Читать книгу Odas. Canto secular. Epodos - Horacio - Страница 15

Retrato del artista en su madurez

Оглавление

Suetonio suele incluir en sus Vidas semblanzas de los rasgos físicos y anímicos de sus biografiados, y en general lo hace hacia la segunda mitad de las mismas, en la que, como él dice, procede más per species («por aspectos») que per tempora («por épocas»). También en la de Horacio tenemos esa suerte de noticias y parece oportuno recordarlas ahora, pues cabe suponer que corresponden especialmente a sus años maduros. Así, nos cuenta que el poeta, del que no tenemos ninguna imagen fiable, era bajo y grueso —digamos que un tipo pícnico—, «según la descripción que hace de sí mismo en sus composiciones y Augusto en esta carta...» (Vida 10, trad. M.a L. Antón Prado); y añade un gracioso párrafo de una misiva del Príncipe en la que bromea contrastando el escaso volumen de un libro que Horacio le había enviado con el nada escaso de la panza de su autor.

Nada nos dice la Vita sobre el carácter de Horacio. Lo que él mismo cuenta o da a entender a ese respecto permite imaginarlo como un buen amigo de sus amigos, aunque muy celoso de su libertad; sensible a los encantos de la buena vida cuando ésta se ponía al alcance y también capaz de contentarse con poco si las cosas venían mal dadas. Sin embargo, de una lectura superficial de su obra ha surgido también la imagen vulgar de un Horacio de temperamento optimista y bonachón: la del poeta de la fiesta y de la paz de los campos, que en sus Sátiras despacha los defectos del prójimo con una sonrisa indulgente, sin caer en el sarcasmo; la del hombre mesurado que evita los excesos; en suma, la de un maestro del arte de vivir31. Esa imagen no cuadra bien con lo que afirma el comentario del Pseudo-Acrón (a A. P. 304) de que «se decía que Horacio era melancólico», ni con lo que varios estudiosos, en parte espoleados por esa noticia, deducen de un análisis detallado de las pinceladas que sobre su propia manera de ser trazó el poeta. En efecto, parte de ellas parecen confirmar esa constitución atrabiliaria de la que nos habla el escoliasta. Así, para empezar, Horacio reconoce su tendencia al mal genio (irasci celerem, Epi. I 20, 25; cf. I 8, 9; Sát. II 3, 323), incluso con sus amigos, actitud no infrecuente en personas con inclinaciones depresivas. También confiesa que era, como suele decirse, un trasero de mal asiento: cuando estaba en Roma añoraba Tíbur y viceversa (Epi. I 8, 12; cf. Sát. II 7, 28 s.); y esa ingénita ansiedad, como le reprochaba su siervo Davo, le impedía estar una hora consigo mismo (Sát. II 7, 112). Aunque sin llegar a los excesos de su amigo Mecenas, parece que también era aprensivo en cuestiones de salud (cf. Epi I 7, 4). Pero el síntoma al que se ha dado mayor importancia dentro del cuadro neurótico que, en opinión de algunos, presenta nuestro poeta es el que, cargando las tintas, podríamos describir con unos versos de Quevedo: «y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuera recuerdo de la muerte». En efecto, incluso una ocasión tan vital y festiva como es el retorno de la primavera le da pie para recordarnos lo frágil y efímero de la vida humana (véanse Odas I 7 y IV 7). La Vita (11) nos da una noticia para la chronique scandaleuse: la de su, al parecer, insaciable apetito sexual (ad res uenereas intemperantior), que incluso lo llevó a construirse un dormitorio lleno de espejos, para —voyeur de sí mismo— multiplicar los efectos de su pasión. Pese a ello —¿o tal vez por ello?— Horacio permaneció célibe toda su vida y no sabemos que dejara descendencia.

También parece éste el lugar idóneo para trazar un perfil intelectual del poeta, para el que, una vez más, hemos de recurrir a las noticias e indicios que él mismo nos dejó. Al platonismo de la Academia, por entonces ecléctico, tributó el homenaje de reconocimiento que hemos comentado más arriba (Epi. II 2, 43 ss.). Tampoco le era ajenas las doctrinas de las otras escuelas de estirpe socrática, como la cínica, a cuyas diatribas tanto deben sus Sátiras, o la hedonista de Aristipo y los Cirenaicos, precursora del epicureísmo. Además, veremos que también había asimilado algunas ideas del Perípato aristotélico. Ya dentro de las corrientes más típicamente helenísticas, se admite la predilección de Horacio por la epicúrea, tan difundida en la Italia de su tiempo gracias al foco napolitano32 y que también era la preferida por su protector Mecenas; de hecho, con toda la ironía que quepa suponer, Horacio llegó a definirse como un «puerco... de la grey de Epicuro» (Epi. I 4, 16). Tampoco puede ignorarse la vena estoica —la otra gran escuela de aquel tiempo— que el poeta deja aflorar con frecuencia en sus versos, a veces en tono crítico ante su rigorismo moral (cf. Sát. I 3, 96 ss.; 115 ss.; 120 ss.). De todas esas tendencias cabe rastrear huellas en su obra; pero, a fin de cuentas, parece que resulta fidedigna su afirmación de independencia, que le había permitido vivir y escribir «sin jurar lealtad a maestro ninguno» (Epi. I 1, 14).

Sólo en dos puntos parece haber acuerdo en cuanto a la posición filosófica de Horacio. En primer lugar, en el del citado predominio en ella de un colorido epicúreo; luego, en el de que sólo se interesó por la filosofía práctica, la pensada para la vida, dejando en segundo plano los problemas de cosmología, teología, gnoseología, lógica y —no digamos— de metafísica. Por lo demás, no siempre resulta fácil distinguir dentro de sus ideas las que han de atribuirse a cada escuela, porque algunas no eran patrimonio exclusivo de ninguna y también porque supo combinar y adaptar las que más le convenían en cada ocasión, sin mirar a su procedencia; y esto sin excluir cuanto pueda deberse a su propia inventiva, a su carácter y a las enseñanzas paternas. Se ha planteado también la cuestión de si Horacio experimentó a lo largo de su vida una evolución en sus inclinaciones filosóficas. Y así algunos creen que las ideas asimiladas en sus años jóvenes de la Academia cedieron terreno a las epicúreas —que se vendían como consuelo de afligidos— e incluso a las hedonistas, tras el duro golpe de la derrota de Filipos (cf. K. GANTAR, EO II: 91). Otros han llegado a hablar de una «conversión» del poeta del epicureísmo al estoicismo a propósito del ya comentado cambio de rumbo que el poeta anunciaba en Epi. I 1, tras el relativo fracaso de la primera entrega de las Odas y su decisión de dedicarse a la meditación filosófica; pero esa hipótesis no parece haber encontrado mucha aceptación33.

Intentaremos ahora trazar un breve esbozo del ideario horaciano, indicando, cuando sea posible, la fuente filosófica pertinente. A modo de premisa, podríamos partir de su eudemonismo: del principio de que la felicidad es el objetivo y aspiración de la vida humana. Tan sencillamente enunciada, no es una idea propia de escuela alguna y ni siquiera puede afirmarse que Horacio la haya tomado de doctrinas propiamente filosóficas (cf. L. DESCHAMPS, EO II: 87). Cuestión distinta, naturalmente, es la de los medios que cada corriente proponía para lograr esa ansiada felicidad. Cabe recordar luego algunas otras ideas instrumentales, pero fundamentales que Horacio tiene presentes como normas de vida. Presupuesto que la vida feliz es una forma de sabiduría, resulta esencial el principio de la autárkeia («autarquía» o «autosuficiencia») del sabio, que debe depender lo menos posible de los demás y tener pleno dominio de sí mismo. Tampoco aquí estamos ante una exclusiva filosófica, dado que, en unos u otros términos, ese ideal aparece tanto en los epicúreos como en los estoicos y en los cínicos. Pero incluso hay quien piensa que en este punto Horacio siguió una máxima del hedonista Aristipo (un maître à penser al que, aunque fuera furtivamente, no dejaba de recurrir; cf. Epi. I 1, 18): «poseo, pero no soy poseído», lo que ha de entenderse tanto al respecto de los bienes materiales como de los afectos humanos. Y, por cierto, al mencionar a Aristipo Horacio aprovecha para censurar el radicalismo malencarado de los cínicos, opuestos a cualquier concesión en este punto (cf. Sát. II 3, 100; Epi. I 1, 16 ss.; I 17, 13 ss.; M. BATTEGAZZORE, EO II: 85). Tampoco parece tener una estirpe filosófica clara el ideal, tan horaciano, de la aurea mediocritas (cf. Od. II 10,5), que nosotros nos hemos permitido traducir, con cierta amplificación, como «el término medio, que vale lo que el oro». Tradicionalmente se lo ha hecho descender de la mesótés aristotélica, la doctrina del justo medio, pero parece haber llegado a nuestro poeta por vía de Panecio, que había propagado en la Roma del s. II a. C. las doctrinas estoicas, y con no poco éxito (cf. A. GRILLI, EO II: 94; G. STABILE, EO II: 95). Sin embargo, A. MICHEL opina que ese principio «se inscribe también en un ámbito epicúreo: es suficiente aceptar el presente, sacar de él los placeres necesarios y hasta alguna alegría de más, si la naturaleza y la fortuna lo quieren...» (EO II: 81).

Hay una serie de valores horacianos que, sin perjuicio de otros parentescos, encajan especialmente bien en el epicureísmo que generalmente se le atribuye. Así, el de su culto a la amistad, al margen del profanum uolgus, según el elitismo propio de los asiduos del Jardín. De la misma fuente vendrían la inclinación por la vida retirada —«la del que huye del mundanal ruido», que luego diría fray Luis—, obedeciendo al famoso dictum «vive escondido» de Epicuro, contrario, como se sabe, a la participación política; también su aversión a la guerra y a la philargyría («avaricia») imperante, aunque esta última era una idea compartida por casi todas las escuelas (cf. A. GRILLI, EO II: 93 s.). En fin, también parecen epicúreas las opiniones de Horacio en lo que concierne al disfrute cotidiano —carpe diem— de los placeres de la vida sin pensar en el incierto mañana; un disfrute que en todo caso ha de atenerse a la razonable medida, para no acabar en ocasión de sufrimientos. En este contexto han de considerarse también su liberal actitud en cuestiones de sexo —siempre dentro de lo social y legalmente permitido—, y su escepticismo ante el amor, que para Epicuro era una especie de dolencia y una fuente de problemas, y para Horacio un episodio más de la «comedia social» (NISBET-HUBBARD 1970: xvi).

Tras todo lo dicho, hablar de las ideas morales de Horacio sería imposible sin incurrir en redundancia, pues ya se ha visto que la mayoría de sus opciones filosóficas conciernen precisamente a cuestiones éticas. Sí quisiéramos añadir la sospecha de que en la práctica su estima de ciertos valores de la moral estoica tal vez fue más allá de lo que dan a entender sus ya comentadas críticas al rigorismo de esa escuela (especialmente las de Sát. II 3). Al fin y al cabo, las ideas de la Estoa presentaban una llamativa afinidad con el patrimonio de la moral tradicional romana, la de «la costumbre legada por nuestros mayores» (Sát. I 4, 117); la misma que Horacio había asimilado de la admirable pedagogía de su padre, el cual lo había acostumbrado a huir de los vicios haciéndole ver cada uno por medio de ejemplos (cf. ibid. 105 ss.), y no inculcándole abstractas doctrinas de raigambre filosófica (cf. R. LAURENTI, EO II: 571 ss.). Y ahí probablemente reposaba en buena parte el «strong moral sense» que WILKINSON (1951: 43) veía en el poeta.

Algo hay que decir también sobre las ideas religiosas de Horacio, sobre su verdadero sentir acerca de esos dioses con los que tan a menudo, y a veces tan de cerca, trata en muchas de sus obras y especialmente en las Odas34. Por si fuera necesario, aclaremos que, según la opinión dominante, el prolijo panteón greco-romano era para él una parte imprescindible de la herencia cultural y literaria sobre la que se asentaba su poesía, y una gran metáfora de las fuerzas de la naturaleza y de las inquietudes que acechan al hombre, pero no algo en cuya existencia y acción creyera realmente. En efecto, aunque no haya que dar una interpretación literal a su aserto de nulla mihi.../ relligio est (Sát. I 9,70 s.), en el que seguramente sólo quería bromear sobre una superstición extranjera (el judaísmo), sí parece claro, al menos, el sentido de Sát. I 5, 100 ss.: «... pues he aprendido que los dioses viven tan tranquilos y que, si la naturaleza hace un prodigio, no son los dioses los que lo dejan caer de lo alto de los cielos». Lo que ahí tenemos es, evidentemente, la profesión de fe de un epicúreo, que quizá se ahorra el embarazoso trance de negar la existencia de las divinidades tradicionales situándolas en los remotos «intermundos» en los que se suponía que vivían ajenas a las cosas de los hombres. Ésa era la postura de muchos romanos ilustrados desde que, a principios del s. I, las doctrinas del Jardín y otras escuelas filosóficas helenísticas (con la excepción del estoicismo), «reemplazaron [en ellos] a los aspectos espirituales e intelectuales de la religión» (WILKINSON 1951: 24). Por supuesto, el advenimiento de esa «Ilustración» no dio al traste con las prácticas religiosas tradicionales, de carácter marcadamente ritualista y muy arraigadas en el pueblo.

Otro locus classicus en la discusión sobre las ideas religiosas de Horacio es su Oda I 34 (Parcus deorum cultor...), una palinodia del escepticismo al que lo había llevado la «demencial filosofía» que hasta la fecha había profesado. Ya el comentario del Pseudo-Acrón afirmaba que esa doctrina descarriada era la epicúrea: «Esta oda da a entender que se arrepiente de haberse convertido en un hombre sin religión por haber seguido a la secta de Epicuro». Y, naturalmente, quienes creen —al parecer, no muchos— en la conversión de Horacio al estoicismo, de la que antes hablábamos, ven ahí un apoyo para su tesis (cf. OKSALA, EO II: 285). Sin embargo, hay que tener en cuenta que el de la palinodia era uno más de los subgéneros poéticos tradicionales, y por ello no cabe tomarse este ejemplo de la misma más al pie de la letra que cualquier otro poema cuyo sentido metafórico o puramente literario no haya lugar a discutir35.

Particular atención reclama la postura de Horacio ante el programa de restauración religiosa que Augusto incluyó dentro de sus iniciativas de regeneración nacional. A él se adhiere solemnemente, por ejemplo, en la última de sus «Odas romanas» (III 6): han de reconstruirse los templos de los dioses, que, agraviados, han permitido que Roma sufra más de un desastre; pero lo mismo hay que hacer con las viejas virtudes personales y familiares que habían hecho grande a la República. A este respecto hay que pensar en la dimensión política que, de tejas abajo, seguramente veía Horacio en las creencias y prácticas religiosas tradicionales, en cuanto factor de estabilidad social. No se trata exactamente de la religión como «opio del pueblo», pero sí de algo parecido y dos mil años anterior: del papel que la misma tenía en relación con la estabilidad social y política de la pujante República romana, según el agudo y precoz análisis que el griego POLIBIO (VI 56, 6 ss.) había hecho a mediados del s. II a. C.

La cuestión de los vínculos de la religión tradicional romana con el poder constituido nos invita a trazar un somero perfil de las ideas políticas de Horacio, con la que bien podemos concluir esta semblanza. A su respecto, cabe preguntarse por la sinceridad del patriotismo del que el poeta hace gala en tantas ocasiones, y sobre todo en relación con el nuevo régimen implantado por Augusto, del que, desaparecido Virgilio, llegó a ser, como veremos el «poeta laureado».

Por de pronto, hay que reconocer que el joven e inmaduro Horacio de la Atenas del año 43 a. C., y de la derrota de Filipos al siguiente, resultaba una figura singular: ni sus antecedentes ni sus intereses de clase eran los mismos que los de los jóvenes aristócratas a los que se unió en aquella aventura. La res publica por la que aquéllos iban a luchar ya había dejado de ser mucho tiempo atrás una «cosa de todos», para convertirse en patrimonio de la oligarquía que ahora la reivindicaba, eso sí, en nombre de la libertas y la aequalitas. Y no es que el cesarismo, de momento frustrado y pronto definitivamente triunfante, ofreciera a los romanos algo parecido no ya a nuestra democracia, sino tan siquiera a la que habían disfrutado los atenienses del s. V a. C.; pero, al menos, su fachada populista lograba disimular un tanto las diferencias entre optimates y plebs, entre los estrictos ciudadanos de Roma y los provinciales. Apuntando a un análisis de la actitud del joven Horacio en clave filosófica, aunque sin afirmar que por entonces ya profesara las doctrinas del Jardín, WILKINSON (1951: 65) dice que «su comparecencia en Filipos no era sino una aberración por parte de un anima naturaliter Epicurea».

Los Epodos 7 y 16, que están entre las obras tempranas de Horacio, parecen dar testimonio de su posicionamiento ideológico tras el fracaso de Filipos. Por entonces es seguro que ya comulgaba con las doctrinas epicúreas; pero el hecho de que éstas fueran contrarias a la implicación en la política no lo disuadió de la idea de dirigirse a su pueblo para hacerle ver que iba derecho hacia nuevas guerras civiles, que de hecho acabaron llegando y que el temía que acabaran con la propia Roma. Al fin y al cabo, el del pacifismo era también un ideal típicamente epicúreo, por el que el poeta, en un tono sombrío y pesimista que recuerda al de Lucrecio, quiso romper una lanza en favor de su patria. Además, como escribe WILKINSON (1951: 66), «Él [Horacio] ya pensaba que un verdadero poeta tiene derecho a que el público lo escuche y que él personalmente lo era».

El trance en el que todos hubieron de tomar partido de manera clara llegó en el año 32 a. C., con la ruptura del frágil equilibrio en que habían convivido Octaviano y Antonio. Fue entonces cuando «toda Italia... y por propia iniciativa» juró lealtad al primero, según él mismo recordaría muchos años después en su testamento político (Res gestae 25). Ahora, ya no se trataba de una simple guerra civil: la alianza de Antonio con Cleopatra había convertido el conflicto en una guerra nacional contra la bárbara molicie del Oriente, resucitando en Roma un espíritu patriótico desconocido desde mucho tiempo atrás. En cuanto a Horacio, sus «epodos de Accio», el 1 y el 9, así como la Oda I 37, ya dejan clara su adhesión a Octaviano y a su régimen como únicas garantías de una paz duradera.

Al igual que en el asunto de las convicciones religiosas, se ha planteado más de una vez en el de las políticas una comparación entre Horacio y Virgilio. En uno y otro caso se admite que el mantuano profesó una más sincera devoción a los ideales promovidos por el augusteísmo. Luego nos ocuparemos de las muestras de independencia personal que Horacio dio frente al propio Príncipe; pero de manera general puede decirse que su adhesión al nuevo régimen venía exigida, cuando menos, por su sentido pragmático: con ese régimen había llegado la estabilidad que por tantos años había ansiado su generación. Sus «Odas romanas» ya parecen haber dejado atrás los temores que todavía en la Oda I 14 expresaba por el rumbo de la nave del estado. Y como enseguida veremos, el Carmen Saeculare y el libro IV de las Odas —en especial los epinicios de Druso (IV 4) y de Tiberio (IV 14)— dan testimonio de su afección sin reservas a los afanes imperiales que el nuevo régimen había resucitado. En todo caso, no se puede dudar de que Horacio era un romano de cuerpo entero, que se conmovía evocando las viejas gestas que habían hecho grande a su patria36.

Odas. Canto secular. Epodos

Подняться наверх