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1. La situación social y política en Europa durante la Restauración (1815-1830)

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Los primeros esbozos de socialismo en Francia nacieron bajo Napoleón: Saint-Simon publicó su primer escrito en 1803 y Fourier en 1808, pero las obras maduras de ambos se produjeron durante las monarquías de Luis XVIII y Carlos X, período conocido como Restauración, y es el momento en que empiezan a lograr algún pequeño círculo de seguidores. Sin embargo, no es una sencilla coincidencia temporal con la nueva situación lo que permite el desarrollo de sus doctrinas, sino ante todo un estado de azoramiento y desorientación que invade a toda la sociedad, en donde las tendencias reaccionarias pretenden volver a un modelo social imposible y las fuerzas progresistas no saben exactamente cómo avanzar hacia un nuevo régimen y no saben tampoco en qué consiste su apuesta al futuro. Es ese momento de desconcierto el que permite la elaboración de las teorías políticas que signarán el futuro de Francia y, hasta cierto punto, de la sociedad capitalista. Los momentos revolucionarios son los de toma de partido, cuando las urgencias exigen a sus protagonistas más acción que teoría. Desde la caída de Napoleón en 1814 hasta la revolución de 1830, que inaugura una monarquía de signo liberal, nos hallamos ante un “valle” histórico que ha gozado de escasa atención por parte de los historiadores (Rosanvallon, 2015: 11). Si las poderosas “montañas” revolucionarias son fértiles para mostrar a las clases sociales en pugna, el intervalo relativamente pacífico entre los dos grandes sucesos es enormemente rico en cuanto a la elaboración ideológica y la prefiguración de corrientes que finalmente se manifestarán en los siguientes estadios de la lucha de clases.

Superadas las convulsiones que signan el fin del siglo XVIII y la larga guerra que lleva a cabo Napoleón con el resto de Europa, la sociedad francesa se pregunta con qué mundo se encuentra. Los conservadores, partidarios de un retorno a la monarquía absoluta (los ultramonárquicos, o “ultras”), parecen confiar en que nada ha cambiado en Francia tras la Revolución, y buscan apoyarse en el triunfo de la Santa Alianza (comandada por los países más reaccionarios, como Rusia, Austria y Prusia) para restablecer los viejos privilegios de la nobleza y del clero. Los ahora llamados “liberales” (el término en su sentido político aparece durante la Restauración, tanto en Francia como en Inglaterra) buscan ampliar las libertades de la clase burguesa y modificar las leyes electorales en su beneficio, pero deben encontrar la manera de explicar las virtudes de la revolución de 1789 y, a la vez, justificar e impugnar los “excesos” de la época del Terror. La nueva monarquía, que recae en el hermano del decapitado Luis XVI, se verá imposibilitada de jugar un partido propio y se recostará alternadamente en uno y otro grupo político.

La burguesía ya estaba cansada de Napoleón y exhausta de pagar campañas militares, aun cuando la habían beneficiado. Desde el momento en que la alianza europea llegó a las puertas de París en marzo de 1814, fueron los banqueros como Jacques Lafitte y los especuladores los que le negaron a Bonaparte los medios para recomponer su ejército. Un viejo zorro como Talleyrand, sobreviviente a todos los gobiernos y en ese momento canciller del Imperio, conspiró para que la corona no recayera en el hijo de Napoleón, como quería éste, sino en un Borbón. Con la burguesía dándole la espalda, el general corso tuvo que abdicar y fue confinado a la isla de Elba. El imperio inglés no perdió el tiempo y, como no podía ser de otra manera, aprovechó para hacer negocios en alianza con los financistas de París: la banca Baring, tristemente conocida más tarde por los argentinos, concedió un préstamo con un interés usurario del 22% para realizar el licenciamiento forzoso de las tropas francesas desmovilizadas tras la derrota, pero por la gestión de la operación los bancos locales se quedaron con el 12,5% del monto total en concepto de comisión (Blanc, 1842, I: 53).

El nuevo rey, que será ungido con el nombre de Luis XVIII, no pudo volver a dirigir Francia como si nada hubiera sucedido en los últimos veinte años, a pesar de que así lo reclamarán los aristócratas emigrados, empecinados en borrar de la historia la larga revolución del país galo. La centralización cultural, impositiva y lingüística, establecida por los Borbones y consolidada por la Revolución, se mantuvo, al igual que la uniformización de pesos y medidas, decretada por la Convención Nacional en 1795. Las corporaciones gremiales (prohibidas por la ley de Isaac Le Chapelier en 1791) siguieron suprimidas. Las tierras ocupadas no se devolvieron y de allí nació una nueva clase de propietarios en el campo que tendrá un papel decisivo en la futura política francesa. La situación con la Iglesia Católica no se recompuso pues, a pesar de las expropiaciones y las expulsiones, el bajo clero era favorable a los nuevos aires de afrancesamiento. Los llamados “bienes nacionales” habían sido confiscados a la Iglesia a fines de 1789, es decir en los comienzos de la Revolución, cuando Luis XVI aún estaba en el poder, y la monarquía en ese momento aceptó la medida para equilibrar el tesoro de gobierno. Estas expropiaciones se convirtieron en un factor decisivo para la constitución de la burguesía francesa. Si Luis XVIII quería gobernar Francia, tenía que contar con esa clase social, que se había beneficiado con la Revolución y con el Imperio, y que seguía siendo el principal motor económico del país.

El nuevo rey decidió “otorgar” una Constitución (la Charte octroyée), manifestando así su intención de no volver a los tiempos de la monarquía absoluta, pero suprimió la enseña tricolor y retornó a la bandera blanca de los Borbones. Se impuso el voto censitario, por el cual sólo tenían derecho de sufragio los varones que tuvieran una renta superior a 300 francos. La edad mínima para ser elegido diputado era de cuarenta años. Se inauguró entonces una monarquía parlamentaria, donde la alta burguesía podía discutir cada medida de gobierno y el rey debía manejarse con cautela para contar siempre con su apoyo. “Así se abrió en Francia la era de los intereses materiales”, dice algunos años después un historiador sansimoniano (Blanc, 1842, I: 50).

El breve retorno de Napoleón, entre abril y junio de 1815 (los llamados “cien días”, Cent-jours) sirvió para demostrar varias cosas. En primer lugar, que la enorme popularidad de Bonaparte estaba intacta: entre su desembarco en Marsella y su llegada a París veinte días después, el general va sumando adhesiones y engrosando su ejército, las brigadas que se envían para detenerlo se rinden y los soldados se pasan de su lado, y cuando llega a París logra la huida del nuevo monarca. En segundo lugar, que la burguesía en general y los liberales en particular preferían el calor del poder a los principios, y así como apoyaron la caída de Napoleón un año antes, cuando éste retorna en 1815 lo aplauden y hasta forman parte de su gobierno. En tercer lugar, que la aristocracia sólo sabía conspirar desde el extranjero y no tenía ni un asomo de apoyo de masas. Por último, como dijera Hegel, Napoleón debió ser derrotado por segunda vez para convencerse de que su alejamiento del poder no era un accidente sino una necesidad histórica.

Napoleón volvió a caer con su derrota en Waterloo, pero el bonapartismo siguió siendo un problema político importante en Francia, hasta su corolario con el gobierno del sobrino Luis Bonaparte. Las campañas de Napoleón le habían dado victorias y glorias a Francia, galardón al que ningún sector de las clases dominantes quería renunciar, por más críticos que fueran con la falta de libertad interna que imperaba en su gobierno. En las capas populares, la admiración por Napoleón era enorme: las decenas de miles de soldados licenciados y la gran mayoría de los que permanecían en el ejército seguían siendo bonapartistas. Quien quisiera gobernar debía tomar ese elemento en cuenta.1 En la década de 1820 los carbonarios y desde la de 1830 los seguidores de Auguste Blanqui, en cierto modo, van a recuperar el resentimiento de las masas con los “traidores” de 1815 y el impulso belicoso para encaminar a ciertos sectores descontentos en contra del régimen de la burguesía. Pero los bonapartistas, a partir de Waterloo, debieron guardar un cauteloso silencio. Los protagonistas de la política, durante los quince años siguientes, fueron los liberales, los doctrinarios y los ultras.

Los llamados “ultras” estuvieron representados por grandes cultores de la lengua francesa como el escritor René de Chateaubriand, Louis de Bonald y Joseph de Maistre.2 Políticamente, pretendían volver atrás la rueda de la historia, regresar a la monarquía absoluta, y en ese sentido se opusieron a todas las concesiones que Luis XVIII se vio obligado a hacer ante los hechos consumados de la Revolución. Su papel reaccionario tuvo el simple resultado de retrasar la plena toma del poder por parte de la burguesía francesa y, a pesar de su prédica, la nueva sociedad capitalista siguió barriendo toda la escoria del viejo régimen, para garantizar los negocios de la burguesía. Desde el punto de vista teórico, ejercieron una influencia duradera en el tiempo, incluso indirectamente en el sansimonismo.

El concepto clave que elabora Joseph de Maistre (1966 [1819]) es el de “unidad”: unidad de la nación en torno a un monarca único e indiscutido, unidad de la religión católica dirigida por el papa, unidad de la familia conducida por el padre, unidad de la lengua francesa. Si no hay unidad, hay anarquía, no hay objetivo común, todo termina en disputas y en luchas por el poder. La nación, entendida como un todo, es superior al individuo y a las facciones que podrían disputar el liderazgo. La unidad que une a la nación es espiritual y es superior al presente histórico: de allí que haya que preferir la tradición a las innovaciones. Como afirma en una carta a Bonald (De Maistre, 1853, I: 517), el sofisma inicial de la época es que la libertad es algo absoluto que se tiene o no se tiene, y que todos los pueblos tienen derecho a la libertad. Rechaza la Carta otorgada por Luis XVIII al pueblo francés y afirma que esa Constitución “no existe”, pues está basada en la más grande de las expoliaciones. Ese estado de cosas “no va a durar”. Los ultras no tienen solamente una nostalgia por el antiguo régimen sino que además creen que la Revolución Francesa es una excepcionalidad histórica que pronto desaparecerá sin dejar rastros. La Santa Alianza parece darles la razón, pero las transformaciones estructurales que realizó la Revolución y que no fueron revertidas eran una dura advertencia a este sector de que nada podía volver a su lugar: la monarquía ya no era absoluta, sino constitucional; las tierras de Francia habían sido repartidas y generado una clase de propietarios que de ninguna manera permitirían que los aristócratas y la Iglesia recuperaran su antiguo rol; la nobleza y el clero ya no representaban más que a sí mismos y su papel social estaba en completa decadencia. Para De Maistre (1853, II: 371), la Revolución Francesa había sido un resultado directo de la herejía protestante y de la filosofía del siglo XVIII. En el estado en que se encontraba la sociedad después de ese cataclismo, el catolicismo era el único que podía otorgar un principio de autoridad que permitiera reencauzar la marcha de los acontecimientos (p. 371).

Bonald (1843 [1796], I: 15-17), por su parte, elogiaba a Montesquieu pero rechazaba lo que hoy llamaríamos determinismo geográfico, y repudiaba a Rousseau, inventor de la teoría de la soberanía del pueblo. La “voluntad general” de un pueblo sólo puede ser llevada adelante por el monarca, sin mediaciones y sin necesidad de consenso entre sectores diferentes. La nación es concebida como una especie de circunferencia, que sólo puede desarrollarse si tiene un centro que la dirige. Pero en las repúblicas, las familias que dirigen la nación son efímeras y el pueblo no puede conocerlas ni amarlas: sólo la monarquía, donde el rey posee todo el poder, puede generar el entusiasmo general del pueblo (p. 533). Ese amor por el monarca es a la vez expresión del “carácter nacional”, que sólo puede estar basado en el orgullo de lo propio y en el desprecio de lo ajeno (p. 543). Insensiblemente, y aun en su entusiasmo por el régimen fenecido, Bonald se convertía en un portavoz del nacionalismo, que alcanzaría su apogeo en los países capitalistas. Advertía también que el comercio internacional era “peligroso para el carácter nacional” (p. 544), ya que los pueblos que viajaban se transformaban en cosmopolitas y perdían su fuerza espiritual. Apuntaba con esto a un fenómeno complejo: la economía de mercado muestra una doble fuerza contradictoria, que consiste en negar lo nacional (pues la ganancia no tiene frontera) y a la vez necesitar la cohesión nacional (pues el Estado propio es la única manera de beneficiarse de la tasa de ganancia).

Los liberales constituyeron la izquierda de la política francesa durante la Restauración (Thureau-Dangin, 1876: 1-78). Si algo los caracterizó fue la confusión y la ambigüedad ideológica: sabían a qué se oponían pero no pudieron enunciar claramente qué tipo de sociedad reivindicaban. Se opusieron a Napoleón, por la falta de libertad pero sobre todo porque dejó exhaustas las arcas del Estado y de los burgueses, pero no dejaron de aplaudir al general corso cuando regresó apoyado por las masas en los Cien Días. Dieron sustento a la monarquía de Luis XVIII, tratando de conseguir un mejor lugar dentro de la clase dirigente, y no se pronunciaron por la república (pp. 140-150), siendo partidarios de un voto censitario muy restrictivo. Reivindicaron la revolución de 1789, pero se mostraron siempre incómodos con el Terror y no se preocuparon en sacrificar a viejos revolucionarios como el abate Grégoire, que fue elegido para la Cámara en Grenoble y destituido por presión de los ultras. El liberalismo contó con buenos oradores en el Parlamento, como Benjamin Constant y Jacques Manuel, y el primero sobre todo trató de establecer los principios generales del liberalismo en algunas obras de envergadura.

Hipotéticamente, el liberalismo representaba los intereses de la burguesía (el “tercer estado”), pero esa misma clase se encontraba en una posición dubitativa entre las diferentes fuerzas sociales: se enriqueció con Napoleón, que era apoyado por las masas, pero la burguesía le temía a esas masas con armas en la mano, conducidas por un líder al que la clase propietaria no podía manejar a su antojo. Se acomodó otra vez cuando Napoleón volvió en los Cien Días, y volvió a acomodarse cuando regresó Luis XVIII. El liberalismo no fue más que un emprendimiento pragmático para otorgarle a la burguesía, y sólo a la burguesía, una situación cómoda para proteger y garantizar sus negocios desde el Estado. Por eso mismo sus teorizaciones no podían hacer otra cosa que plantear generalidades sobre la libertad, so pena de tropezar una y otra vez con derechos concretos que no estaban dispuestos a defender.

Así, de 1815 a 1830, la burguesía no se ocupó de otra cosa que de completar su dominación. Hacer volcar en su provecho el sistema electoral, apoderarse de la fuerza parlamentaria, volverla soberana después de haberla conquistado; esa fue, durante quince años, la obra del liberalismo, obra que se resume en estas palabras: servir a la realeza sin destruirla. (Blanc, 1842, I: 54-55)

En 1815, según Louis Blanc, comenzó la sociedad del capital, pero la burguesía no se había apoderado completamente del poder. El Estado no era un instrumento a su servicio, pues la aristocracia y los ultras tenían todavía una influencia notoria en los asuntos políticos de Francia. Para Blanc, se vivía una situación de “doble poder”, donde el árbitro estaba representado por el monarca, que se apoyó alternativamente en la izquierda y en la derecha. A partir de 1820 el rey fue inclinándose cada vez más hacia el sector reaccionario, lo que llevó a fines de la década a que la burguesía y los liberales volvieran a sus prácticas conspirativas, que terminaron en la insurrección de 1830 y la instauración de una monarquía “liberal”.

En las elecciones para el Parlamento, por ejemplo, sólo podían votar quienes tuvieran una renta mínima de 300 francos y se necesitaban 1.000 francos para ser elegido. Eso implicaba que había 90.000 electores y 20.000 elegibles, dejando afuera al 90% de la población de Francia (Jardin, 1998: 246): la ley electoral era una ley dedicada a la burguesía. Un párrafo de Benjamin Constant (1815: 106) puede aclarar la posición conservadora del liberalismo con respecto a las libertades:

Yo no busco perjudicar en absoluto a la clase laboriosa. Esta clase no posee menos patriotismo que las otras clases. A menudo está lista para los sacrificios más heroicos y su devoción es tanto más admirable pues no es recompensada ni por la fortuna ni por la gloria. Pero creo que una cosa es el patriotismo que otorga el coraje para morir por su país y otra es la capacidad de conocer sus intereses. Es necesario entonces otra condición además del nacimiento y la edad prescriptos por la ley. Esa condición es el tiempo de ocio indispensable para la adquisición de las luces, para la rectitud del juicio. Sólo la propiedad asegura ese tiempo de ocio: sólo la propiedad vuelve a los hombres capaces del ejercicio de los derechos políticos.

A pesar de que en el prólogo Constant (1815: VIII) declaraba luchar por “el respeto por los derechos de todos”, la parte aplicativa de la misma obra se decidía a no respetar, como vimos, el derecho de “la clase laboriosa”. Por otra parte, la edad mínima para ser elegible era de cuarenta años, con lo cual en los años siguientes nació una juventud burguesa, impedida de acceder al poder, que nutrió las filas de la extrema izquierda liberal. En definitiva, la libertad de representación, así como la de asociación y la de prensa, no eran más que libertades para la misma burguesía, y así esa libertad abstracta se resumía en una libertad para unos pocos.

También hay que tener en cuenta la debilidad intrínseca de la burguesía francesa, constituida en gran parte por pequeños talleres, artesanos, manufacturas que no llegaban a desarrollar una gran industria como la que prevalecía en Inglaterra. En rigor, es la misma debilidad de la burguesía la que lleva a que Francia se destaque por sus planteos ideológicos universales y abstractos, que tuvieron una profunda influencia en el resto del mundo.

En los primeros años de la Restauración nació un grupo diferenciado dentro de los liberales, llamados “doctrinarios”, entre los cuales sobresalió François Guizot, personaje que sería una pieza clave en la posterior Monarquía de Julio, secundado por Pierre Royer-Collard y el duque de Broglie, entre otros (Rosanvallon, 2015). Los doctrinarios, lejos de las veleidades teóricas de los liberales, prefirieron apostar por un apoyo moderado a la monarquía y formaron parte del gobierno de Luis XVIII hasta que éste los reemplazó por la extrema derecha. No existía una diferencia ideológica significativa entre los doctrinarios y los liberales, salvo en el hecho de que los primeros eran fervientes partidarios de Luis XVIII,3 expresaban más claramente su rechazo al período robespierrista de la Revolución y abogaban por un control mayor a los reclamos de las clases bajas. Eran aún más moderados que los liberales y no era casual una cierta influencia del protestantismo en algunos de ellos. Planteaban la soberanía de la razón en vez de la soberanía del pueblo. Esta última, afirmaban, al igual que el derecho divino de los reyes absolutos, estaba basada en la fuerza. El poder sólo podía ser legítimo si se apoyaba en la razón, que no estaba depositada en toda la población, pero quedaba claro que había un sector que accedía a ella de manera particular. En definitiva, enarbolar la soberanía de la razón no era más que la forma idealizada de privilegiar el poder de una elite ilustrada que debía guiar al pueblo para que éste aceptara los designios y las perspectivas de la clase dominante.

De esta manera, los ultras y conservadores pretendían volver a una sociedad unida y centralizada que había perimido, los liberales abogaban por una libertad sin atreverse a reivindicar completamente la revolución que les había dado origen y los doctrinarios preferían reivindicar las necesidades del poder de mantener el orden para apuntalar la construcción de una clase burguesa que apenas estaba en germen en Francia. Por debajo de estas disputas oratorias, el capitalismo seguía su curso porque lo que la Revolución había destruido no se había podido recomponer y porque los acontecimientos habían dado nacimiento a una clase social propietaria que el nuevo régimen estaba imposibilitado de expropiar.

Es en la Restauración, momento de retroceso de las urgencias históricas, cuando la sociedad en su conjunto se pregunta cómo seguir, qué tipo de sociedad se ha inaugurado, cuánto ha cambiado el mundo y si ese cambio revolucionario ha sido definitivo. Se expresa no solamente en las vacilaciones y en las nostalgias de cada grupo ideológico sino también en la proliferación de “sistemas” políticos, preocupados por dar una perspectiva a la sociedad que se abre y corregir lo que parecen no ser más que errores o dificultades de momento. En este período se empieza a dar un perfil más concreto al liberalismo político, pero también surge el conservadurismo, preocupado por el advenimiento de las masas a la arena política; a la izquierda del liberalismo nace una juventud ansiosa por superar las vacilaciones políticas de los liberales, desarrollando un radicalismo insurreccional que unas décadas más adelante dejará su huella también en las corrientes del movimiento obrero, y finalmente surgen en los márgenes del liberalismo dos sistemas que no son todavía socialistas, pero que pondrán a funcionar una serie de conceptos y preguntas que van a dar lugar al nacimiento del conjunto de corrientes del socialismo futuro. Estos sistemas son el de Saint-Simon y el de Charles Fourier.

1. Los liberales tuvieron una actitud demagógica con respecto a la gran masa de fervientes partidarios de Napoleón. En cierto modo, fueron su único vínculo con el pueblo bajo y lo utilizaron cuando les convino (Thureau-Dangin, 1876: 67-77).

2. Joseph de Maistre escribía en lengua francesa pero era nativo y súbdito del reino de Saboya, incorporado por la fuerza a Francia después de la Revolución. Como saboyano, fue representante diplomático del reino de Cerdeña.

3. Incluso mantuvieron su apoyo al rey durante los Cien Días, mientras los liberales apoyaban a Napoleón, después de injuriarlo (Thureau-Dangin, 1876: 14-26).

De Saint-Simon a Marx

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