karin toma aire e inclina ligeramente la cabeza—. ¿Por qué? Kenny me dijo que solo...

—¿Quién es Kenny? —pregunto sorprendido, y me vuelvo hacia Karin.

—Lo siento —resuella Milla, y se levanta de golpe del sofá—. No puedo hacer esto.

Acto seguido se va corriendo hacia el pasillo y desaparece por la puerta.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto cuando la alcanzo otra vez junto al coche, en el aparcamiento—. ¿Seguimos investigando?

—No. —Milla se vuelve de repente hacia mí. Tiene la cara pálida y los ojos llorosos, a punto de desbordarse—. Pero si siguiéramos, si... —Milla se muerde fuerte el labio inferior y vuelve la vista a la parada de autobús.

—Diría que es un poco raro —le respondo al fin.

—¿Qué? —Milla se queda ahí de pie y mira la parada del autobús con las manos pegadas al pecho, como si hubiera algo ahí abajo que solo ella puede ver. Algo que le da miedo—. ¿Qué es raro?

—Que dos chicas de quince años se suban al coche de un desconocido y desaparezcan. Que se suponga que han llegado a España sin dejar ni una sola huella por el camino. Que no hayan usado el móvil desde que desaparecieron —respondo, y asiento antes de continuar—. Que todo esto solo lo hayáis investigado Robert y tú para escribir un libro.

Milla está a punto de decir algo, pero cambia de idea.

—Vamos —dice al fin—. Tenemos que hablar con la madre de Siv antes de que se haga tarde.

Entonces se dirige al coche y se acomoda en el asiento del copiloto.

El sol de primavera ilumina los abetos y la tierra del camino. Respiro hondo y me lleno los pulmones de aire fresco, siento cómo se desliza por el sistema respiratorio como si nada. Después me subo al coche. Es evidente que Milla me oculta algo, y no sé durante cuánto tiempo más podré seguir con este teatro antes de subirme a un avión y pirarme a casa, pero al mismo tiempo no me gusta la idea de marcharme sin saber lo que estoy dejando atrás.

Cicatrices

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