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Los años de las Odas

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Entre los años 30 y 23 a. C. compuso Horacio los tres primeros libros de sus Carmina, sin duda lo más apreciable y apreciado de su obra. En las Odas, como en los Epodos, el poeta recreó en latín un viejo género griego poco cultivado y conocido en Roma, con la salvedad de algunos breves ensayos realizados en la generación anterior por Catulo y tal vez por algún otro de los poetae noui. Esta vez era el de la lírica monódica eolia, la cultivada entre finales del s. VII y principios del VI a. C. por Safo y por Alceo, los dos grandes poetas oriundos de la isla de Lesbos, para amenizar los tradicionales simposios de la sociedad aristocrática en que esa clase de canto había visto la luz, sin duda muchos siglos antes. De esos poetas, y especialmente de Alceo, Horacio toma, ante todo, los metros, que, como se sabe, eran en la Antigüedad la seña de identidad fundamental de todo género poético. Horacio realizó con ello un auténtico tour de force, pues se enfrentaba a esquemas de notable dificultad técnica y, como decíamos, con escasos precedentes en la poesía latina, cuyo patrimonio rítmico enriqueció así de manera muy notable.

Nada nos impide pensar que Horacio ya hubiera compuesto odas antes de publicar los Epodos, dado que podemos decir que compuso, o al menos publicó, algún que otro epodo cuando ya se había dedicado a las Odas. Me refiero a los que DELLA CORTE25 llamó «epodos extravagantes»: cuatro odas (I 4, 7 y 28; IV 7) escritas en metros epódicos y que podrían considerarse como una especie de transición entre uno y otro género, aunque no quepa dudar de que Horacio tenía clara la diferencia entre yambo y lírica.

Puestos a rastrear en las Odas indicios cronológicos, vemos que ninguna de ellas contiene alusiones a acontecimientos anteriores al 30 a. C. (cf. NISBET-HUBBARD 1970: xviii26); sin embargo, y también según los comentaristas citados, «la explicación puede ser simplemente que los primeros poemas de la colección eran sobre todo no políticos». En tales circunstancias, se ha intentado sacar partido de las estadísticas métricas, que revelarían una cierta evolución de la técnica de Horacio; pero, obviamente, ése es un camino por el que no podemos adentrarnos aquí.

Distinto es el caso de las llamadas «odas políticas», en las que sí abundan las alusiones a los grandes acontecimientos públicos de aquellos años. De ellas puede verse una detallada relación en el ya citado comentario de NISBET-HUBBARD (1970: XVIII ss.). De entre los hechos reseñados baste con recordar ahora el retorno y celebración de los triunfos de Octaviano en los años 29-27 a. C., su proyectada expedición a Britania en el 27, su viaje a Hispania en el 26 para poner fin a la resistencia de cántabros y astures, tarea que no habría de concluir personalmente; sus intentos de vengar la vergonzosa derrota de 53 a. C. en Carras ante los partos, que sólo más tarde quedarían medianamente satisfechos con la devolución de las enseñas perdidas por Craso y la liberación de los prisioneros supervivientes; y, en fin, varias otras empresas o proyectos con los que Augusto aspiraba, ya más que a ampliar sus fronteras, a consolidar su famosa pax, el precio que quería pagar a los romanos por su más o menos voluntaria renuncia a buena parte de las viejas libertades republicanas.

La publicación de los tres primeros libros de las Odas, que, como veremos en su lugar, fueron concebidos por su autor como un corpus unitario, debió de tener lugar a finales del año 23 a. C. (cf. NISBET-HUBBARD, 1970: xxvi s.; NISBET, EO I: 221). La colección, como era de esperar, está dedicada a Mecenas, con cuyo nombre se inicia; pero parece seguro que Horacio también envió a Augusto un ejemplar firmado de la misma (signata carmina, Epi. I 13, 2) y probablemente a instancias del propio Príncipe. Pero la primera entrega de las Odas, pese al justo orgullo con que su autor la presentaba ante el público en su epílogo a las mismas (III 30), no recibió la acogida esperada. De ello se quejaría amargamente el poeta en Epi. I 19, 35-40:

Querrás saber por qué esas obrillas mías el ingrato lector las alaba y estima en su casa, pero de puertas afuera, injusto, las hace de menos. Es que yo no ando a la caza de los votos de la plebe voluble invitando a cenar y regalando ropa gastada. Yo, que escucho y defiendo a los escritores más nobles, no me rebajo a adular a las tribus y cátedras de los gramáticos.

En efecto, él era un poeta tan distante del profanum uolgus (Od. III 1, 1) como de los críticos profesionales; y ni unos ni otros estaban preparados para —o dispuestos a— reconocer públicamente sus méritos. Además, la aparición de Odas I-III se produjo en un ambiente ensombrecido por ominosos acontecimientos públicos. En primer lugar, en el propio año 23 Augusto superó a duras penas una grave enfermedad que dio lugar a especulaciones y maniobras en torno a su sucesión. En esto, a finales del verano, la muerte se llevó al joven Marcelo, su sobrino y yerno, que seguramente era su candidato in pectore como legatario de su gigantesca herencia política. Para empeorar las cosas, entre ese mismo año y el siguiente se produjo una grave crisis que dañaría gravemente las relaciones del Príncipe con Mecenas y que sin duda afectó al propio Horacio: la de la condena y sumaria ejecución de Terencio Varrón Murena, cónsul en el 23 como colega del propio Augusto. Era medio hermano de Terencia, la esposa de Mecenas, y parece ser el mismo personaje al que, con el nombre de Licinio, dedicó Horacio la Oda II 10, la de la famosa aurea mediocritas (y también el mismo que el Murena de la Oda III 19). Murena, a raíz de un áspero debate en el senado con el propio Augusto, fue acusado de complicidad en la conjura urdida por Cepión para acabar con aquél y condenado y muerto cuando trataba de huir. Ya no era poco el que el presunto conspirador fuera un ex cónsul y cuñado de Mecenas; pero la crisis se complicó porque, según algunas noticias, el viejo y fiel amigo de Augusto, a través de su esposa, había puesto a su cuñado sobre aviso de la amenaza que se le venía encima. Tan grave aunque comprensible indiscreción habría quebrado definitivamente la confianza que Augusto tenía en Mecenas (cf. SUET., Aug. 66, 3), que a partir de entonces parece haber vivido en un visible alejamiento del poder (cf. TÁC., An. III 30, 3-4), si bien hasta el final de su vida conservó la imagen de la vieja amistad con el Príncipe, según luego veremos (cf. NISBET-HUBBARD27 1978: 151 ss.). No hay noticias de los efectos que esa crisis tuvo sobre las relaciones de Horacio y de otros escritores con el poder. Ello no ha impedido que se hayan emitido al respecto diagnósticos como el de La Penna28 de que a partir del año 20 a. C. mengua «la importancia de Mecenas como protector y consejero de la cultura contemporánea», y de que «Augusto reclama para sí la tarea de mantener los contactos con la élite intelectual».

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