Читать книгу Cicatrices - Heine T. Bakkeid - Страница 10

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En el autobús número 9 que va hasta Tananger viajamos solo el conductor y yo. Fuera está oscuro, la luz amarilla de las farolas se desliza por las ventanillas y el autobús se mece ligeramente hacia los lados, como si fuera un barco que avanza en la suave noche de primavera. A los árboles ya les han salido hojas nuevas, los dientes de león asoman por el borde entre la acera y la carretera a medida que nos alejamos de la ciudad y hacia el oeste.

Me bajo en la parada que está justo enfrente de la antigua capilla. El aparcamiento está vacío. Unas lucecitas brillan entre los setos, detrás de los edificios.

Me detengo nada más llegar al camino que conduce al cementerio. Veo frente a mí montones recién hechos de tierra con flores, lápidas con letras doradas, ángeles y pájaros iluminados con la luz tenue de farolas de vidrio y las antorchas. En el cielo sin luna, unas nubes negras se acercan deprisa desde el mar. He estado aquí muchas veces desde que volví de Tromsø. La primera vez me quedé aquí de pie. No llegué a entrar en el cementerio.

Camino por la parte de fuera, sigo el sendero entre las lápidas hasta que llego al lugar adecuado. Una suave ráfaga de viento hace que me detenga cuando veo su lápida. Es la cuarta desde donde me encuentro y tiene una luz a cada lado. Solo una de ellas está encendida. Me quedo de pie, inmóvil, y miro fijamente la piedra negra.

—Es más bonito cuando está oscuro —dice de repente una voz detrás de mí.

—¿Qué? —Me vuelvo de golpe y miro al anciano de ojos entornados, abrigo marrón y sombrero que está un paso detrás de mí, con un perro despeluchado atado a una correa—. Disculpe, ¿cómo dice?

—El cementerio —responde con suavidad—. Yo también prefiero venir por las tardes. No parece tan desangelado cuando está oscuro. Además, me parece que las luces le dan un encanto especial, incluso cuando llueve y hace viento.

—Sí —digo y me subo el cuello de la chaqueta—. Son bonitas.

—¿Tienes familia aquí?

—No, ella... —empiezo a decir, pero me detengo a media frase.

—Mi mujer. —El hombre señala con la cabeza una de las filas de lápidas del otro lado—. Viudo desde hace casi siete años. Mi hija me dijo que me vendría bien tener un perro —añade, y mira con una sonrisa al animal que tiene a los pies—. Para que me haga compañía. Está muy bien tener a alguien que llene el vacío, hasta que volvamos a vernos. —Me mira con los ojos llenos de fe—. En el paraíso.

Asiento despacio con la cabeza.

—¿Tienes perro?

—¿Qué?

—Perro, que si tienes...

—No, pero tengo pastillas.

—Ah, ¿y te ayudan?

—No estoy seguro —murmuro mientras busco la tumba de Frei con la mirada.

—Bueno —empieza a decir el hombre cuando el perro deja de tirar de la correa, y ambos desaparecen en la oscuridad.

Espero un rato antes de dar un paso adelante, hacia el césped mullido. Enseguida noto el suelo más frío, como si el invierno no se hubiera marchado del todo de aquí, y me apresuro a volver al camino. Salgo corriendo del cementerio hasta que llego de nuevo al aparcamiento.

Cicatrices

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