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Un amigo es un tesoro
ОглавлениеHay que suponer, pues, que Horacio se fue haciendo un nombre como poeta por la difusión de sus primeras obras entre la gente del oficio. Y lo que sí nos consta es que fue el grupo que giraba en torno a Virgilio el que lo introdujo de lleno en el ambiente literario de Roma. Cinco años mayor que Horacio y, como él, víctima de las confiscaciones subsiguientes a la campaña de Filipos, Virgilio se había revelado como gran poeta por medio de sus Bucólicas, seguramente bien conocidas antes de su publicación como libro en una fecha que sigue siendo discutida16. El grupo de escritores amigos de Virgilio estaba compuesto por Lucio Vario Rufo y Plocio Tucca —fieles editores póstumos de su Eneida, Quintilio Varo, por cuya muerte consuela Horacio a Virgilio en Od. I 24—, Valgio Rufo y algún otro. No sabemos exactamente cómo Horacio trabó relación con ese círculo literario, heredero del de Catulo y los poetae noui de algunos años atrás, pero en algún caso podrían haber mediado antiguas amistades escolares. En este punto es de rigor traer a colación el episodio de los dos papiros de Herculano, hoy perdidos, en los que, en 1890, A. Körte reconoció el nombre de Virgilio y de sus amigos Vario, Quintilio (Varo) y, según él creía, el del propio Horacio. Los fragmentos correspondían a opúsculos del filósofo epicúreo Filodemo de Gádara, que allí sentaba cátedra en los mismos tiempos en que Virgilio, al otro lado de la bahía de Nápoles, en Posilipo, seguía las enseñanzas del también epicúreo Sirón17. El hallazgo de Körte, que planteaba problemas de ajuste cronológico tanto en la biografía de Virgilio como en la de Horacio, podía considerarse como sensacional: allí estaba ya toda la peña reunida desde muy pronto para compartir la enseñanza de los sabios; y de paso quedaba mejor explicada la adscripción epicúrea de Horacio. Sin embargo, al cabo de un siglo justo, otro gran hallazgo vino a dar la razón a quienes, frente a Körte, habían sostenido que la lectura incompleta por él desarrollada como [Wr£]tie, vocativo griego del nombre de Horacio, más bien correspondía a [Plè]tie, el mismo caso griego del de Plocio Tucca; pues, en efecto, esto es lo que se puede leer claramente en un papiro, también de Herculano, que contiene una obra del propio Filodemo, también dedicada, y por este orden, a Plocio, a Vario, a Virgilio y a Quintilio, y que fue publicado, tras ardua restauración, por el inolvidable M. GIGANTE y M. CAPASSO18. Horacio aún no estaba, pues, en el entorno de Virgilio cuando éste estudiaba filosofía con los maestros partenopeos.
La amistad, sin embargo, llegó y arraigó profundamente; fue entonces —se cree que en el año 38 a. C.— cuando Virgilio y luego Vario se decidieron a presentar a su nuevo colega a su ya protector Mecenas. A éste se lo recordaría Horacio no mucho después:
No podría decirme feliz porque la fortuna me hizo tu amigo; y es que no fue ningún golpe de suerte el que te puso a mi alcance: un día el excelente Virgilio, y Vario tras él, te dijeron quién era. Cuando comparecí en tu presencia, tras decir sólo unas palabras entrecortadas (pues un pudor infantil me impedía hablar más), no te conté que fuera hijo de padres ilustres, ni que anduviera por mis tierras en un corcel de Saturio19, sino que te conté lo que yo era. Me respondes tú brevemente, según tu costumbre; me voy y me llamas de nuevo tras nueve meses y me ordenas contarme en el número de tus amigos. (Sát. I 6, 52-62).
Y así, seguramente ya en el año 37, Horacio pasó a ser uno más del famoso círculo de Mecenas.
Gayo Cilnio Mecenas (cf. nuestra nota a Od. I 1, 1) pertenecía por familia al orden ecuestre, el de los caballeros romanos, la burguesía de aquellos tiempos, y durante toda su vida se mantuvo en ese rango sin pretender el de senador, que sin duda tuvo al alcance de la mano. Era pocos años mayor que Horacio y descendía de una familia de nobles —incluso parece que de reyes— de la antigua Etruria, asentada en Arretium, la actual Arezzo. Sus vínculos con Octaviano, que tal vez venían de viejas amistades familiares, remontan a los primeros tiempos de la carrera política del llamado a ser César Augusto. Ya en el fatídico año 44 a. C. lo ayudó a poner en pie el ejército que aquél, «siendo un muchacho y un simple particular» (TÁC., An. I 10, 1) se había agenciado para hacer valer sus derechos como heredero y vengador de Julio César. También estuvo a su lado en las jornadas de Filipos, frente a Horacio y a sus correligionarios; y luego fue, sobre todo, su gran agente diplomático, que logró retrasar hasta el límite de lo posible el inevitable enfrentamiento con Marco Antonio. A él se debieron en gran medida las negociaciones que en el año 40 a. C. llevaron a la Paz de Brindis y a la boda de Antonio con Octavia, hermana de Octaviano, alianza en la que muchos vieron —entre ellos probablemente Virgilio, que quizá a raíz de ella escribió su Bucólica IV, digna de mejor causa— la garantía de una paz permanente entre los dos triúnviros que quedaban en el terreno de juego20. En fin, durante el resto de su vida —o, al menos, hasta la vidriosa crisis del año 23 a. C., de la que luego hablaremos—, Mecenas fue, junto con Agripa, el más cercano colaborador de Augusto en las tareas de gobierno y su suplente en varias de sus ausencias, aunque, en general, sin desempeñar magistratura oficial alguna. Podríamos decir que fue, sobre todo, su «ministro de cultura», dejando el listón todo lo alto que podemos ver mirando desde nuestros días.
Que Mecenas fuera un hombre inmensamente rico no es más que una anécdota; pero él supo elevarla a categoría, como diría E. d’Ors, con el uso que dio a una parte sustancial de su fortuna: el de ayudar y proteger a sus amigos poetas, para que pudieran, ya que no vivir de la poesía, sí vivir para ella. La historia le ha hecho justicia al llamar «mecenas» a todos los protectores de las artes y las letras que tras él han sido, y para un español medianamente ilustrado no deja de ser una satisfacción el que, en nuestra prosa jurídico-administrativa, tan poco poética como todas las de su género, se haya redactado una «Ley del mecenazgo». Mecenas —y luego también Augusto— fue quien proporcionó a Virgilio los bienes que le permitieron vivir sin ahogos y dedicado a escribir, en «sus retiros de Campania y de Sicilia» (SUET., Vida de Virgilio 13); y algo parecido, como luego veremos, hizo con Horacio.
Por lo que nuestro poeta nos cuenta, y por otras fuentes menos afectuosas, sabemos no poco del carácter un tanto extravagante y paradójico de Mecenas. Aunque hombre firme y eficaz en las tareas políticas, era hipocondríaco, hasta el punto de exasperar a su amigo Horacio con sus aprensiones sobre su propia salud (cf. Od. II 17), la cual, por lo demás, tampoco parece que fuera muy robusta. Combinaba los lujos exquisitos con un aire negligé, y no menos amanerado era su estilo literario, que le valió censuras, entre otras, las muy crudas de Séneca (Epi. 114, 4 ss.); e incluso las pullas del propio Augusto, que hablaba, refiriéndose a su manera de escribir, de «los rizos de Mecenas» (SUET., Aug. 86, 2). Pues, en efecto, Mecenas no sólo fue protector de escritores, sino escritor él mismo, aunque dilettante, como tantos otros de los romanos cultos de su tiempo. Sabemos que escribió un Prometeo, al parecer una tragedia, un Simposio y un De cultu suo, «Sobre su modo de vida», que debió de ser un verdadero manual del dandy de su tiempo. Todas esas obras se han perdido, pero tenemos algunas muestras de sus versos, entre ellas la que, corrompida, nos transmite la Vita para ilustrar el afecto que profesaba a Horacio:
Si no te amo ya más que a mis propias entrañas, Horacio, ojalá veas tú a tu compañero más escuálido que un jamelgo21.
En fin, añadamos que Mecenas tuvo con su esposa Terencia una inestable relación, terciada de rupturas y reconciliaciones, que también dieron lugar a no pocos comentarios de sus contemporáneos y de la posteridad.