Читать книгу Narrativa completa - Говард Лавкрафт, Говард Филлипс Лавкрафт, H.P. Lovecraft - Страница 11

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La tumba8

«Sedibus ut saltem placidis in morte quiescam.»

Virgilio

Cuando me adentro en las razones que me han llevado a la reclusión en este asilo para pacientes mentales, podría entender que mi actual situación provocará las obvias dudas sobre la veracidad de lo que digo. Es una pena que la mayoría de la gente sea demasiado estrecha de pensamiento como para deliberar fría e inteligentemente sobre ciertos eventos aislados que subyacen más allá de su día a día, y que son avistados y advertidos solo por algunas personas sensibles. Los de más amplio entendimiento saben que no hay una verdadera diferencia entre lo real y lo que no lo es; que todas las cosas aparecen tal como son tan solo en virtud de los frágiles sentidos físicos y mentales mediante los que las percibimos; pero el prosaico materialismo de la mayoría tilda de locura a todo rastro de clarividencia que aparezca ante el vulgar velo del empirismo de mal gusto.

Me llamo Jervas Dudley, y desde muy niño he sido un soñador y un visionario. Lo bastante acomodado como para no tener que trabajar, y temperamentalmente negado para los estudios formales y el trato social de mis iguales, viví siempre en ambientes alejados del mundo real; pasando mi juventud y adolescencia entre libros antiguos y poco conocidos, así como deambulando por los campos y arboledas en la vecindad del hogar de mis antepasados. No creo que lo leído en tales libros, o lo visto en esos campos y arboledas, fuera lo mismo que otros chicos pudieran leer o ver allí; pero de tales cosas debo hablar poco, ya que explayarme sobre ellas no haría sino confirmar esas infamias despiadadas acerca de mi inteligencia que a veces oigo susurrar a los esquivos enfermeros que me rodean. Será mejor para mí que me ciña a los sucesos sin entrar a analizar las causas.

Como dije, vivía apartado del mundo real, aunque no viviera solo. Eso no va bien para los seres humanos, ya que quien se aparta de la compañía de los vivos en algún momento frecuenta la compañía de cosas que no tienen, o al menos no demasiada, vida. Cerca de mi casa existe una curiosa hondonada boscosa en cuyas profundidades umbrías pasaba la mayor parte del tiempo; entre letras, pensamientos y sueños. En sus musgosas laderas tuvieron lugar mis primeros pasos infantiles, y en torno a sus robles grotescamente nudosos se entretejieron mis primeras fantasías de adolescencia. Terminé por conocer bien a las dríadas tutelares de tales árboles, y a menudo he atisbado sus salvajes danzas a los fieros rayos de la luna menguante… pero no debo hablar ahora de eso. Debo ceñirme a la cripta abandonada de los Hydes, una vieja y rancia familia cuyo último descendiente directo había sido introducido en su negro seno décadas antes de mi nacimiento.

La tumba de la que hablo es de granito viejo, carcomido y descolorido por brumas y humedades de generaciones. Excavado en la ladera, tan solo la entrada de la estructura era visible. La puerta, un bloque pesado e imponente de piedra, está colgando sobre oxidados goznes de hierro, y se encuentra entornada de forma extraña y siniestra, mediante pesadas cadenas y candados, siguiendo una rústica costumbre de hace quinientos años. La residencia del linaje cuyos vástagos yacen aquí en urnas, antiguamente coronaba la cuesta donde se halla la tumba, pero hace mucho que se derrumbó víctima de las llamas provocadas por la desastrosa caída de un rayo. Los más ancianos del lugar a veces hablan con voces apagadas e inquietas acerca de la tormenta de medianoche que destruyó esa melancólica mansión; mencionando lo que ellos llaman «cólera divina» en una forma tal que en los años siguientes aumentaría la siempre fuerte fascinación que le despertaba ese sepulcro devorado por las malezas. Tan solo un hombre había perecido por el fuego. Cuando el último de los Hydes fue sepultado en este lugar de sombras y quietud, aquella triste urna de cenizas había llegado de una tierra distante, ya que la familia se había marchado tras el incendio de la mansión. Ya no queda nadie para depositar flores en el portal de granito, y pocos se aventuran entre las deprimentes sombras que parecen demorarse de forma extraña alrededor de sus piedras gastadas por el agua.

No podré olvidar jamás la tarde en que vi por primera vez esa casa de muerte casi oculta. Era mediado el verano, cuando la alquimia de la naturaleza transmuta el paisaje silvestre en una vívida y casi homogénea masa de verdor; cuando los sentidos se ven intoxicados por oleadas de húmedo verdor y el aroma sutilmente indefinible de la tierra y la vegetación. En tales parajes la mente pierde la perspectiva; tiempo y espacio se hacen vanos e irreales, y los sucesos de un pasado perdido laten insistentemente sobre la conciencia cautivada. Estuve vagando todo el día a través de las místicas arboledas; pensando en cosas de las que no hace falta hablar y conversando con seres que no debo mencionar. A la edad de diez años, yo había visto y oído multitud de maravillas ocultas para el vulgo; y era curiosamente viejo en ciertos aspectos. Cuando, tras abrirme paso entre dos exuberantes zarzales, me topé bruscamente con la entrada de la cripta, yo no sabía lo que acababa de descubrir. Los oscuros bloques de granito, la puerta curiosamente a medio abrir, y los relieves funerarios sobre el arco, no despertaron en mí asociaciones tristes o terribles. Sobre tumbas y sepulcros ya era mucho lo que sabía e imaginaba, aunque por mi peculiar carácter me había apartado de todo contacto con camposantos y cementerios. La extraña casa de piedra en la ladera representaba para mí una fuente de interés y especulaciones; y su interior frío y húmedo, dentro del que vanamente trataba de ojear a través de la abertura tan incitantemente dispuesta, no tenía para mí connotaciones de muerte o decadencia. Pero por ese momento de curiosidad nació el loco e irracional deseo que me ha conducido a este infierno de reclusión. Azuzado por una voz que debía proceder del espantoso corazón de la espesura, resolví penetrar aquellas tinieblas que me reclamaban, a pesar de las cadenas que impedían mi acceso. En la menguante luz del día, alternativamente sacudí los herrumbrosos impedimentos, dispuesto a franquear la puerta de piedra, e intenté escurrir mi magro cuerpo a través del espacio ya abierto; pero nada de todo esto resultó. Tras la curiosidad del principio, ahora me encontraba frenético; y cuando en el crepúsculo que avanzaba volví a casa, había jurado al centenar de dioses del bosque que, a cualquier precio, algún día me abriría paso hasta las oscuras y heladas profundidades que parecían reclamarme. El médico de barba gris que acude cada día a mi cuarto dijo una vez a un visitante que tal decisión representaba el comienzo de una penosa monomanía; pero esperaré el juicio final de los lectores cuando estos hayan sabido todo.

Consumí los meses posteriores al descubrimiento en inútiles tentativas de forzar el complejo candado de la cripta entreabierta, así como en discretas indagaciones acerca de la naturaleza e historia de esa estructura. Con el oído tradicionalmente receptivo de los niños, aprendí mucho, aun cuando mi habitual reserva me llevó a no comunicar a nadie ni esos datos ni la decisión tomada. Quizás debiera mencionar que no me sorprendí ni me aterré al conocer la naturaleza de la cripta. Mis primigenias ideas acerca de la vida y de la muerte me habían llevado a asociar, de alguna vaga forma, la fría arcilla y el cuerpo animado; y sentí que esa grande y siniestra familia de la mansión incendiada estaba de algún modo presente en el pétreo recinto que yo trataba de explorar. Las habladurías sobre ritos salvajes e idólatras orgías ocurridas antiguamente en el viejo lugar despertaban en mí un nuevo y poderoso interés por la tumba, ante cuyas puertas podía sentarme durante horas y más horas cada día. En cierta ocasión lancé una vela por la rendija de la entrada; pero no pude ver nada sino un tramo de húmedos peldaños que descendía. El olor del lugar me repelía al tiempo que me fascinaba. Sentía haberlo aspirado ya antes, en un remoto pasado anterior a todo recuerdo; previo incluso a mi estancia en el cuerpo que ahora habito.

El año siguiente al descubrimiento de la tumba encontré una traducción carcomida por los gusanos de las Vidas de Plutarco en el ático atestado de libros de mi hogar. Leyendo la vida de Teseo, quedé sumamente impresionado por aquel pasaje que había sobre la gran roca bajo la que el héroe infantil habría de encontrar las señales de su destino, tras hacerse lo suficientemente adulto como para alzar su enorme peso. Esa leyenda consiguió aplacar mi acuciante impaciencia por penetrar la cripta, ya que me hizo percibir que aún no había llegado el tiempo. Más tarde, me dije, alcanzaría fuerza e ingenio bastantes como para franquear con facilidad la puerta pesadamente encadenada; pero hasta ese momento debía conformarme con lo que parecían los designios del Destino.

En consecuencia, la atención dedicada al húmedo portal se tornó menos persistente, y dediqué mucho de mi tiempo a otras cavilaciones sobre asuntos igualmente extraños. A veces me levantaba silenciosamente por la noche, saliendo a pasear por aquellos camposantos y cementerios de los que mis padres me habían mantenido alejado. Lo que hacía allí no lo sabría explicar, ya que no estoy seguro de la realidad de algunos hechos; pero sé que al día siguiente de alguno de tales paseos solía asombrarme con la posesión de un conocimiento sobre temas casi olvidados durante muchas generaciones. Fue durante una noche así que estremecí a la comunidad con una rara hipótesis acerca del enterramiento del rico y famoso hacendado Brewster, una celebridad local sepultada en 1711 y cuya lápida, ostentando el grabado de una calavera y dos tibias cruzadas, iba convirtiéndose lentamente en polvo. En un instante de infantil imaginación juré no solo que el enterrador, Goodman Simpson, había hurtado sus zapatos con hebilla de plata, medias de seda y calzones de raso al difunto antes del entierro; sino que el mismo hacendado, aún con vida, se había girado dos veces en su ataúd cubierto de tierra el día después de ser sepultado.

Pero la idea de penetrar la tumba jamás dejó mis pensamientos; viéndose de hecho estimulada por el inesperado descubrimiento genealógico de que mis propios antepasados maternos mantenían un ligero parentesco con la familia de los Hydes, considerada extinta. El último de mi rama paterna, yo era asimismo el último de ese linaje más viejo y misterioso. Comencé a considerar esa tumba como mía, y a esperar con ansiedad el futuro, esperando el momento en que pudiera traspasar la puerta de piedra y descender en la oscuridad aquellos viscosos peldaños de piedra. Adquirí la costumbre de escuchar con gran atención junto al portal entornado, eligiendo para esa curiosa vigilia mis horas preferidas, en la quietud de la medianoche. Al llegar a la edad adulta, había abierto un pequeño claro en la espesura, ante la fachada cubierta de moho de la ladera, permitiendo a la vegetación adyacente circundar y cubrir aquel espacio, a semejanza de un selvático enramado. Tal enramado era mi templo, la puerta aherrojada del santuario, y aquí yacía tendido en el musgoso suelo, sumido en extraños pensamientos y enroñando sueños extraños.

Hacía bochorno la noche de la primera revelación. Debí quedarme dormido a causa del cansancio, ya que tuve la clara sensación de despertar al oír las voces. Dudo de mencionar sus tonos y acentos; de su cualidad no quiero ni hablar; pero puedo decir que había inmensas diferencias en su vocabulario, pronunciación y en la construcción de frases. Cada matiz del dialecto de Nueva Inglaterra, desde las groseras sílabas de los colonos puritanos a la retórica precisa de cincuenta años atrás, parecían hallarse representadas en aquel sombrío coloquio, aunque solo más tarde caí en la cuenta. En ese instante, de hecho, mi atención estaba ocupada con otro fenómeno; un suceso tan fugaz que no podría jurar que haya sucedido realmente. Apenas creí estar despierto, cuando una luz se apagó apresuradamente dentro del hondo sepulcro. No creo haber quedado pasmado o sumido en el pánico, aunque soy consciente de haber sufrido un cambio grande y permanente durante esa noche. Al regresar a casa me dirigí sin vacilar a un podrido arcón del ático, en cuyo interior encontré la llave que al día siguiente abriría fácilmente la barrera contra la que tanto tiempo había luchado en vano.

Fue al final de la tarde con un suave resplandor cuando por vez primera accedí a la cripta de la ladera abandonada. Un hechizo me envolvía, y mi corazón latía con un alborozo que apenas puedo describir. Mientras cerraba a mis espaldas la puerta y descendía los pringosos escalones a la luz de mi solitaria vela, creí reconocer el camino y, aunque la vela chisporroteaba debido al sofocante ambiente del lugar, me sentía singularmente a gusto con aquel aire viciado, como de osario. Mirando alrededor, divisé multitud de losas de mármol sobre las que reposaban ataúdes, o restos de ataúdes. Algunos estaban sellados e intactos, pero otros casi se habían deshecho, dejando las manijas de plata y placas caídas entre algunos curiosos montones de polvo blancuzco. En una de las placas leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, que había llegado de Sussex en 1640 y muerto aquí unos años después. En un llamativo nicho había un ataúd bastante bien conservado y vacío que me hizo sonreír a la par que estremecer. Un extraño impulso me llevó a encaramarme a la amplia losa, apagar la vela y yacer dentro de la caja desocupada.

Con la grisácea luz del alba salí dando tumbos de la cripta y aseguré la cadena de la puerta a mi espalda. Ya no era un joven, aun cuando tan solo veintiún inviernos habían pasado por mi envoltura corporal. Los aldeanos más madrugadores que alcanzaron a presenciar mi vuelta a casa me contemplaron atónitos, asombrados de los signos de juerga tormentosa visibles en alguien cuya vida era tenida por sobria y solitaria. No me mostré ante mis padres hasta después de un prolongado y conciliador sueño.

De ahí en adelante frecuenté cada noche la tumba; viendo, escuchando y realizando actos que jamás debo revelar. Mi forma de hablar, siempre susceptible de las influencias más inmediatas, fue lo primero en sucumbir al cambio, y la súbita aparición de arcaísmos en mi habla fue pronto advertida. Más tarde, mi conducta se tiñó de extraño valor y temeridad, hasta el punto de que inconscientemente comencé a adoptar la actitud de un hombre de mundo, a pesar de mi reclusión de por vida. Mi anteriormente silenciosa lengua se tornó voluble, con la gracia fácil de un Chesterfield o el cinismo ateo de un Rochester. Mostraba una curiosa erudición, completamente alejada de los saberes fantásticos y monacales de los que me había empapado en mi juventud, y cubría las hojas de guarda de mis libros con fáciles e improvisados epigramas que tenían influencias de Gay, Prior y los más vivos de los burlones y poetas augustos. Una mañana, durante el desayuno, me puse al borde del desastre al declamar con acentos netamente ebrios una efusión de alegría bacanal del siglo XVIII; un soplo de alegría georgiana nunca consignada en libros, que decía más o menos así:

Acudid acá, mozos, con vuestras jarras de cerveza,

Y bebed por el presente antes de que se esfume;

Apilad en vuestro plato una montaña de carne,

Pues el comer y el beber nos brinda alivio:

Así que colmad vuestros vasos,

Ya que la vida pronto pasará;

¡Cuando estéis muertos no brindaréis a la salud

del rey o de vuestra chica!

Anacreonte tenía la nariz roja, según cuentan:

¿Pero qué es una nariz colorada a cambio de estar alegre y vivaz?

¡Dios me valga! Mejor rojo como estoy aquí,

que blanco como un lirio… ¡y muerto medio año!

Así que Betty, mi dama,

Ven y dame un beso;

¡En el infierno no hay hija de ventero que se te pueda comparar!

El joven Harry se mantiene todo lo tieso que puede,

Pronto perderá la peluca y caerá bajo la mesa;

Pero colmad vuestras copas y hacerlas circular…

¡Mejor bajo la mesa que bajo tierra!

Así que reíd y gozad

Bebed sin cesar:

¡Bajo seis pies de tierra no os será tan fácil el disfrutar!

¡El diablo me confunda! Apenas puedo andar,

¡Maldito sea si puedo tenerme en pie o hablar!

Aquí, posadero, manda a Betty por una silla;

¡Me iré a casa en un rato, ya que mi mujer no está!

Así que echadme una mano;

No me tengo en pie,

¡Pero contento estoy mientras me mantenga sobre la tierra!

Fue en esta época cuando comencé a albergar mi actual miedo al fuego y las tormentas. Antes indiferente a tales cosas, sentía ahora un inexplicable horror ante ellas; y era capaz de recogerme al rincón más profundo de la casa cuando los cielos amenazaban con aparato eléctrico. Uno de mis refugios favoritos durante el día era el arruinado sótano de la mansión quemada, y con la imaginación podría pintar la estructura tal y como había sido antiguamente. En cierta ocasión asusté a un aldeano conduciéndolo en secreto a un sombrío subsótano cuya existencia me parecía conocer a pesar del hecho de que había permanecido desconocido y olvidado durante muchas generaciones.

Al final ocurrió lo que tanto había temido. Mis padres, alarmados por la alteración de ademanes y apariencia de su único hijo, comenzaron a ejercer sobre mis movimientos un discreto espionaje que amenazaba con conducirme al desastre. No había comentado a nadie mis visitas a la tumba, habiendo guardado mi secreto propósito con religioso celo desde la infancia; pero ahora me veía obligado a guardar precauciones cuando deambulaba por los laberintos de la hondonada boscosa, ya que debía despistar a un posible perseguidor. Guardaba la llave de la cripta colgando de un cordel alrededor de mi cuello, cuya existencia tan solo era conocida por mí. Nunca saqué del sepulcro cosa alguna que encontré entre sus paredes.

Una mañana, mientras salía de la húmeda tumba y cerraba las cadenas del portal con mano no demasiado firme, advertí en un matorral adyacente el rostro de un observador. Sin duda, el fin estaba cerca; ya que mi enramado había sido descubierto y el objeto de mis salidas nocturnas desvelado. El hombre no se me acercó, por lo que me apresuré a volver a casa en un esfuerzo por espiar lo que pudiera informar a mi preocupado padre. ¿Iban mis estancias más allá de la puerta encadenada a ser reveladas al mundo? Imaginen mi regocijado asombro cuando escuché al espía contar a mi padre con un precavido susurro que yo había pasado la noche en el enramado exterior a la tumba; ¡con mis ojos somnolientos clavados en la hendidura que entreabría la puerta aherrojada! ¿Mediante qué milagro se había visto engañado el observador? Ahora estaba convencido de que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por tal circunstancia celestial, volví a visitar abiertamente la cripta, seguro de que nadie podría presenciar mi entrada. Durante una semana degusté al completo los placeres de ese osario común que no debo describir, cuando aquello sucedió, y me arrancaron de allí para traerme a este maldito lugar de pesar y monotonía.

No debí haber salido esa noche, ya que el estigma del trueno acechaba en las nubes, y una infernal fosforescencia brotaba del fétido pantano ubicado al fondo de la hondonada. La llamada de los difuntos, también, era distinta. En vez de la tumba de la ladera, venía del calcinado sótano en lo alto, cuyo demonio tutelar me hacía señas con dedos invisibles. Cuando salí de una arboleda intermedia al llano que hay ante las ruinas, contemplé a la brumosa luz lunar, algo que siempre había esperado vagamente. La mansión, desaparecida cien años antes, alzaba una vez más sus majestuosas formas ante la mirada extasiada; cada ventana resplandecía con el fulgor de multitud de velas. Por el largo sendero acudían los carruajes de la aristocracia de Boston, al tiempo que una muchedumbre de petimetres empolvados iba llegando a pie desde las mansiones vecinas. Con tal gentío me mezclé, a sabiendas de que mi sitio estaba entre los anfitriones, y no entre los invitados. En el salón sonaba la música, risas, y el vino estaba en cada mano. Reconocí algunas caras, aunque las hubiera distinguido mucho mejor de haber estado secas, o consumidas por la muerte y la descomposición. Entre una multitud salvaje y audaz yo era el más extravagante y disipado. Alegres blasfemias brotaban a torrentes de mis labios, y mis bruscos chascarrillos no respetaban la ley de Dios, el Hombre o la Naturaleza. De repente, un retumbar de trueno, haciéndose oír aún sobre el estrépito de aquella juerga tumultuosa, rasgó el mismo tejado e impuso un soplo de miedo en aquella porcina compañía. Rojas llamaradas y tremendas olas de calor envolvieron la casa, y los concelebrantes, aterrorizados por el descenso de una tragedia que parecía trascender los designios de una naturaleza ciega, huyeron vociferando en la noche. Únicamente quedé yo, atado a mi asiento por un terror mortal jamás sentido hasta entonces. Y en ese instante un segundo horror tomó posesión de mi alma. Quemado vivo hasta ser reducido a cenizas, mi cuerpo disperso a los cuatro vientos, ¡jamás podría yacer en la tumba de los Hydes! ¿Es que acaso no tenía derecho a descansar entre los descendientes de sir Geoffrey Hyde por el resto de la eternidad? ¡Sí! ¡Reclamaría mi herencia de muerte aun cuando mi espíritu hubiera de buscar durante eras otra morada carnal que la situase en aquella losa vacía del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde nunca arrostraría el triste destino de Palinuro!

Mientras el espejismo de la casa ardiente se deshacía, me encontré gritando y debatiéndome como un demente entre los brazos de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la cripta. La lluvia caía a raudales, y sobre el horizonte sur había fogonazos de los relámpagos que acababan de pasar sobre nuestras cabezas. Mi padre, con el rostro surcado de pesar, no hacía ningún gesto mientras yo le pedía a voces que me dejara reposar en la tumba, advirtiendo con frecuencia a mis captores que me trataran con toda la delicadeza posible. Un círculo oscurecido en el suelo del arruinado sótano indicaba un violento golpe de los cielos, y en esa parte un grupo de aldeanos curiosos con linternas indagaban en una pequeña caja de antigua factura que la caída del rayo había aflorado a la luz. Cesando en mis inútiles y ahora sin objeto forcejeos, observé a los espectadores mientras examinaban el hallazgo, y se me permitió participar de su descubrimiento. La caja, cuyos cerrojos habían sido destruidos por el golpe que la había desenterrado, contenía multitud de documentos y objetos de valor; pero yo tan solo tenía ojos para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca de rizos, ostentando las iniciales «J. H.». El rostro era tal y como yo me veía, de manera que bien pudiera haber estado contemplándome en un espejo.

Al día siguiente me metieron en este cuarto con barrotes en la ventana, pero me he mantenido al tanto de ciertas cosas gracias a un sirviente no muy espabilado, y ya entrado en edad, por quien tenía gran cariño durante la infancia, y quién, al igual que yo, ama los cementerios. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias dentro de la cripta tan solo me ha brindado sonrisas conmiserativas. Mi padre, viene muy a menudo, dice que no he traspasado el portal encadenado, y jura que el herrumbroso cerrojo, cuando él lo examinó, no daba muestras de haber sido tocado en cincuenta años. Incluso afirma que todo el pueblo conocía mis viajes a la tumba, y que con frecuencia me observaban durmiendo en el enramado exterior a la tenebrosa fachada, los ojos entreabiertos y fijos en el resquicio que conduce al interior. Contra tales afirmaciones carezco de pruebas, ya que mi llave se perdió durante la lucha en esa noche de horror. Las extrañas cosas del pasado que aprendí durante aquellos encuentros nocturnos con los muertos son atribuidos al fruto de mi codicioso e incesante hojear de los viejos volúmenes de la biblioteca familiar. De no haber sido por mi viejo criado Hiram, estos serían momentos en que yo mismo estaría bastante seguro de mi propia locura.

Pero Hiram, siempre fiel y con una confianza ciega en mí, me ha llevado a publicar al menos parte de esta historia. Hace una semana logró forzar el cerrojo de la puerta de la tumba sempiternamente entornada y bajó con una linterna hacia la profundidad. Sobre una losa y en el interior de un nicho, consiguió un ataúd viejo, pero sin nada adentro, en cuya fascinante placa se deja ver esta simple palabra: «Jervas.» En ese ataúd y en esa cripta él me prometió que descansaré.

The Tomb: escrito en 1917 y publicado en 1922.

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