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Preocupaciones políticas

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La ruptura paulatina con el liberalismo vuelve a consumarse con una nueva publicación, Le Politique,12 que aparece en París entre 1818 y 1819. Este periódico, que cuenta con un gran número de suscriptores, aparece en un momento de particular debate en Francia alrededor de los caminos que debe seguir el Estado con relación a las luchas parlamentarias. Luis XVIII parece girar a la izquierda y se apoya ahora en sectores liberales de diferente signo, que promueven leyes de moderación de la censura y apertura en las formas de sufragio. Saint-Simon se destaca dentro del periodismo político como un intelectual “original”, como lo definió años después John Stuart Mill (1945 [1870]: 42), que lo conoció en ese momento a través de Jean-Baptiste Say. Su originalidad consiste en hablar desde el liberalismo y tener como interlocutor a los liberales, pero se destaca por algunas ideas que generan incomodidad, propuestas que parecen demasiado audaces con relación a la cautela propia de un liberalismo que no quiere ser confundido con los jacobinos de 1795. Por otra parte, tampoco son posturas que lleven a actitudes revolucionarias o de cambio violento, ya que reiteradamente Saint-Simon va a privilegiar las formas pacíficas y reformistas.

En esta nueva publicación, la especulación científica o filosófica cede paso a la política práctica, y las posturas de Saint-Simon van adquiriendo un mayor grado de crítica al sector específico al que interpela. Comienza por cuestionar el nombre con el que se conoce por esos años al partido liberal: partido “independiente”. Quieren manifestar así, dice Saint-Simon, su independencia tanto con respecto al partido ministerial (es decir, el que apoya a Luis XVIII) como con respecto a los partidarios de Bonaparte. La palabra “independencia” es una palabra negativa, afirma, en el sentido de que explicita a quién se rechaza pero no lo que se propone, y lo que hace falta en Francia, afirma Saint-Simon, es decir en voz alta cuál es el programa de gobierno y la perspectiva social que se impulsa. No hay que comportarse políticamente con “habilidad”, como se jactan los liberales, sino con franqueza (O.C., III: 1871). Se habla de la libertad y de suprimir ciertas disposiciones que coartan los movimientos de la parte más acomodada de la población, pero los que arriesgaron o perdieron su vida por la libertad de Francia son muchos más:

No conocemos ninguna obra, por cierto, que se ocupe de una manera continua de los intereses de los ciudadanos que conquistaron la libertad sirviendo en los ejércitos sin grado o como suboficiales, como tenientes o incluso como capitanes. No conocemos ninguna que habitualmente exponga a ojos de la clase más numerosa de la nación tanto los derechos políticos de los que goza (decir y escribir libremente su opinión) como el uso que pueda hacer de ellos para mejorar su suerte. (O.C., III: 1872)

Surge en este párrafo, según nuestra opinión, el germen de una frase que será recurrente en Saint-Simon y prácticamente la divisa constante de su última obra, Nuevo cristianismo, y repetida luego por sus seguidores. Tanto Proudhon (1983 [1840]) como Flora Tristán (1993 [1843]) van a repetir o reformular más adelante ese lema: “Mejorar la suerte física y material de la clase más numerosa y más pobre” (Saint-Simon, 2004 [1825]: passim).13 Aquí Saint-Simon habla solamente de “la clase más numerosa”, pero ya se va abriendo paso la referencia al pueblo llano y lo convoca en un sentido positivo, cuestionando duramente el desinterés del liberalismo por las clases bajas.

En su análisis de los sucesos franceses, Saint-Simon afirma que la Revolución fue hecha por todos los “no privilegiados”, pero pronto “los más ricos” se dieron cuenta de que era “más ventajoso para ellos separar sus intereses de los de la masa del pueblo” (O.C., III: 1897). La reacción del pueblo no se hizo esperar y dominó la política revolucionaria en la época del Terror. Napoleón aprovechó la insurrección popular en su propio beneficio. Como liberal que todavía es, Saint-Simon quiere separar la revolución constructiva, de los primeros tres años, de los años de anarquía y la pérdida de rumbo de Francia bajo Robespierre y, luego, Bonaparte. En eso retoma las ilusiones del conjunto de la burguesía francesa, que pretende “terminar la revolución” y, al mismo tiempo, reivindicar todo aquello que la revolución ha transformado en inamovible. Pero no por ello deja de observar que la clase llamada a dirigir la nueva sociedad ha perdido la perspectiva de gobernar para la mayoría de la población.

También propone suprimir el ejército regular (O.C., III: 1848) y conservar solamente una guardia nacional, formada exclusivamente por productores, que por sus propios intereses buscarán permanentemente la paz y tienen algo que defender en caso de una amenaza externa. Busca con esto minar todas las fuentes de privilegios de la aristocracia y que los nobles terminen por convertirse en “simples ciudadanos”, mientras los liberales, sin especificar cuáles serían sus objetivos de mediano plazo, se acomodan a una situación de relativo fortalecimiento de la nobleza, de la mano de la monarquía. Un ejército permanente dirigido por la oficialidad aristocrática puede ser utilizado por el Estado para sofocar las rebeliones de la mayoría, mientras que una guardia nacional de los productores actuará siempre en función de sus propios intereses, que coinciden con los de la nación.

La industria, es decir la producción, no solamente es puesta en el centro de su programa político sino que además concibe a los sectores no productivos como enemigos de la nación. Más allá de las fracciones políticas que compiten por una banca en el Parlamento, el país está dividido en dos “partidos”: el partido nacional, conformado por quienes realizan trabajos útiles o prestan su concurso para ello (artistas y sabios), y el partido antinacional, conformado por los que consumen pero no producen nada (O.C., III: 1947). Si desde la Revolución todos somos iguales ante la ley, ningún privilegio de nacimiento nos puede eximir de trabajar en beneficio del conjunto social. La máxima cristiana “Ama a tu prójimo como a ti mismo” no puede significar otra cosa, en el estado actual de la civilización, que devolverle al cuerpo social un valor equivalente al que se recibe. Surge así la metáfora de los zánganos y las abejas, ya utilizada desde Platón, pero particularmente enunciada por Destutt de Tracy, uno de los pensadores más significativos de los idéologues, para criticar la carga social que significa el sostenimiento de una nobleza parasitaria y una corte onerosa. Esta metáfora no significa otra cosa que un llamamiento para “destruir la facción de los nobles” (O.C., III: 1944), es cumplir la obra llevada a cabo por el tercer estado durante la Revolución Francesa, es consagrar políticamente la expropiación de los grandes señoríos y de la Iglesia. También significa, por otra parte, plantear que el sector industrial o productivo debe invadir todo el cuerpo social y que el mantenimiento del orden, los símbolos de las jerarquías sociales, la autoridad y la coerción estatal no cumplen ningún rol en la productividad social y que, por ello mismo, están llamados a desaparecer, en la medida en que los industriales se apoderen del conjunto de la maquinaria del Estado. El partido nacional es superior al partido antinacional en primer lugar porque representa a la mayoría del país, pero también es superior moral, intelectual y políticamente. Sus miembros deben redactar la Constitución y hacer las leyes según sus preferencias y sus necesidades, pues saben administrar adecuadamente sus empresas y así sabrán administrar convenientemente el país. Economizan en la producción y por ello harán un Estado barato.

La metáfora de las abejas y los zánganos, que en un primer momento no pasaba de ser una imagen fugaz y secundaria en un artículo, provoca una reacción encendida en el ambiente político francés. En la siguiente entrega de Le Politique Saint-Simon debe salir a enfrentar una “querella” suscitada por su metáfora. Entre los zánganos, Saint-Simon se cuida de incluir al monarca, pero sí hace figurar a la nobleza, al alto clero, a la más alta jerarquía de la Justicia, a la enorme burocracia estatal que, según Saint-Simon, creó Napoleón Bonaparte. Al criticar a este sector de la sociedad, los ociosos, está reaccionando a la vez contra los estamentos parasitarios heredados del mundo feudal y contra la pesada maquinaria estatal, que en rigor no es una creación de Bonaparte sino que ya se había consolidado en el antiguo régimen (Dreyfus, 2012).

En 1819 Saint-Simon lanza otra publicación, L’Organisateur, firmada exclusivamente por él, pero con la ayuda no explicitada en el papel de su nuevo secretario Auguste Comte. En esta nueva revista se hará más frecuente la palabra “sistema”.14 Si el mundo feudal fue un sistema, es decir que implicaba una formación económica, un tipo de cultura, una religión especial, una organización social específica, y donde prevalecía la ley del más fuerte y las guerras constantes, ese mundo debe ser reemplazado con otro sistema, ahora centrado en el trabajo, en la producción, con otra cultura, otra formación religiosa, otra organización política. Retomando conceptos ya volcados en sus obras epistemológicas de los años de Napoleón, hablará ahora de “sistema de política positiva”.15 Dos años después publicará una obra titulada Del sistema industrial. La noción de sistema remite aquí a una totalidad, con diversas partes articuladas entre sí. Si en los primeros años insistía con fundar una “fisiología social”, donde cada parte de la sociedad funcionaba como si fuera un órgano, ahora recurre a los modelos de la economía política y trata de dar respuesta al conjunto de los problemas que presenta la dirección de un país. Esta intención de totalidad, rastreable desde las primeras obras escritas por Saint-Simon, es una nueva manera de separarse del liberalismo, que por su mismo individualismo metodológico está imposibilitado de concebir la totalidad social de otra manera que como un conjunto de átomos que se autorregulan entre sí.

La primera entrega de L’Organisateur logra conmover a la opinión pública. Si la comparación de la clase ociosa con los zánganos había provocado un encendido debate, ahora enuncia una hipótesis, conocida como “Parábola de Saint-Simon”,16 donde invita a hacer la suposición siguiente: si por un desastre natural murieran los principales científicos, industriales, sabios, artistas, comerciantes, etc., es decir todas las personas útiles para la producción social, Francia caería en una situación desgraciada; como un cuerpo sin alma, devendría el más débil de los países y tardaría más de una generación en recuperarse. Si, en cambio, desaparecieran el hermano del monarca (el rey mismo no es nombrado), los principales nobles adscriptos a la corte, los pares de Francia, la nobleza, el alto clero, en definitiva todo el sector que no produce sino que consume los bienes producidos por los demás, los franceses se sentirían afligidos, porque todos ellos son “buena gente”, pero el país no sufriría ninguna gran perturbación. La pérdida de las treinta mil personas más importantes del Estado no causaría ningún problema político serio, porque el país podría seguir produciendo las mismas cosas útiles que hasta ese momento.

La hipótesis de Saint-Simon contenía un grado de provocación que no escapaba a su autor. De hecho, ese fue aparentemente el motivo por el cual figuraba sólo su nombre como responsable de la edición y también como autor, a diferencia de las publicaciones anteriores donde se exponían los inversionistas y los suscriptores. La parábola produjo la pérdida de suscripciones y Saint-Simon fue llevado a los tribunales por el Estado, acusado de ofensas a la familia real. Fue absuelto, aun en el marco de un giro a la derecha del gobierno, a partir del asesinato del duque de Berry por un obrero bonapartista (casualmente, el duque de Berry era uno de los nobles mencionados en el texto cuya desaparición no comportaría problemas a Francia). En la siguiente salida de L’Organisateur Saint-Simon en cierta manera trató de poner paños fríos a la interpretación que veía su hipótesis como una incitación a las masas a movilizarse.17 Niega en las primeras líneas “tener intenciones hostiles” con respecto a los jefes del gobierno, y convoca a las transformaciones históricas en su defensa: hace un largo relato de las enormes mutaciones que ha experimentado la humanidad, desde la antropofagia hasta el rechazo a la carne humana, desde los augurios por los signos celestes hasta las previsiones de la ciencia, para llegar a las evoluciones políticas desde los imperios basados en la fuerza hasta el parlamentarismo y las actuales revoluciones. Todo ello demuestra que el mundo se transforma, y él no quiere ser otra cosa que el teorizador de ese cambio.

¿No es evidente que la verdadera causa de la revolución actual es el deseo que tienen los gobernados de restringir los poderes de los gobernantes, de disminuir la consideración extremadamente exagerada de la que están investidos, de reducir las sumas que perciben por el pago de sus trabajos, ya que juzgan que esos trabajos son pagados de manera excesiva por los servicios que rinden a la sociedad?

¿No es evidente, finalmente, que la revolución no terminará, que la calma no será restablecida, mientras los gobernados no alcancen su objetivo? (O.C., III: 2126)

La idea de “terminar la revolución” no es exclusiva de Saint-Simon. En rigor es el problema de toda una generación: tanto para la nobleza, que quiere dar marcha atrás la rueda de la historia, como para el liberalismo, que busca la manera de conservar ciertos logros revolucionarios pero conjurando definitivamente los peligros que conlleva la movilización de masas (Rosanvallon, 2015: 14). Pero de todas esas interpretaciones, la de Saint-Simon es la única que trata de llevar el programa revolucionario hasta sus últimas consecuencias, aunque en un sentido pacífico. Lo que hace falta es barrer con los restos de feudalismo, destruir políticamente a la casta de nobles, curas y altos magistrados que siguen encaramados en el poder, desarrollar la industria y darle el poder directamente a la clase industrial. Mientras todas las fracciones políticas del liberalismo se acomodan en la coexistencia con lo que queda del antiguo régimen en un calculado pragmatismo que los lleva a recostarse sobre el mantenimiento del orden, Saint-Simon reclama políticamente que los restos de feudalismo sean barridos sin consideraciones sentimentales, ya que son esos cadáveres sociales los que hacen caro al Estado y los que impiden el desarrollo de una industria poderosa.

Esa idea expresada por Saint-Simon, “la calma no será restablecida mientras los gobernados no alcancen su objetivo”, será retomada en obras posteriores. Retrata, quizá mejor que ninguna otra frase, el estado de precariedad política que caracterizará los dos siglos posteriores bajo el régimen capitalista. La clase dominante intentando que los trabajadores (los gobernados) acepten su situación de opresión, mientras éstos una y otra vez salen a la lucha para cuestionar su sumisión económica y política. Podríamos pensar que Saint-Simon se refiere aquí pura y exclusivamente a la burguesía, que ha hecho una revolución pero debe compartir el poder con los restos de la nobleza y el clero. Pero en eso consiste la rica ambigüedad (no consciente, desde ya) de su pensamiento: por un lado, remite a lo que está delante de sus ojos, la situación de una burguesía que no ha terminado de tomar el poder; por el otro, a los gobernados en referencia al gobierno, con lo cual alude a aquellos que no están en el poder y no se resignan a que la libertad y la igualdad no les haya tocado en el reparto social.18

Si bien Saint-Simon acepta un gobierno monárquico constitucional,19 plantea una organización del gobierno a través de tres cámaras que anticipa en cierta manera un gobierno puramente parlamentario. Propone una cámara “de invención”, una cámara “de examen” y una cámara “de ejecución” (O.C., III: 2136-2140). En la primera se generarían no solamente las leyes sino también las ideas para desarrollar la producción del país, en la segunda se examinarían las propuestas y la tercera estaría encargada de llevarlas a cabo. La cámara de invención estaría conformada por 300 miembros, de los cuales 200 serían ingenieros, 50 literatos, 25 pintores, 15 escultores o arquitectos y 10 músicos.20 Su tarea sería presentar proyectos de “trabajos públicos”: secar pantanos, habilitar tierras para el cultivo, construir rutas y abrir canales.21 También estaría encargada de planificar las fiestas públicas. La cámara de examen estaría compuesta por físicos o científicos de la naturaleza y la tercera por todas las ramas de la industria, en forma proporcional. Estas especificaciones, quizá la parte más “utópica” del ideario sansimoniano, demuestran que su autor prefería una representación que hoy llamaríamos “corporativa” a la representación abstracta donde cada persona tiene un voto similar a los otros. La sociedad capitalista naciente no había estabilizado todavía ni su idea de representación ni su modelo de sufragio (Rosanvallon, 1992, 1998), aunque estaba cómoda con la restricción del voto a la parte más rica de la población a través del voto censitario, con el que, por otra parte, Saint-Simon coincidía. Proponer que cada grupo social tenga una representación fija en un organismo parlamentario es un intento por transparentar el vínculo entre el poder y las bases sociales de ese poder, relación que la burguesía trata de opacar, de velar, todo el tiempo que le es posible. Saint-Simon en ese sentido abogó siempre por un sinceramiento del poder, pero porque concebía que el “tercer estado”, los productores, aun con sus diferencias internas (no solamente de actividades sino también de fortunas) conformaba un cuerpo político con intereses coincidentes, ya que todos, patrones y obreros, científicos y artistas, se beneficiaban con el desarrollo de la industria. Saint-Simon parece querer desplegar la “utopía” liberal propia de la época de la Revolución que decía que, con el nuevo régimen, todos serían libres e iguales.

De Saint-Simon a Marx

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