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c) Tradiciones éticas
ОглавлениеCada época o cultura ha brindado con mayor o menor éxito respuestas al tipo de preguntas que resume el cuadro precedente. Se reconocen cuatro escuelas como las más significativas: aristotélica, utilitarista (o de las consecuencias) kantiana y dialógica (o comunicativa). A continuación, trataré de caracterizar a cada una de ellas porque la tendencia actual es ver una complementariedad entre esas propuestas.
(i) La moral del arquero
Aristóteles, en su libro Ética a Nicómaco, sostiene que actúa moralmente quien elige los medios más adecuados para alcanzar la felicidad, entendida como autorrealización. Los antiguos griegos utilizaban la palabra eudaimonía para referirse a la felicidad.
La ética aristotélica, teleológica o del propósito sostiene que todas las acciones de los seres vivos tienden a un fin, de allí la denominación alternativa de teleológica (del griego telos, es decir, finalidad).
Cabe recordar que Aristóteles desarrolló un sistema cerrado, jerárquico y ordenado a un fin último, que es el que da sentido o razón de ser de todas las cosas, incluidos los seres humanos. Aquello que distingue al ser humano de otros vivientes es la razón; por lo tanto, la vida de las personas debe consistir en vivir conforme a la razón. Pero se trata de una razón que regule todos los actos del ser humano para conseguir la perfección que le corresponde y que apunte hacia el fin último.
Aristóteles se pregunta e indaga sobre la posibilidad de la existencia de un bien que consista en el fin orientador de la vida humana “a la manera de los arqueros, que apuntan a un blanco bien señalado”.
Ese fin último es el Bien Supremo. Por eso, cada sustancia tiene su propio ser y, por lo tanto, le corresponde su propio bien, que es la realización plena de su perfección. En consecuencia, el fin del ser humano debe consistir en realizarse a través del ejercicio de las virtudes, entre las cuales se destaca la prudencia. ¿Y quién es prudente? El que obra teniendo en cuenta el futuro más que el presente, el que busca el término medio entre las pasiones extremas. Los vicios y las virtudes no son pasiones, sino hábitos; y la razón es la que nos hace comprender que las virtudes generan más placer que los vicios, ya que son permanentes y perfectibles.
El bien, para el ser humano aristotélico, debe:
ser perfecto, definitivo, suficiente por sí mismo.
buscarse en sí mismo y no en orden a conseguir otro bien.
ser una cosa presente; no consiste en la simple potencia, aptitud o capacidad para adquirir el bien.
hacer bueno al ser humano.
al poseerlo, tener fijeza, estabilidad y continuidad a lo largo de la vida. Por esto se rechaza al placer sensual, la riqueza o la gloria como bienes.
Sin perder de vista la diferencia entre una visión pagana y filosófica y una teológica, las ideas centrales de una moral del propósito fueron adaptadas por la mente brillante de Santo Tomás de Aquino y extiende su influencia hasta nuestros días.
La crítica a esta escuela es que depende de aceptar la hipótesis discutible de un cosmos ordenado, regido por una voluntad o Dios, “fuente de toda razón y justicia”.
Antes de abordar la caracterización de la segunda tradición moral, no puedo dejar de mencionar al estoicismo, escuela desarrollada alrededor de las propuestas del pensador romano Epicteto. Séneca fue su divulgador principal.
Nacida esta corriente de pensamiento durante el primer siglo de nuestra era, en plena expansión del Imperio romano, fue la moral conveniente para la clase dirigente que debió gobernar múltiples culturas, prácticas sociales y lenguas. El estoicismo también apela a la razón para poner orden en un mundo caótico y en crisis. Enseña y promueve el desapego de las pasiones, la cautela ante lo desconocido y el desarrollo de la personalidad para enfrentar con entereza cualquier contingencia. Muchas apelaciones de la moderna autoayuda recuerdan las enseñanzas de Séneca, especialmente las que invitan a considerar que todo lo que nos sucede o afecta depende de la manera en que nosotros las tomamos y el sentido que les atribuimos. No es de extrañar su influencia a lo largo de la historia y que renaciera de la mano de grandes pensadores y escritores en momentos turbulentos. Para quienes recuerden el poema de R. Kipling “Si…” o “Piu avanti” de nuestro Almafuerte, pueden tener una idea de la propuesta de vida de los estoicos.
(ii) La moral algebraica
Hacia fines del siglo XVIII, con el ocaso de las noblezas occidentales y el ascenso de las democracias liberales, Jeremy Bentham propuso una manera diferente para determinar la cualidad moral de los actos. Coherente con el mercantilismo de la época y el empirismo filosófico de la tradición británica, funda la corriente conocida como utilitarismo, al formular el principio de utilidad según el cual la moralidad de un acto se mide por la cantidad de felicidad que produce y la cantidad de gente a la cual beneficia. Se ha reconocido en esta formulación cierta herencia del epicureísmo griego, pero dista de ser una propuesta sensualista que procura el goce personal.
Bentham propuso siete criterios cuantitativos para medir el placer en la realización de una acción: intensidad, duración, certeza (o seguridad), proximidad, fecundidad, pureza (mezcla de dolor y placer), extensión (cantidad de beneficiarios).
El criterio netamente cuantitativo de Bentham trató de ser mitigado por su discípulo John Stuart Mill, quien introdujo la necesidad de agregar características cualitativas, como placeres superiores y placeres inferiores.
El utilitarismo, desarrollado en los escritos de Bentham y Stuart Mill, significa un cambio radical en la propuesta para valorar los actos morales. Ya no se trata de los fines o los propósitos, sino de los resultados. De allí que también se dice de ella que es una moral consecuencialista.
La actividad política y social de Mill tuvo una significativa influencia en la primera mitad del siglo XIX, especialmente en Inglaterra y Estados Unidos, y continúa en nuestros días. Adela Cortina sostiene: “En la actualidad el utilitarismo sigue siendo potente en las teorías económicas de la democracia y ha tenido una gran influencia en el nacimiento del ‘Estado del bienestar’”14.
Una de las principales críticas al utilitarismo es que fácilmente puede sacrificar el principio de justica en beneficio de una mayoría simplemente numérica, pero la objeción más importante es la que afecta tanto a la moral del propósito como a la utilitarista, y se les objeta que los mandatos basados en sus contenidos dependen de una fuente de autoridad externa en la cual debe creerse y aceptarse como fundamento y garantía para su cumplimiento.
Las dos escuelas o tradiciones resumidas tienen en común que ofrecen mandatos o contenidos concretos para considerar la calidad moral de las decisiones. Las dos siguientes, por el contrario, ponen el foco en la forma del mandato y no en su contenido. Ellas son la moral del deber (deontológica) y la comunicativa (dialógica).
(iii) La moral del deber
También es conocida como moral deontológica, pues en griego la palabra deon significaba deber, obligación.
La asombrosa mente de Immanuel Kant, a fines del siglo XVIII, revolucionó el pensamiento, el lenguaje filosófico y las preguntas centrales de la modernidad. No podía dejar de transformar la ética y su fundamentación.
Criado en un ambiente pietista y de una formación enciclopédica envidiable, escribió tres tratados centrales: Crítica de la razón pura, Crítica de la razón práctica y Crítica del juicio. En el segundo de los nombrados, aborda el tema de la fundamentación de los juicios o enunciados morales. También lo hace en una obra previa que denominó Fundamentación metafísica de las costumbres.
Es conocido y bello el epitafio sobre la tumba de Kant, tomado de su Crítica de la razón práctica: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.
Esta frase sintetiza la visión kantiana. Por una parte, el orden cósmico donde rigen leyes de validez universal de regularidad y cadenas de causas y efectos analizables y predecibles; y por otra, la ley moral que deriva de la capacidad de los seres humanos para generar nuevas cadenas de resultados y, por lo tanto, tener que asumir la responsabilidad por sus consecuencias. A esa capacidad Kant la denomina libertad, y ella tiene su base en la voluntad, la facultad de querer algo y disponer de los medios para conseguirlo.
Cabe recordar que Kant refuta al empirismo y al relativismo con el siguiente argumento: es cierto que hay numerosas culturas que sostienen muy diversas maneras de catalogar qué comportamientos son considerados válidos y buenos y cuáles errados y malos. Pero todas las culturas tienen el sentimiento moral de que hay cosas buenas y cosas malas. A ese sentimiento es al que apela Kant cuando habla de la ley moral en su corazón y solo puede ejercerse si se cuenta con la libertad de opción.
Pero esa voluntad puede querer obrar bien u obrar mal, entonces surge la pregunta sobre cómo lograr que la voluntad libre elija siempre obrar bien porque en la visión kantiana solo Dios puede querer siempre el bien, por eso, el universo todo está creado para un funcionamiento armónico de todas sus partes.
Para el sistemático pensador de Königsberg, la respuesta no está por el lado de determinar qué está bien o está mal, sino en encontrar un mandato que la voluntad se imponga a sí misma y que no provenga de una fuente externa, sino de la propia voluntad que se autoimpone obrar el bien por el bien mismo.
A ese mandato con validez universal –como la de una ley física o matemática– Kant lo denomina imperativo categórico y lo expresa de este modo: “Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse por tu voluntad en ley general”.
Es un principio formal, ya que no apunta a un contenido concreto, sino al modo en que la razón debe guiar a la voluntad a querer el bien.
Para Kant, los seres humanos son las únicas criaturas libres, y es esa característica la que hace que seamos racionales y morales. El libre albedrío es lo que confiere dignidad y valor incondicionado a todos los seres humanos. Es por tal motivo que Kant sostiene que otra manera de expresar el imperativo categórico es: “Trata siempre a la humanidad de una persona como un fin y nunca solamente como un medio”.
Para Kant, las personas tienen dignidad y no precio. Aquello que tiene precio puede cambiarse por otra cosa; la dignidad no. Esta es una de las mayores precisiones que fundamentan los derechos humanos universales y que están en la base de la búsqueda de modelos de organización social que tratan de preservar el libre albedrío, la igualdad de los seres humanos y la preeminencia de las personas por sobre las estructuras sociales.
La moral kantiana ha sido calificada de rigorista porque no admite atenuantes. El ejemplo clásico que propone el mismo Kant es el de quien oculta a un perseguido político en su casa y les miente a quienes lo persiguen cuando le preguntan si esa persona está allí.
Para Kant, quien decide proteger al perseguido y miente no obra de acuerdo al imperativo categórico, sino a un imperativo hipotético o condicionado: “Si quieres salvar una vida, miente”, pero en ese caso no se cumple con el imperativo categórico que se autoimpone la voluntad libre de querer siempre el bien. Si la mentira se convirtiera en ley natural a cumplir por todos, no necesitamos ir muy lejos ni en el espacio ni en el tiempo para adivinar sus consecuencias. Las tenemos a la vista, y no es precisamente un mundo de armonía y paz perpetua, como aspiraba el pequeño pero enorme aldeano de la Prusia de Federico II.
(iv) La moral dialógica
Ética dialógica, o del discurso o comunicativa son denominaciones con que tanto Jürgen Habermas como Karl-Otto Apel denominan a su propuesta. Volveré con cierto detalle sobre ella al final del trabajo, pero, de todos modos, creo que es oportuno poner en contexto esta corriente con las tres anteriores.
Los trabajos de Habermas y Apel procuran retomar la línea kantiana en el sentido de entender la fundamentación ética como formal (y no de contenidos) y concuerdan con Kant en que el mundo moral es el de la autonomía humana, es decir, el de aquellas leyes que los seres humanos se dan a sí mismos. Precisamente porque las asumen pueden promulgarlas o rechazarlas, aceptarlas o abolirlas15. Son leyes autónomas, es decir, se cumplen porque se autoimponen y no heterónomas porque una autoridad externa las dictaminó.
Sin embargo, discrepan con el pensador prusiano en que la formulación de cualquier norma o mandato debe ser un proceso monológico e individual, sino que deben acordarse entre todos los afectados en un diálogo libre de presiones y con determinadas reglas, como las que se describirán en la parte B de este trabajo.
Un tema clave en la argumentación de la ética del discurso es el de la “comunidad ideal de comunicación”.
Para esta corriente de pensamiento, en el acto de entrar en un debate argumentativo estamos presuponiendo la posibilidad de un acuerdo o de convencer a otros semejantes mediante el diálogo y el lenguaje. Además, se genera de hecho una comunidad real de argumentantes que debaten e intercambian sus puntos de vista. Seguramente, estas conversaciones reales se darán con las falencias que todos conocemos de reuniones de consorcio, debates parlamentarios o discusiones gremiales, entre muchas otras. Para superar esas falencias, la ética dialógica propone imaginar una situación en la que se dieran condiciones para que el debate resultara productivo, satisfactorio para las partes y efectivo para resolver la situación bajo debate. A esa situación Habermas y Apel la llaman “comunidad ideal de comunicación”. No es una utopía, se adelantan a aclarar estos autores, sino una idea regulativa, un escenario modelo al cual tender y en el cual todos los participantes puedan coincidir en las condiciones para su funcionamiento óptimo. Las condiciones para que funcione adecuadamente una comunidad real, teniendo como meta la comunidad ideal de comunicación, serán presentadas en el apartado “Las condiciones de la comunicación dialógica en las organizaciones”, de la parte B de este trabajo, a la cual remito por estar más detallada.