Читать книгу Narrativa completa - Говард Лавкрафт, Говард Филлипс Лавкрафт, H.P. Lovecraft - Страница 18
ОглавлениеLa nave blanca15
Mi nombre es Basil Elton, y soy el guardián del faro de Punta Norte que fue cuidado por mi padre y por mi abuelo antes de hacerlo yo. Alejado de la costa, la torre gris del faro se levanta sobre rocas hundidas que emergen cubiertas de limo al bajar la marea y que se vuelven invisibles cuando la misma sube. Desde hace un siglo, pasan delante de este faro las majestuosas naves que surcan los siete mares. Eran muchas en los tiempos de mi abuelo, no tantas en los tiempos de mi padre, y hoy son tan pocas, que por momentos me siento extrañamente solo, como si yo fuese el último hombre sobre la tierra.
Aquellas grandes embarcaciones de blancas velas venían de costas muy lejanas. De las lejanas costas Orientales donde brilla un sol cálido y dulces fragancias perduran en los alegres templos y en los raros jardines. Mi abuelo era visitado a menudo por viejos capitanes de mar que le contaban estas cosas, que luego él le contaba a mi padre, y que mi padre me contaba a mí cuando el viento del este aullaba misterioso en las largas noches de otoño. Más tarde, cuando todavía era un niño y me entusiasmaba lo prodigioso, yo leí más sobre estas cosas, y sobre otras muchas, en los libros que me regalaron aquellos hombres.
Sin embargo, más asombroso que el saber de los libros y de los ancianos es el saber secreto del océano. El océano nunca está en silencio, es azul, verde, gris, blanco o negro, tranquilo, agitado o montañoso. Toda mi vida lo he visto y escuchado y lo conozco bien. En un principio, solo me narraba historias sencillas acerca de playas serenas y puertos minúsculos, pero con el pasar del tiempo se volvió más amigo y me habló de otras cosas. Eran cosas más extrañas, más lejanas en el tiempo y en el espacio. Muchas veces, en horas de la tarde, los vapores grises del horizonte se abren para permitirme fugaces visiones de las rutas que hay más allá. Otras veces, durante la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes y me han permitido observar las rutas que hay debajo de ellas. Estas visiones eran de las rutas que existieron o pudieron existir, así como de las que aún existen, porque el océano es más antiguo que las montañas y lleva y trae los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca navegaba serena y silenciosamente sobre el mar cuando la luna llena se encontraba muy alta en el cielo. Solía venir del sur, y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, o el viento fuese contrario o favorable, la nave se deslizaba serena y silenciosamente con sus grandes velas distantes y su larga y extraña fila de remos de rítmico movimiento. Una noche logré observar a un hombre de barba y muy ataviado en la cubierta que parecía hacerme señas para que navegara con él rumbo a costas desconocidas. Lo volví a ver muchas veces en las noches de luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La noche en que respondí a su llamado la luna brillaba en todo su esplendor y yo crucé hasta la Nave Blanca por el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas. El hombre que me había llamado dijo unas palabras de bienvenida en una lengua que me era familiar y las horas transcurrieron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos silenciosamente rumbo al misterioso sur que aquella tierna luna llena iluminaba con su esplendor.
Cuando despertó el nuevo día, sonrosado y luminoso, pude ver la verde costa de unas desconocidas tierras lejanas, hermosas y radiantes. Orgullosas terrazas salpicadas de árboles se elevaban desde el mar, entre los que asomaban de un lado y del otro los brillantes tejados y las blancas columnatas de unos exóticos templos. Cuando nos acercábamos a esa exuberante costa, el hombre de barba habló de esa tierra donde moran los sueños y los bellos pensamientos que ocupan a los hombres algunas veces y que luego estos olvidan, la tierra de Zar. Cuando me giré para contemplar las terrazas una vez más, comprobé que lo que decía era cierto, pues entre las visiones que tenía frente a mí había muchas cosas que yo había visto entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y también en las fosforescentes profundidades del océano. Además, había formas y fantasías tan espléndidas, que eran incomparables con ninguna de cuantas yo había conocido, visiones de poetas jóvenes que murieron en la pobreza antes de que ninguna persona supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero, no descendimos en los prados inclinados de la tierra de Zar, pues se comenta que aquel que se atreva a pisarlos puede que no regrese nunca a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca comenzó a alejarse silenciosamente de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, divisamos en el horizonte lejano las torres de una importante ciudad, y me dijo el hombre de barba:
—Aquella es Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas, donde habitan todos los misterios que el hombre ha querido desentrañar inútilmente.
Cuando nos acercamos, volví la mirada y vi que era ciudad más grande de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo de tal manera que no era posible ver sus extremos y sus murallas grises y terribles se extendían mucho más allá del horizonte y tan solo dejaban asomar algunos tejados misteriosos y siniestros, los cuales estaban adornados con atractivas esculturas y magníficos frisos. Comencé a sentir un deseo ferviente de ir a tan fascinante y repelente ciudad. Le supliqué al hombre de barba que me dejara desembarcar en el muelle, junto a la gran puerta esculpida de Akariel, pero se negó muy amablemente, diciendo:
—Muchas personas son quienes han entrado en la ciudad de las Mil Maravillas, pero ninguna ha regresado. En esa ciudad habitan tan solo demonios y locas entidades que dejaron de ser humanas. Sus calles están blancas con las osamentas de aquellos quienes vieron el espectro de Lathi que reina en la ciudad de Talarión.
Así, dejando atrás las murallas de Talarión, la Nave Blanca reemprendió el viaje y durante muchos días siguió a un ave que volaba hacia el sur y cuyo plumaje era tan brillante que rivalizaba con el cielo del que había surgido.
Más tarde llegamos a una costa plácida y alegre en la que, hasta donde alcanzaba la vista, abundaban las flores de todos los colores y donde encantadoras arboledas y hermosas glorietas florecían bajo el sol meridional. De unos tramados de plantas que no alcanzábamos a ver brotaban canciones y deliciosos fragmentos de lírica armonía, los cuales se escuchaban salpicados de risas. Eran tales mis ansias por llegar a ese fabuloso lugar, que exhorté a los remeros a que hicieran un esfuerzo para llegar más rápido. El hombre de barba no dijo nada, pero, mientras nos acercábamos a la orilla plantada de lirios, me miró largamente. De pronto, un viento sopló por encima de aquellos prados floridos y frondosos, y arrastró una fragancia que me hizo temblar. El viento aumentó y toda la atmósfera se llenó de olor a muerte, a putrefacción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras, desesperadamente, nos alejábamos de aquella costa maldita, el hombre de barbas habló:
—Ese es el País de los Placeres Inalcanzados, su nombre es Xura.
Nuevamente, día y noche, durante días, la Nave Blanca navegaba siguiendo al pájaro que volaba en el cielo por mares cálidos y venturosos, y era empujada por brisas acariciadoras y fragantes. Cuando asomó la luna llena, tan dulce como aquella lejana noche en que abandonamos mi tierra natal, se escucharon las suaves canciones de los remeros. A la luz de la luna, anclamos al fin en el puerto de Sona-Nyl, el cual está protegido por los dos promontorios gemelos de cristal que surgen del mar y que se unen formando un magnífico arco. Sona-Nyl era el País de la Fantasía y bajamos en su verdeante costa por un brillante puente que construyeron los rayos de la luna.
En el país de Sona-Nyl no existían ni el tiempo ni el espacio, ni el sufrimiento ni la muerte. En ese lugar habité durante un tiempo sin fin. Verdes eran las arboledas y los pastos, fragantes y brillantes las flores, azules y cantarines los arroyos, claras y frescas las fuentes, magníficos e imponentes los templos y los castillos y todas las ciudades de Sona-Nyl. Son tierras sin fronteras, pues más allá de cada hermosa vista se alza otra más hermosa aún. Por los campos, igual que por las espléndidas ciudades, las personas están felices y se mueven a su antojo. Además, todas ellas poseen una gracia infinita y gozan de una alegría inmaculada. Durante el tiempo infinito en que habité en ese lugar, circulé feliz por jardines donde se observan singulares pagodas entre bellos macizos de arbustos y donde los blancos caminos están adornados de flores delicadas. Subí a la cima de las ondeantes colinas y desde allí pude admirar encantadores y bellos paisajes, con pueblos asentados en el regazo de verdes valles y ciudades con gigantes cúpulas doradas brillando en el horizonte infinitamente lejano. También contemplé, bajo la luz de la luna, el mar resplandeciente, los promontorios de cristal, y el calmado puerto en el que la Nave Blanca permanecía anclada.
Una noche del inolvidable año de Tharp, vi la silueta recortada contra la luna llena del pájaro celestial que me llamaba, y comencé a sentir los primeros síntomas de inquietud. Fui a hablar con el hombre de barbas y le mencioné mis nacientes deseos de partir hacia la lejana ciudad de Cathuria que, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente, nunca ha sido vista por hombre alguno. Los hombres pregonan que es el País de la Esperanza, que en ella resplandecen las ideas perfectas de todo cuanto conocemos. Pero el hombre de barba me dijo:
—Debes cuidarte de esos mares peligrosos donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. Aquí en Sona-Nyl no existen ni el dolor ni la muerte, pero, ¿quién puede saber qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?
Sin embargo, el plenilunio siguiente me embarqué en la Nave Blanca y abandoné el feliz puerto, rumbo a mares inexplorados, junto al renuente hombre de barba.
Guiándonos con su vuelo, el pájaro celestial nos llevó hasta las columnas basálticas de Occidente. Esta vez los remeros no cantaron sus dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, a menudo veía el desconocido país de Cathuria con espléndidos jardines y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me estarían esperando. “Cathuria”, me decía, “es el hogar de los dioses y el país donde existen incontables ciudades de oro. Igual que los de Camorin, sus bosques son de sándalo y aloe, y entre sus árboles trinan alegres pájaros que entonan amables cantos. Entre sus verdes y floridas montañas se elevan templos de mármol rosado, ricos en bellas pinturas y bellas esculturas, con hermosas fuentes de plata en sus patios donde burbujean, con una música encantadora, las frescas aguas del río Narg, el cual nace en una gruta. Las ciudades del país de Cathuria están cercadas con murallas de oro y también lo son sus pavimentos. En los jardines de las ciudades hay exóticas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de ámbar y coral. Durante la noche, las calles y los jardines están iluminados con alegres linternas, elaboradas con las conchas tricolores de las tortugas y se escuchan las suaves notas del cantor y del tañedor del laúd. Todas las casas de las ciudades de Cathuria son palacios construidos junto a un canal que lleva las fragantes aguas del sagrado río Narg. Son casas de mármol y de pórfido, y los techos, también de oro centelleante, reflejan los rayos del sol y hacen más hermosas las ciudades que, desde lejanos picos, son contempladas por dioses bienaventurados. Lo más maravilloso es el palacio del gran rey Dorieb, de quien muchos dicen que es un semidiós y otros que es un dios. El palacio de Dorieb es muy alto y sobre sus murallas se alzan muchas torres de mármol. En sus grandes salones se reúnen multitudes y en ellos cuelgan trofeos de todas las épocas. El techo es de oro puro y está sostenido por altos pilares de rubí y de azurita donde han sido esculpidas figuras de dioses y de héroes de tal magnitud, que aquel que las mire creerá estar contemplando el Olimpo viviente. El suelo del palacio es de cristal, y bajo él corren, ingeniosamente iluminadas, las aguas del río Narg. En ellas nadan alegres peces de colores, desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria”.
Todo eso me decía a mí mismo de Cathuria, aunque el hombre de barba no dejaba de aconsejarme que regresara a las bienaventuradas costas de Sona-Nyl.
—El país de Sona-Nyl es conocido por los hombres, mientras que Cathuria jamás ha sido vista por nadie —decía.
Después de treinta y un días siguiendo al pájaro celestial, divisamos las columnas basálticas de Occidente. Estaban envueltas en niebla por lo que nadie podía ver más allá, tampoco se podían ver sus cumbres, razón por la cual dicen algunos que estas llegan hasta el cielo. Una vez más, el hombre de barba me suplicó que volviese pero no lo escuché, ya que procedentes de las brumas, más allá de las columnas de basalto, me pareció escuchar las notas de los cantores y los tañedores de laúd, más dulces que las canciones más dulces de Sona-Nyl, y que además, cantaban mis propias alabanzas. Eran las alabanzas de aquel que venía de la luna llena y que habitaba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellas notas melodiosas y penetró la bruma que reinaba entre las columnas basálticas de Occidente. Cuando la música cesó y se levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en el medio del cual nuestra frágil embarcación navegaba hacia algún lugar desconocido. Al poco tiempo pudimos escuchar el lejano tronar de una cascada y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo sin fin. Entonces, con lágrimas en las mejillas, el hombre de barba me dijo:
—Los dioses son más grandes que los hombres y nos han vencido. Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que nunca jamás volveremos a contemplar.
Ante la caída inminente cerré los ojos y dejé de ver al pájaro celestial que, con burla, agitaba sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.
La caída nos precipitó en la oscuridad y escuché los gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Los vientos impetuosos del Este se levantaron y me traspasó el frío agachado sobre una húmeda losa que se había alzado bajo mis pies. Luego escuché otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía una eternidad. Abajo, en la oscuridad, podía reconocerse la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las crueles rocas y, cuando me asomé en la penumbra, descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.
Cuando entré de nuevo en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario que aún estaba como yo lo había dejado en el momento de partir. Al amanecer, cuando bajé de la torre busqué los restos del naufragio entre las rocas, pero solo encontré el cuerpo sin vida de un extraño pájaro cuyo plumaje era tan azul como el cielo y un mástil destrozado de un blanco más blanco que la nieve de los montes y el penacho de las olas.
Después de esto, el mar nunca más me ha contado sus secretos y aunque, muchas veces desde entonces, la luna ha brillado en los cielos con todo su esplendor, la Nave Blanca no regresó nunca más.