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El hijo del liberto

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Quinto Horacio Flaco nació el 8 de diciembre del año 65 a. C. en Venusia, la actual Venosa (provincia de Potenza), situada a unos 250 km al S.E. de Roma, en el extremo de la Apulia que linda con la Lucania; una tierra dura, cuya aridez sólo alcanzaba a aliviar en parte el inconstante caudal del río Áufido (hoy Ófanto). Aquella región estaba sometida a Roma desde el final de las Guerras samníticas (c. 290 a. C.), y, con vistas a asegurar su control, se habían instalado allí colonias de ciudadanos romanos; entre ellas, una en Venusia (al parecer, en 291 a. C.), según recuerda el propio Horacio:

... yo, que no sé si soy de Lucania o bien de Apulia; pues por el confín de una y otra lleva su arado el colono venusino que allí fue enviado, según cuentan las viejas historias, una vez que se expulsó a los sabelios, a fin de que el enemigo no cayera sobre los romanos marchando por tierra desierta, si el pueblo de Apulia o la violenta Lucania desencadenaban la guerra (Sát. II 1, 34-39).

No parece que a la larga esa medida diera los resultados pretendidos, pues en la llamada Guerra social (en realidad, la «Guerra de los aliados») o Guerra de los marsos, en la que buena parte de los pueblos itálicos se alzaron contra Roma exigiendo un trato igualitario, los comarcanos de Venusia —genéricamente samnitas o sabélicos—, se unieron al levantamiento. Roma se impuso, como de costumbre, tras una dura campaña (91-89 a. C.) que a muchos de los derrotados les valió la pena de la esclavitud. Entre ellos, según algunos creen1, se encontraría precisamente el padre de nuestro poeta. Andando el tiempo, habría sido manumitido por su dueño, algún miembro de la gens Horatia, del cual habría tomado el apellido que legó a su hijo, ya nacido libre (cf. Sát. I 6, 8: «... yo, nacido de un padre liberto»). También se ha pensado que el padre de Horacio pudo haber sido esclavo público y que debería su nombre a que los ciudadanos romanos de Venusia pertenecían precisamente a la tribu Horacia2.

Aunque de condición libre desde su nacimiento, no dejaba de ser Horacio un liberti filius, el hijo de un antiguo esclavo, un hombre socialmente marcado. La Vita Suetoniana nos habla de ello remitiéndose al testimonio del propio poeta (Sát. I 6, 6; Epi. I 20, 20), que en cierto pasaje incluso parece recrearse en una morbosa rememoración de sus orígenes:

Ahora vuelvo a mí mismo, hijo de un padre liberto, y al que todos le hincan el diente como a hijo de un padre liberto... (Sát. I 6, 45 s.).

Añade la Vita que el padre de Horacio, alcanzada ya la libertad, había sido exactionum coactor, una especie de agente de subastas, testimonio que Horacio confirma en Sát. I 6, 86. Era un cargo modesto pero potencialmente lucrativo, a medio camino entre el ámbito oficial y el privado, cuyas funciones consistían en representar a los propietarios en la puja por los bienes que pusieran en pública venta y cobrar al comprador el importe correspondiente, mediante una cierta comisión (cf. E. FRAENKEL, Horace, Oxford, Oxford Univ. Pr., 1957: 5). Sin embargo, la Vita también se hace eco de una versión menos honorable de los antecedentes profesionales del buen liberto, recordando que, según otras noticias, había sido salsamentarius (vendedor de salazones3), y que en el curso de una discusión alguien le había soltado a la cara al poeta: «¡Cuántas veces vi yo a tu padre limpiándose los mocos con el brazo!».

Volvamos a lo que parece estar razonablemente acreditado. Horacio, que nunca alude a su madre —aunque sí afirme que, en caso de haber podido, no hubiera escogido otros padres, «con los míos contento» (Sát. I 6, 96)4—, consideró siempre a su padre como el artífice de la formación que le permitió alcanzar la cima del éxito literario y social en la Roma de Augusto. Fue una empresa larga y costosa.

Una vez que se vio «humilde dueño de un predio modesto» (Sát. I 6, 71), el padre de Horacio echó cuentas de lo que quería y podía hacer por su hijo. No le hubiera importado que acabara siendo pregonero o, como él mismo, agente de subastas (Sát. I 6, 85 ss.), pues lo que pretendía sobre todo era que aprendiera a vivir honrada y sensatamente. Por de pronto, el buen hombre era consciente de que en el ambiente provinciano de Venusia su hijo nunca dejaría de ser el hijo del liberto, al menos ante los chicos bien del pueblo, los hijos de los «centuriones ilustres» —sin duda descendientes de los veteranos asentados en la ciudad tras la Guerra social—, que iban tan ufanos a la escuela con sus carteras y tablillas colgadas del brazo y llevando, a mitad de mes, las ocho monedas que les cobraba por su enseñanza el maestro Flavio (Sát. I 6, 72 ss.). Y así —nos cuenta el poeta— su padre decidió hacer un esfuerzo y:

se atrevió a llevarme a Roma cuando era un niño, para que me enseñaran los mismos saberes que cualquier caballero o cualquier senador hace que aprendan sus hijos. Si alguien hubiera visto mi atuendo y los siervos que me acompañaban, como era del caso entre tanto gentío, creería que aquellos lujos me venían de un patrimonio ancestral. Él mismo, el más incorruptible de los guardianes, me acompañaba cuando acudía a un maestro tras otro (Sát. 1 6, 72-82).

Horacio, pues, abandonó pronto su villa natal, a la que muchas veces recordaría a lo largo de su obra «con afecto y orgullo» (cf. NISBET, EO I, loc. cit. con referencias), aunque sin dar a entender que mantuviera con ella un vínculo estable. Pero tampoco en Roma todo el monte era orégano, pues allí nuestro joven amigo se topó con el plagosus Orbilius («el pegón Orbilio»), un maestro de gramática empeñado en lograr a golpe de palmeta que sus alumnos copiaran correctamente la arcaica Odussia de Livio Andronico5 que él les dictaba (Epi. II 1, 69-71). Es sin duda el mismo Orbilio del que Suetonio nos ha dejado una semblanza en su ya citado libro De grammaticis et rhetoribus (9), en la que no deja de reseñar el mal recuerdo que de sus métodos habían guardado sus antiguos alumnos Horacio y Domicio Marso. Ello no es muy de extrañar si se considera que era un antiguo alguacil y luego corneta en el ejército, y que sólo cuando ya tenía 50 años, en el 63 a. C., puso escuela en Roma, lo que parece haberle ayudado a acabar su vida en la pobreza6.

No sabemos más de los años del joven Horacio en las escuelas de Roma, a no ser que, como era preceptivo, también estudió la Ilíada de Homero (Epi. II 2, 41 s.); pero sí cabe suponer que tras los estudios de gramática siguió los de retórica, ya por entonces preceptivos para cualquier hombre que quisiera abrirse un camino en el campo de la administración, la política o las letras. Quedaba por delante el «grand tour», la temporada del «study abroad», también preceptiva para quienes pudieran permitírsela y cuyo obvio destino era Grecia.

Odas. Canto secular. Epodos

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