Читать книгу Cicatrices - Heine T. Bakkeid - Страница 8

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Nunca me ha gustado el paso del invierno a la primavera. Los árboles están retorcidos, desnudos, y parecen mutaciones de plantas silvestres que salen del suelo tras una guerra nuclear. Todo Stavanger se ahoga en lluvias interminables que tiñen la ciudad de verde y de gris.

La oficina de empleo de Klubbgata, en el centro mismo de la ciudad, tiene más afluencia de usuarios que antes. El sofá de la sala de espera está lleno; los rostros, rígidos y hundidos por una sensación de derrota.

—Thorkild Aske. —El apretón de manos de Iljana no ha cambiado desde la última vez. De haberlo hecho, se podría decir que ahora es aún más flojo y su tacto, más frío, como si le estuviera estrechando la mano a un cadáver en una cámara frigorífica—. Un placer —dice ella sin ninguna convicción y se deja caer en una nueva silla de oficina azul con respaldo alto.

—Sí, un verdadero placer —respondo y me siento.

—¿Recuerda su número de identificación?

—Por supuesto.

Entre nosotros está el frutero con los plátanos de plástico, tan deprimente como de costumbre. Veo que ahora los acompaña un racimo de uvas negras, también de plástico, y una pera artificial, y aun así la oficina no tiene un aire más frutal que cuando en el frutero solo estaban los plátanos de imitación.

—¿Le importaría decírmelo? —pregunta, y se balancea algo molesta de atrás adelante en la silla.

Le dicto la ristra de números e Iljana aparta por fin la vista de mi cara deformada y vuelve a centrarse en la pantalla del ordenador.

—Entonces, ya no quiere pedir la prestación por desempleo, sino que le busque un subsidio por discapacidad, ¿no es cierto?

—Eso es. —Le entrego el sobre que he traído—. En la terapia de grupo me han dicho que es la única opción que tengo.

Iljana se quita las gafas.

—Después de lo que ocurrió cuando...

—Cuando visité a mi hermana en el norte el otoño pasado, sí.

— Cuando intentó... quitarse la vida —dice Iljana y me mira con gesto titubeante.

Asiento con la cabeza.

—Dos veces, además. Tiene todo mi historial dentro del sobre.

Iljana carraspea y mira los documentos.

—Sí. Una de esas veces, con ayuda de... —Levanta la vista del historial—. ¿Un arpón?

—Tenía demasiada presión.

—¿Por nuestra parte? ¿De la oficina de empleo?

Vuelvo a asentir.

Ulf, mi amigo y psiquiatra, ha decidido que ha llegado el momento de ir a por todas. Prestación completa por discapacidad. Ulf y mi médico de cabecera, además, han escrito al alimón una carta en la que aseguran que fue la presión de la oficina de empleo para que aceptara el trabajo de teleoperador en Forus lo que me llevó a cometer dos intentos de suicidio, en uno de los cuales me tiré al mar y en el otro me disparé un arpón que me atravesó la mano y se me clavó en el pecho. No mencionamos el caso que fui a investigar al norte. Además, Ulf amenazó con emitir comunicados de prensa si la oficina de empleo seguía presionando a su paciente, que padecía lesiones cerebrales y tendencias suicidas.

—Bueno. —Iljana mira los papeles—. Por nuestra parte, creo que tenemos todo lo que necesitamos.

Ordena los papeles y los vuelve a meter en el sobre. Después entrelaza las manos y las apoya en el regazo.

—Y ahora, ¿qué?

Me acaricio con un dedo la cicatriz que tengo en la palma de la mano. Todavía me duele donde se me clavó el arpón, sobre todo cuando llueve. Y en Stavanger eso sucede muy a menudo.

—Bueno. —Iljana suspira y junta los pulgares—. El siguiente paso es una evaluación neuropsicológica.

—¿En qué consiste eso?

Gira la cabeza hacia mí y evita que nuestras miradas se crucen.

—Se trata de una serie de pruebas cognitivas. Recibirá un aviso en algún momento, antes de que llegue el verano.

—Gracias —digo, y me pongo de pie.

Iljana dibuja una sonrisa artificial que no se corresponde con lo que dicen sus ojos y se inclina sobre el frutero.

—Quédese tranquilo, Aske. Respete sus propios límites. Nada de viajes mientras duren las pruebas.

—Nunca más —digo—. A partir de ahora solo habrá noches tranquilas en casa, me dedicaré a la vida contemplativa y pensaré sobre la oficina de empleo, la vida en general y las cosas que nos pasan desapercibidas.

Iljana sacude la cabeza con suavidad y vuelve a mirar la pantalla mientras yo me doy la vuelta y me voy.

Antes de salir del edificio me suena el móvil.

—¿Has terminado? —Ulf parece tenso. De fondo, oigo vibrar un motor. Arja Saijonmaa canta Gracias a la vida en sueco.

—He terminado.

—¿Y bien?

—Me van a llamar para hacerme unas pruebas neuropsicológicas esta primavera.

—Muy bien —declara Ulf—. Entonces, vamos por buen camino. Bien, bien. —Sobreviene una pausa y oigo a Ulf activar el intermitente mientras tararea y masca, desesperado, otro chicle de nicotina—. «Me ha dado la risa y me ha dado el llanto. Así yo distingo dicha de quebranto».

Cuando volví de Tromsø, Ulf me quitó los medicamentos y, para dar ejemplo, le dijo adiós a su paquete de Marlboro. El resultado ha sido un flagrante abuso de los parches y los chicles de nicotina. Enseguida nos dimos cuenta de que Ulf se había metido en un buen lío con esa decisión. Ahora no podía sucumbir al mono sin reevaluar mi régimen farmacológico. Todo esto ha dado lugar a una guerra táctica en la que yo espero y Ulf mastica.

—¿Has hecho la maleta para mañana? —pregunta Ulf antes de dejarme colgar.

—Sí. Hecha y cerrada.

—Esta vez, nada de cafeteras ni demás tonterías inútiles. No te puedes permitir volver a cagarla, Thorkild.

—Solo ropa y buenas intenciones.

—Puede que esta oportunidad con Milla Lind sea la última...

—Lo juro.

—Por cierto, Doris tiene ganas de conocerte. No conoce a ningún islandés.

—Bueno, yo soy solo medio islandés —respondo—. Ya lo sabes. Y llevo más de veinte años sin ir a Islandia.

—¿Qué más dará? El caso es que tiene ganas de conocerte.

—Ulf —digo, y cierro los ojos cuando el fuerte sol primaveral se cuela entre las nubes, sobre el edificio de la oficina de empleo del centro de Stavanger—, en cuanto a lo de la cena...

—Ni hablar. Te he invitado y vas a acudir. Esta vez no hay excusas. «Y el canto de ustedes que es mi mismo canto...». Ah, por cierto —prosigue Ulf, como si estuviera haciendo un dueto con Arja—. Compra perifollo.

—¿Qué?

—Perifollo. Trae perifollo.

—¿Qué es eso?

—Perifollo —gruñe y aprieta muy fuerte la mandíbula—. Se parece al perejil. Pasa por el súper cuando vengas. Y compra un poco.

—¿Tengo que hacerlo?

—«Y el canto de todos que es mi propio canto...». Sí —dice Ulf, y cuelga el teléfono.

Cicatrices

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