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Murad

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Si bien el colorido de los taxis alejandrinos es invariablemente bicolor,26 tanto el modelo como su estado pueden resultar de peculiar aspecto y llegar hasta lo insólito, si pensamos en la edad del chofer que suele sumar menos años que los de su vehículo. Conduciendo al ritmo del tumulto y tomando el pulso de su gente en la calle, Murad recorre diariamente la ciudad por todos sus puntos cardinales. Pero su ritmo cardiaco se acelera conforme su coche se aproxima a la Biblioteca Alexandrina27 en los horarios de entrada y de salida de los empleados. Murad está enamorado de una mujer cuyo nombre logró conseguir después de varios meses de investigación y de preguntas a los guardias de la biblioteca. Nihal, de cabello teñido de rubio y peinado siempre a la perfección, es bibliotecaria. Detenido en un embotellamiento, Murad se empieza a desesperar y toca el claxon a pesar de la prohibición oficial. En Alejandría, tocar el claxon es hacerse acreedor de una multa; por lo tanto, los conductores hacen un uso menos frecuente que sus homólogos cairotas quienes no conciben manejar sin el ruido continuo del mismo. Ahí, circular por las calles es un espectáculo auditivo y acrobático que procura la misma sensación que la práctica de un deporte extremo agregando los decibeles. Por ejemplo, el cruzar la Corniche sin resultar atropellado es una hazaña merecedora de un premio a la vida. Cuentan los Alejandrinos que los peatones fueron olvidados durante la construcción de los 30 kilómetros al haber muy pocos accesos subterráneos. Murad enciende el radio para distraerse tratando así de olvidar que Nihal seguramente ya salió del trabajo y que hoy será un día sin disfrutar de su presencia efímera. Un pasajero sube apresurado y pide a Murad llegar cuanto antes a la biblioteca para recoger a su novia. Acostumbrado a recoger las confidencias de sus clientes, Murad sonríe, pero en esta ocasión, con un extraño apretón en el corazón. Bromea con el hombre, mirándolo a través del retrovisor con tal de indagar más. Parece abogado por su vestimenta y por la seguridad con la que cree llegar a tiempo pese al tráfico incesante. Murad se seca la frente con un pañuelo y logra rebasar en zigzag a varios coches. “Mafish mushkela28 ya Basha,29 ya casi estamos”. Murad se percata súbitamente que nunca ha preguntado si su amada tiene novio o, por qué no, marido. ¿Y qué tal si…? Sería demasiada coincidencia reflexiona el chofer estacionándose a unos pasos de la entrada principal. Una mujer íntegramente velada de negro sube al taxi, Murad arranca y sube el volumen del radio para celebrar una tarde tan feliz.

Arabi kwayyes ya madam”.30 Después de decirme que hablaba bien el árabe local y enseñarme alguna palabra nueva o nombre de calle, seguía invariablemente preguntándose sobre el esposo que inventaba: diplomático alemán, matemático francés, maestro americano para evadir la pregunta.

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