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Atenas, la escuela de la Hélade

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Así había definido Pericles a su ciudad (TUC. II 41, 1), y con razón; pero al cabo de cuatro siglos aquella venerable cuna de las letras, las ciencias y las artes se había convertido en la escuela de todo el mundo civilizado. Ya no producía talentos como los de antaño; pero acumulaba en su ambiente, en sus escuelas, en sus monumentos y en sus bibliotecas un inmenso patrimonio de belleza y de cultura con el que sólo podía competir, y eso de lejos, el de la Alejandría de los Ptolomeos. Allí, por el ágora, iban y venían ciudadanos y visitantes, y a la sombra de las estoas (los pórticos que dieron nombre a los estoicos) paseaban, hablaban y discutían los maestros y aprendices de los saberes que a lo largo de los siglos había alumbrado Grecia. Por supuesto, estaban, además, los filósofos platónicos en su Academia, los aristotélicos en su Liceo y los epicúreos en su Jardín.

A aquella Atenas llegó Horacio a mediados de los años 40 a. C. Allí habían recalado también otros jóvenes romanos que podían darse semejante lujo, entre ellos Marco Tulio Cicerón, hijo del gran orador y político, por entonces retirado de la actividad pública por la dictadura de Julio César. Como recordaría muchos años después nuestro poeta,

la amable Atenas me dio un poco más de saber: el afán de distinguir lo recto de lo torcido, y de buscar la verdad en los bosques de la Academia (Epi. II 2, 43-45).

En esos versos, como dice FRAENKEL (1957: 8), Horacio da cuenta «de los principales cursos a los que asistió», al parecer centrados en «filosofía moral y teoría del conocimiento». Sin embargo, el propio FRAENKEL pondera a continuación la importancia que los tiempos de Atenas debieron de tener en su formación literaria, algo sobre lo que el propio Horacio no nos proporciona noticias. Probablemente fue allí donde entró en contacto con la obra de poetas griegos, ya antiguos por entonces, que no eran fácilmente accesibles en Roma y que incluso en Grecia sólo eran bien conocidos por los eruditos; así, por de pronto, con la de los yambógrafos jonios Arquíloco e Hiponacte, que inspirarían buena parte de sus primeros poemas; además, con la de líricos como Anacreonte, Baquílides y Píndaro, cabeza del famoso canon de los nueve (FRAENKEL 1957: 9). Este parece ser el momento de recordar lo que Horacio nos cuenta sobre sus intentos de escribir poesía en griego:

En cuanto a mí, cuando hacía versillos griegos, habiendo nacido a este lado del mar, Quirino me lo prohibió con estas palabras, apareciéndoseme tras la media noche, cuando los sueños resultan veraces: «No serías más insensato si llevaras leña a los bosques, que si pretendieras sumarte a las grandes catervas que forman los griegos» (Sát. I 10, 31-35).

¿Hasta dónde llegaron esos ensayos? Horacio no nos dice nada más sobre ellos, pero los estudiosos han tratado de identificar algún fruto de los mismos. Así, DELLA CORTE7 considera posible adjudicar a nuestro poeta un par de epigramas que la Anthologia Graeca (VII 542 y XII 2) atribuye a un tal Flaco, sin más indicaciones. El primero es una estimable pieza en la que se comenta la tragedia de un muchacho al que, tras caer a las aguas del río Hebro (actual Maritza) al romperse el hielo que las cubría, un afilado témpano le segó la cabeza, única parte de su cuerpo a la que pudo dar sepultura su desdichada madre. Este epigrama gozó de notable estima en la posteridad y fue imitado en latín por Germánico (15 a. C.-19 d. C.), hijo de Druso, el hijastro de Augusto cuyas hazañas cantaría Horacio en la Oda IV 48. El otro epigrama es más breve y más banal, una pieza de repertorio del género pederástico9.

Odas. Canto secular. Epodos

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