Читать книгу Narrativa completa - Говард Лавкрафт, Говард Филлипс Лавкрафт, H.P. Lovecraft - Страница 23

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Celefais20

Kuranes vio en un sueño la costa y la ciudad del valle que se prolongaba más allá y el pico nevado que se alzaba sobre el mar y las naves que salían del puerto con alegres colores rumbo a aquellas lejanas regiones donde el mar se unía al cielo. También, fue en un sueño donde recibió el nombre de Kuranes, ya que cuando él estaba despierto tenía otro nombre. Él era el último miembro de su familia por lo que tal vez le resultó natural soñar un nuevo nombre. También estaba solo entre los indiferentes millones de londinenses, de modo que no eran muchos quienes hablaban con él y quienes recordaban quién había sido. Él había perdido sus tierras y sus riquezas, por lo que lo tenía sin cuidado la vida de las personas a su alrededor. Él prefería soñar y escribir lo que soñaba.

Sus escritos hacían reír a quienes los leían, por lo que después de un tiempo decidió guardarlos para sí hasta que finalmente dejó de escribir. Mientras más se aislaba del mundo que le rodeaba más maravillosos eran sus sueños, por lo que habría sido totalmente inútil tratar de transcribirlos al papel. Kuranes era un hombre viejo y no pensaba como los otros escritores. Mientras aquellos se esforzaban en mostrar con pasmosa fealdad lo repugnante que es la realidad y despojar la vida de sus bordados ropajes de mito, Kuranes tan solo buscaba la belleza. Cuando no lograba revelar la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía y en la ilusión, en cuyo mismo origen la encontraba entre los brumosos recuerdos de los cuentos y los sueños de niñez.

No todas las personas reconocen las maravillas que guardan para sí mismas los relatos y visiones de su propia juventud, pues en nuestra niñez escuchamos y soñamos y tenemos pensamientos a medias sugeridos, pero cuando llegamos a la madurez y tratamos de recordarlos, el veneno de la vida nos ha vuelto torpes y ordinarios. Muchos de nosotros despertamos durante la noche con extraños fantasmas de montes y jardines encantados, de fuentes que le hablan al sol y dorados acantilados que se asoman a unos mares susurrantes, de llanuras que se extienden alrededor de ciudades soñolientas de bronce y de piedra, y sombrías compañías de héroes que galopan sobre sus ataviados caballos blancos por los linderos de densos bosques. Entonces sabemos que hemos vuelto a mirar, a través de la puerta de marfil, hacia ese mundo maravilloso que nos pertenecía antes de alcanzar la sabiduría y la infelicidad.

Kuranes regresó de pronto a su viejo mundo de la niñez. Había estado soñando con el lugar donde había nacido, una construcción de piedra cubierta de hiedra, donde habían vivido tres generaciones de sus antepasados y donde él había esperado morir. La luna brillaba y Kuranes había salido silenciosamente a la fragante noche de verano, atravesó los jardines, bajó por las terrazas, dejó atrás los inmensos robles del parque y caminó el largo camino que llevaba al pueblo. El pueblo se veía muy viejo y tenía su borde mordido como la luna cuando ha empezado a menguar. Y Kuranes se preguntó si los techos puntiagudos de las casas ocultaban el sueño o la muerte.

En las calles había tallos de hierba muy larga y los cristales de las ventanas miraban ciegamente de uno y otro lado o estaban rotos. Kuranes siguió caminando trabajosamente, sin detenerse, como llamado hacia algún lugar. No se atrevió a detener ese impulso por temor a que resultase igual que las ilusorias solicitudes y aspiraciones de la vida despierta que no conducen a ninguna parte. Luego se dirigió hacia un callejón que salía de la calle del pueblo hacia los acantilados del canal y llegó al final de todo... a un precipicio. A un abismo donde el pueblo y el mundo caían súbitamente en un infinito vacío, y donde también el cielo estaba vacío y, allá delante, no lo iluminaban ni siquiera la luna mordida o las curiosas estrellas.

La fe le había exhortado a seguir caminando hacia el precipicio, se arrojó al abismo por el que cayó flotando, flotando, flotando. Pasó oscuros y deformes sueños no soñados, esferas cuyo apagado brillo podían ser sueños apenas soñados y seres alados y sonrientes que parecían burlarse de todos los soñadores del mundo. Luego pareció que una grieta de claridad se abría en las tinieblas que tenía delante de sí y vio la ciudad del valle brillando espléndidamente allá abajo, sobre un fondo de mar y de cielo y una montaña coronada de nieve muy cerca de la costa.

En el instante en que vio la ciudad, Kuranes despertó, sin embargo, supo con esa breve mirada que era Celefais, la ciudad del Valle de Ooth-Nargai, que estaba situada más allá de los Montes Tanarios, donde su espíritu había habitado durante la eternidad de una hora una tarde de verano, hacía mucho tiempo cuando había escapado de su niñera y había dejado que la cálida brisa del mar lo serenara y lo durmiera mientras veía las nubes desde el acantilado próximo al pueblo. Cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron a casa. Entonces protestó, porque precisamente en el momento en que lo hicieron volver en sí, estaba a punto de embarcar en un navío dorado rumbo a esas regiones seductoras donde el cielo y el mar se unen. Ahora, al despertar se sintió igualmente irritado, ya que después de cuarenta rutinarios años había encontrado su maravillosa ciudad.

Pero Kuranes regresó a Celefais tres noches después. Como la vez anterior, soñó primero con el pueblo que parecía dormido o muerto y con el abismo al que debía bajar flotando silenciosamente, luego apareció nuevamente la grieta de luz, observó los brillantes minaretes de la ciudad, las graciosas naves fondeadas en el puerto azul y, mecidos por la brisa marina, los árboles ginkgo del Monte Arán. Pero esta vez no fue sacado de su sueño, así que descendió suavemente —como un ser alado— hacia la herbosa ladera hasta que sus pies descansaron suavemente en el césped. En efecto, había regresado al valle de Ooth-Nargai y a la espléndida ciudad de Celefais.

Kuranes paseó en medio de fragantes hierbas y espléndidas flores, cruzó por el pequeño puente de madera —donde había tallado su nombre hacía muchísimos años— sobre el burbujeante Naraxa, cruzó a través de la rumorosa arboleda y fue hacia el gran puente de piedra ubicado en la entrada de la ciudad. Aunque los mármoles de los muros no habían perdido su belleza, ni se habían empañado las pulidas estatuas de bronce que sostenían, todo era muy antiguo. Y Kuranes se dio cuenta que no tenía que sentir temor de que hubiesen desaparecido las cosas que él conocía, porque hasta los centinelas en las murallas eran los mismos y eran tan jóvenes como él los recordaba. Cuando cruzó las puertas de bronce y entró en la ciudad, pisó el pavimento de ónice y los mercaderes y camelleros lo saludaron como si jamás hubiese estado ausente y lo mismo ocurrió en el templo de turquesa de Nath-Horthath, donde los sacerdotes adornados con guirnaldas de orquídeas le dijeron que en Ooth Nargai no existe el tiempo, sino solamente la juventud eterna.

Luego, Kuranes bajó hasta la muralla del mar por la Calle de los Pilares y se mezcló con los mercaderes y marineros y con hombres extraños de esas regiones en las que el cielo se une con el mar. Allí estuvo mucho tiempo, observando por encima el reluciente puerto donde las ondas del agua brillaban bajo un sol desconocido y donde se mecían las naves fondeadas oriundas de lugares lejanos. También contempló el Monte Arán, que desde la orilla se levantaba majestuoso, con sus verdes laderas cubiertas de árboles ondulantes y con su blanca cima tocando el cielo.

Kuranes deseó, más que nunca, zarpar en un navío hacia lugares lejanos de los que tantas y raras historias había escuchado, así que nuevamente buscó al capitán que en otro tiempo había accedido a llevarlo. Encontró al hombre, Athib, sentado sobre el mismo cofre de especias en que estuviera en el pasado y Athib no pareció tener conciencia del tiempo que había pasado. Luego, se fueron juntos en bote hasta una barca del puerto, le dio órdenes a los remeros y salieron al Mar Cerenerio que llega hasta el cielo. Durante varios días navegaron sobre las aguas ondulantes, hasta que finalmente llegaron al horizonte, allí donde el mar se junta con el cielo. Pero la nave no se detuvo aquí, sino que siguió navegando ágilmente a través del cielo azul, entre vellones de nube teñidos de color rosa. Y por debajo de la quilla, Kuranes logró ver tierras y ríos extraños y ciudades, de inimaginable belleza, tendidas con indiferencia ante un sol que no parecía desaparecer jamás. Por último, Athib le dijo que el viaje no terminaba nunca y que pronto entrarían en el puerto de Sarannian, la ciudad de las nubes de mármol rosa, construida sobre la impalpable costa donde el viento que viene del Oeste sopla hacia el cielo. Pero, cuando pudieron verse las torres esculpidas más altas de la ciudad, se produjo un fuerte ruido en alguna parte del espacio y Kuranes despertó en su buhardilla, en Londres.

Después de eso, Kuranes durante meses buscó en vano la maravillosa ciudad de Celefais y sus navíos que hacían la ruta del cielo, y aunque sus sueños lo llevaron a variados y maravillosos lugares, nadie pudo decirle cómo encontrar, nuevamente, el Valle de Ooth-Nargai, el cual estaba situado más allá de los Montes Tanarios. Una noche voló por encima de oscuras montañas donde se veían brillar débiles fogatas de campamento, solitarias y muy diseminadas, también había manadas de reses extrañas y peludas, cuyos cabestros tenían cencerros tintineantes y, en la parte más recóndita de esta zona montañosa, tan remota que pocas personas podían haberla visto, descubrió una especie de calzada —o camino empedrado— terriblemente antiguo, que zigzagueaba a lo largo de cordilleras y valles, y que era demasiado gigante para haber sido construido por seres humanos.

Más allá de la calzada, en la gris claridad del alba, llegó a un lugar de exóticos jardines y cerezos y cuando se elevó el sol, observó tanta belleza de flores blancas, verdes follajes, campos de césped, pálidos senderos, cristalinos manantiales, pequeños lagos azules, puentes esculpidos y pagodas de techos rojos que, embargado de felicidad, por un momento olvidó a Celefais. Pero al transitar por un blanco camino hacia una pagoda de techo rojo, nuevamente la recordó. Si hubiese querido preguntarle a alguna persona de esta tierra, dónde estaba Celefais, habría descubierto que allí no había persona alguna, sino pájaros y abejas y mariposas.

Otra noche, Kuranes subió por una infinita y húmeda escalera de caracol hecha de piedra. Llegó a la ventana de una torre donde se dominaba una inmensa llanura y un río iluminado por la luna llena, y en la silenciosa ciudad que se extendía a partir de la orilla del río, creyó ver algún rasgo o disposición que había conocido con anterioridad. Si no hubiesen surgido la temibles luces de un lejano lugar al otro lado del horizonte, mostrando las antigüedades de la ciudad y sus ruinas, el río estancado cubierto de cañas y la tierra sembrada de muertos, tal como había permanecido desde que el rey Kynaratholis volviera de sus conquistas para hallar la venganza de los dioses, Kuranes habría bajado a preguntar el camino de Ooth-Nargai.

Y Kuranes, inútilmente siguió buscando la maravillosa ciudad de Celefais y las naves que navegaban por el cielo rumbo a Seranninan. Mientras, contemplaba numerosas maravillas y en una ocasión escapó milagrosamente del gran sacerdote que, indescriptible, se esconde tras una máscara de seda amarilla y vive solo en un monasterio prehistórico de piedra en la fría y desierta meseta de Leng. Transcurrido el tiempo, los desolados lapsos del día le resultaron tan insoportables, que empezó a consumir drogas para aumentar sus periodos de sueño. El hachís lo ayudó muchísimo y en una ocasión lo trasladó a un lugar del espacio donde no existen las formas, pero donde los gases incandescentes penetran los secretos de la existencia. Un gas violeta le hizo saber que esta parte del espacio estaba fuera de lo que él llamaba el infinito. Ese gas no había oído hablar de planetas ni de organismos, sino que identificaba a Kuranes como una masa infinita de materia, energía y gravedad. De nuevo, Kuranes se sintió muy deseoso de regresar a la Celefais llena de minaretes y aumentó su dosis de droga.

Luego, lo echaron de su buhardilla y vagó sin rumbo por las calles. Un día de verano cruzó un puente y se dirigió a una zona donde las casas eran cada vez más pobres. Allí fue donde terminó su realización y donde encontró el cortejo de caballeros que venían de Celefais para llevarlo allí para siempre.

Los caballeros eran hermosos, ataviados con relucientes armaduras y montados sobre caballos tricolores. Sus chaquetones tenían bordados con hilo de oro extraños escudos de armas. Eran tantos, que Kuranes pensó que eran un ejército, aunque habían sido enviados en su honor porque él era quien había creado en sus sueños Ooth-Nargai. Por ese motivo ahora iba a ser nombrado su dios supremo. Entonces, le dieron un caballo a Kuranes y lo colocaron a la cabeza de la comitiva. Emprendieron la majestuosa marcha, hacia la región donde Kuranes y sus antepasados habían nacido, por las campiñas de Surrey. Era raro, pero parecía que retrocedían en el tiempo mientras cabalgaban, pues cada vez que cruzaban un pueblo en el atardecer, veían a sus vecinos y a sus casas como Chaucer, y sus predecesores les vieron, y algunas veces se cruzaban con algún caballero con un grupo pequeño de seguidores. Al llegar la noche galoparon más deprisa —y tan prodigiosamente— que no tardaron en hacerlo como si estuvieran volando en el aire.

Cuando comenzaba a amanecer, llegaron a un pueblo que Kuranes había visto agitadamente en su niñez y también dormido o muerto. Ahora estaba vivo y los aldeanos madrugadores hicieron una reverencia —cuando pasaron los jinetes calle abajo mientras resonaban sus cascos— y luego desaparecieron por el callejón que termina en el abismo de los sueños.

Kuranes se había precipitado en ese abismo solo de noche y se preguntaba cómo sería de día, así que miró con ansiedad cuando la columna empezó a llegar al borde. Mientras galopaba cuesta arriba hacia el precipicio, surgió de occidente una luz dorada y radiante que cubrió el paisaje con resplandecientes ropajes. El abismo era un hirviente caos de rosáceo y pálido esplendor, invisibles voces cantaban gozosas mientras el cortejo de caballeros saltaba al vacío y caía flotando graciosamente a través de luminosas nubes y plateados resplandores. Los jinetes seguían flotando interminablemente y sus corceles pateaban el éter como si cabalgasen sobre brillantes arenas, luego, los inflamados vapores se abrieron para mostrar un brillo aún más grande: la deslumbrante ciudad de Celefais y, más allá, su costa y su montaña que dominaba el mar y las naves de vivos colores que zarpan del puerto con destino a regiones lejanas donde el cielo se une con el mar.

Entonces, Kuranes reinó en Ooth-Nargai y en todos los territorios vecinos de los sueños, y tuvo su corte tanto en Celefais como en la Serannian formada de nubes. Y allí reina y reinará feliz para siempre, aunque al pie de los taludes de Innsmouth, las corrientes del canal jugaban con el cuerpo de un vagabundo que al amanecer había cruzado el pueblo semidesierto. Jugaban burlonamente y lo arrojaban contra las rocas, junto a las torres cubiertas de hiedra de Trevor, donde un obeso y millonario cervecero disfruta de un ambiente comprado de nobleza destruida.

Cephelaïs: escrito en 1920 y publicado en 1922.

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