Читать книгу Narrativa completa - Говард Лавкрафт, Говард Филлипс Лавкрафт, H.P. Lovecraft - Страница 26
ОглавлениеEl grabado en la casa23
Los admiradores del horror suelen buscar los sitios lejanos y llenos de misterio como las catacumbas de Ptolomeo o los fastuosos mausoleos de cualquier parte. Se entregan a trepar las arruinadas torres de los castillos del Rin preferiblemente a la luz de la luna o a transitar inseguros entre las tenebrosas escaleras llenas de telarañas que aún existen entre los restos de algunas ciudades asiáticas. Sus templos son los bosques embrujados o las montañas escabrosas, y sus reliquias están dadas por los horribles monolitos que se alzan en islas deshabitadas. Sin embargo, para el verdadero amante del horror, aquel que puede llegar a sentir justificada toda su existencia ante un nuevo estremecimiento, son especialmente atractivas las viejas y solitarias granjas de Nueva Inglaterra, puesto que es allí donde se produce la combinación perfecta de elementos tales como la fantasía, la soledad, lo ignorado y la presencia de fuerzas oscuras, que unidas en conjunto, pueden alcanzar altos vértices de lo tenebroso.
Los paisajes más sugestivos, en este sentido, son necesariamente aquellos que se hallan a gran distancia de los caminos más recorridos, donde se levantan pequeñas viviendas sin pintar, casi siempre recubiertas de hiedra y ocultas bajo alguna tosca ladera o algún peñasco gigantesco. A veces, han estado allí por más de doscientos años percibiendo continuas generaciones de inmensos árboles o de serpenteantes enredaderas. En la actualidad ha vencido la vegetación, que casi las ha devorado envolviéndolas con su verdosa sombra, sin embargo, sobreviven algunas ventanas pequeñas, por lo general de guillotina, como si fueran ojos que abren y cierran agobiados por la dificultad de expresar todo lo que saben. En esas casas han vivido decenas de personas de las más diversas naturalezas y de los más variados orígenes. Fanatizados por sombrías creencias que los obligaron a separarse de sus semejantes, ellos y sus descendientes buscaron en esos páramos cierta libertad para dedicarse a sus extrañas actividades. Ciertamente, los hijos encontraron las facilidades que buscaban y se desarrollaron al margen de cualquiera de las tribulaciones que les habría impuesto la sociedad, pero en cambio debieron soportar un lamentable acatamiento impuesto por el siniestro culto que se había apoderado de su imaginación.
Completamente al margen de los avances de la civilización, toda la tecnología de estos curiosos puritanos procedía de desarrollos autóctonos. El aislamiento, su autorrepresión patológica y la inclemente lucha contra un medio agreste, dibujaron rasgos sombríos sobre los ya —de por sí oscuros— rasgos de su atávica ascendencia nórdica. Necesariamente austeros y esencialmente prácticos, estos no eran hombres que disfrutaran del pecado. Expuestos a equivocarse, como cualquier mortal, su propio código moral los obligaba a ocultarlo y así llegó el momento en que fueron plenamente incapaces de identificar que estaban ocultando. Solo las casas deshabitadas, insomnes y majestuosas, en apartadas y boscosas regiones, guardan lo que desde tiempos inmemoriales permanece oculto. Pero habitualmente se muestran poco orientadas a remover su letargo y tornarse comunicativas. Algunas veces, al observarlas, uno siente que lo que mejor podría hacer con ellas es arrasarlas de una buena vez.
Una tarde de noviembre de 1896, mientras paseaba por el lugar, estalló un aguacero tan furioso que me vi forzado a buscar cobijo en una de estas casas semiderruidas por el tiempo. En verdad, ya hacía algún tiempo que transitaba la región vecina al valle de Miskatonic en busca de cierta información genealógica y en virtud de la geografía del lugar y de la naturaleza propia de mis movimientos, pese a la estación del año, había decidido emplear una bicicleta. De esta forma, la tarde en cuestión, me había encontrado en una carretera de apariencia abandonada, por el que me había aventurado creyendo que era el atajo más conveniente para ir hasta Arkham. En este camino, cuando me encontraba en el punto más alejado de cualquier pueblo, el cielo pareció desmoronarse en un violento diluvio y no tuve otra alternativa que correr hacia un arruinado edificio de madera que apareció en mi pequeño campo visual. Cercada por dos formidables olmos ya casi sin hojas y reclinada contra un cerro de piedras, desde el primer instante la casa no me inspiró ninguna confianza. Las ventanas empañadas, parecían astutos ojos entrecerrados. Sus bases —aún con mucha solidez y las paredes exteriores bastante enteras— correspondían con elementos básicos que se relacionaban con otros tantos que aparecían en las leyendas que había recopilado en mis investigaciones, y que me predisponían contra lugares como al que debía acudir entonces. En efecto, la fuerza de la tormenta era tal que no tuve más que apartar mis temores, lanzar la bicicleta por la bajada enmarañada de maleza que dirigía hasta la casa y así, de pronto me encontré frente a una puerta que, de cerca, mostraba una gran sugerencia.
Llegué convencido de que no podía tratarse sino de una casa abandonada, pero al estar frente a ella, algunos indicios me hicieron pensar que el lugar no se encontraba del todo abandonado. Por ejemplo los senderos cubiertos de maleza pero no desdibujados, por eso en vez de abrir la puerta sin más preferí golpear cautelosamente. Mientras tanto me iba dominando una ansiedad cuyos orígenes no sabría explicar. De pie sobre la piedra que hacía las veces de escalón de entrada, me dediqué a inspeccionar las ventanas que tan mal me habían impresionado a lo lejos y pude evidenciar que, pese al daño del tiempo y a la suciedad que las cubría, ni los marcos ni los vidrios estaban rotos. Prueba adicional para mi sospecha de que, a pesar del abandono y al aislamiento, la casa debía estar habitada. Sin embargo, los golpes en la puerta no obtenían la menor respuesta. Volví a golpear en la puerta y tras una sensata espera, que también resultó inútil, me decidí a hacer girar el oxidado picaporte. Sin mucha sorpresa advertí que la puerta estaba abierta. Entré a un recibidor pequeño, de cuyas paredes se desprendía el yeso. A través de la puerta fluía un olor particularmente desagradable. Aún con la bicicleta en la mano, ya en el interior, cerré la puerta detrás de mí. Divisé una escalera angosta que concluía en una puerta también estrecha y que, sin duda, conducía al sótano. A la izquierda y a la derecha se podían ver otras tantas puertas que debían comunicar con las otras habitaciones de la planta baja.
Apoyé la bicicleta contra la pared, abrí la puerta de la izquierda y entré en una pequeña habitación de techo muy bajo, iluminada por dos ventanas con vidrios casi velados por el polvo y las telarañas y, prácticamente, sin muebles. Parecía haber sido una sala de estar, si se tenía en consideración el mobiliario compuesto por una mesa, algunas sillas y una gran chimenea sobre cuya repisa se distinguía un antiguo reloj del que aún se oía el tic-tac. Había algunos libros, aunque la tenue luz que llegaba hasta aquel lugar me imposibilitaba leer sus títulos. Me resultaba interesante lo antiguo que se respiraba en cualquiera de los detalles de aquel lugar. Era habitual encontrar numerosas reliquias del pasado en las casas de la región, pero aquí, la presencia de lo antiguo era impresionante. Por ejemplo, en la habitación donde me hallaba no había un solo objeto que perteneciera a una fecha posterior a la Revolución. Pese a la sencillez del mobiliario, aquella casa habría sido el paraíso de un coleccionista.
La hostilidad que había concebido hacia la casa al verla desde lejos no hizo más que aumentar a medida que iba transitando con la mirada el paisaje que se me presentaba. Era imposible determinar cuál era la causa que me provocaba temor o desagrado. Baste con decir que había algo indefinido en la atmósfera que me hacía pensar en evocaciones de tiempos obscenos, en la más ordinaria brutalidad y en circunstancias que valía más sepultar en el olvido. Nada me inducía a sentarme apaciblemente a esperar que la lluvia cesara, así que seguí dando vueltas y reconociendo los objetos que había descubierto al entrar. Me llamó la atención un libro de tamaño mediano que estaba sobre la mesa; su apariencia era tanta antigüedad que era sorprendente verlo fuera de un museo. Tenía la encuadernación en cuero guarnecido con metal y su estado de conservación era excelente. Es de hacer notar que no era cosa de todos los días hallar semejante volumen en una casa tan sencilla. Lo abrí y descubrí con sorpresa que se trataba de la descripción del Congo que hizo Pigafetta a partir de las reflexiones del marinero Lope. Estaba escrito en latín y había sido impreso en Frankfurt en 1598.
Había oído hablar muchas veces de aquella obra, llamativamente ilustrada por los hermanos de Bry, así que abstraído en su examen terminé por olvidar la incomodidad que me producía el lugar. Las ilustraciones eran verdaderamente únicas, decididamente inclinadas hacia la fantasía, con relativa fidelidad a las descripciones del texto. Una presencia, repetida en ellos, era la de los negros de piel blanca y rasgos caucásicos. Estuve un largo rato examinando el precioso volumen y habría seguido así mucho más si una insignificancia no hubiese venido a molestarme y a revivir mi ansiedad. Me molestaba el hecho de que quisiera o no, el libro siempre se abría en la Lámina XII, una estremecedora representación de los caníbales Anziques. No dejé de sentirme avergonzado por semejante exageración de susceptibilidad, pero en verdad permanecía la circunstancia de que aquel grabado no me agradaba en lo más mínimo, especialmente en los detalles que se referían la gastronomía anziqueña.
Lo coloqué sobre la mesa y me giré hacia el estante que había observado al comienzo. Había pocos libros, una Biblia del siglo XVIII, un Pilgrim’s Progress del mismo siglo ilustrado con rústicos grabados de madera e impreso por el creador de almanaques Isaiah Thomas, un lamentable Magnalia Christi Americana de Cotton Mather y otros pocos libros más de la misma época. De pronto, todo mi cuerpo se puso tenso al escuchar el característico sonido de pasos en la habitación de arriba. La sorpresa se debía a la falta de respuesta a mis insistentes golpes en la puerta, pero no tardé en tranquilizarme pensando que fuera quien fuese seguramente acababa de despertarse de una intensa siesta y ya, con mayor tranquilidad, escuché el sonido estridente de la escalera revelando que alguien descendía por ella. Eran pasos firmes, aunque parecían trasmitir algo de prudencia. Por mi parte, había tenido la cautela de cerrar detrás de mí la puerta de la habitación en la que me encontraba ahora. Al otro lado de la puerta se produjo un silencio, tiempo en el que seguramente quien fuese se dedicaba a inspeccionar la bicicleta que había dejado apoyada contra la pared. Luego observé un movimiento familiar en el picaporte y vi como se abría la puerta.
Apareció una persona con una apariencia tan estrafalaria que si no la recibí con un grito de espanto fue debido a mi muy cuidada y observada educación. Se trataba de un viejo de barba canosa, vestido solo con harapos, pero con un semblante y un porte que infundían admiración y respeto. Medía no menos de un metro noventa y a pesar de su apariencia general y la clara pobreza en que se encontraba, era de constitución fuerte y casi deportiva. Escondida por una barba que le recubría totalmente las mejillas, la piel de su rostro mostraba un tinte extraordinariamente rosado y casi no tenía pliegues. Los ojos azules, ligeramente empañados en sangre, eran de una visible vitalidad y proyectaban miradas de profunda intensidad. De no ser por su particular apariencia, el hombre hubiese impuesto su presencia distinguida y su excepcional forma física. Precisamente, la apariencia estrafalaria era lo que lo infectaba irremediablemente con un aire desagradable. No es posible detallar lo que en otro tiempo había sido su vestimenta, ahora reducida a un montón de trapos que caían sobre un par de botas de caña. Tampoco es posible señalar el grado de inmundicia de toda su persona.
Todo eso, sumado al miedo involuntario que me poseía desde antes de su llegada, causó en mí un sentimiento de rechazo hacia el anciano. Sin embargo, fue una gran sorpresa observar, en clara contradicción con su apariencia y con los sentimientos que experimentaba, cómo me invitaba con un gesto elegante a que me sentara y me hablaba con voz débil, pero muy agradable, para declararme su respetuosa hospitalidad. Hablaba en un idioma particular, una especie de variante del dialecto yanqui a la que yo presumía desaparecida hacía mucho tiempo y que ahora tenía ocasión de estudiar, mientras hablábamos plácidamente frente a frente.
—¿Lo sorprendió la lluvia? —comenzó la conversación—. Afortunadamente estaba cerca de la casa. Imagino que debí haber estado dormido, de lo contrario, lo habría oído… Necesito dormir muchas horas todos los días, ya no soy joven... ¿Va muy lejos? No pasa mucha gente por esta ruta desde que suprimieron la diligencia de Arkham.
Le contesté que efectivamente me dirigía a Arkham y le pedí disculpas por haber entrado de aquel modo en su casa. El anciano volvió a hablar.
—Me alegra verlo, señor. Son muy pocos los rostros nuevos que pueden verse por aquí y no hay mucho con qué entretenerse. Imagino que usted es de Boston. Nunca estuve allí, pero soy capaz de reconocer a alguien de esa ciudad solo con verle. En el 84 tuvimos un maestro para todo el distrito, pero un día se marchó y nadie volvió a saber de él.
El anciano dejó escapar una especie de risa contenida y, al preguntarle, no me respondió sobre la causa de la misma. Lucía de muy buen humor, pero dejaba ver las excentricidades propias de alguien con su apariencia. Durante un rato continuó hablando solo, como si encontrara un importante placer en ello, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había llegado hasta sus manos un libro tan extraño como el Regnum Congo de Pigafetta. Aún no me había recuperado del asombro que me causó encontrar ese ejemplar en esa casa y por algunos momentos había reprimido mis deseos de hablar sobre ello, pero finalmente mi curiosidad fue más fuerte que todas las demás aprensiones. Afortunadamente, la pregunta no generó la iniciación de un tema incómodo para mi anfitrión, quien se entregó a una extensa explicación.
—¿El libro africano? Se lo canjeé al capitán Ebenezer Holt por algún objeto que ahora no recuerdo, creo que en el año 68, antes que él muriera en la guerra.
El nombre Ebenezer Holt hizo que pusiera atención de inmediato. Durante mis investigaciones genealógicas me había encontrado con aquel nombre, pero no había podido hallar datos precisos acerca de él desde los tiempos de la Revolución. Me imaginé que aquel hombre podría ayudarme en la ubicación de esos datos, pero resolví aplazar la pregunta para más tarde. Mientras tanto, él continuaba con su relato:
—Ebenezer navegó durante muchos años en un navío comercial de Salem y no había puerto donde se detuviera en el que no se encaprichara con alguna alabada rareza. Me parece que este libro lo había conseguido en Londres. Le gustaba mucho ir a las tiendas para comprar esas cosas. Una vez visité su casa en las montañas, donde había ido a vender caballos y vi este libro. Me gustaron mucho los grabados y le propuse un intercambio. Es un libro muy raro. Vamos a verlo… Necesito mis lentes…
El anciano introdujo una mano entre sus harapos y de allí sacó un par de lentes grasientos e increíblemente antiguos, de aquellos con pequeñas lentes octogonales y patillas de acero. Se las puso, tomó con extremo cuidado el libro y se puso a pasar las páginas.
—Ebenezer podía leer este libro. Está en latín. ¿Lo sabía? Dos o tres maestros me leyeron algunas partes, el reverendo Clark, de quien se dice que murió ahogado en la laguna, también me leyó algo… ¿Usted puede entender lo que dice?
Le dije que sí y para comprobarlo le traduje un fragmento del comienzo. Tal vez cometí algunos errores, pero el anciano no era ningún latinista que pudiera enmendarme. Además, parecía satisfecho con mi versión. Su cercanía se iba incrementando y, al mismo tiempo, se me hacía cada vez más insoportable, pero no encontraba la manera de recuperar la distancia sin que se sintiera ofendido. Me complacía el infantil entusiasmo de aquel anciano iletrado ante los grabados de un libro que no podía leer. Me preguntaba si acaso sabría leer los libros en inglés que estaban sobre la repisa. Reparé en esa simpleza y de pronto sentí como grotescos todos los recelos que había estado sintiendo.
—Es interesante cómo los grabados pueden hacerlo pensar a uno. Por ejemplo, veamos este que está al inicio. ¿Ha visto usted alguna vez árboles más grandes que estos, con hojas tan fabulosas colgando de las ramas? Y estos hombres… no pueden ser negros… da la impresión de que fueran indígenas a pesar de que están en África. Algunos de estos individuos que están aquí miran como si fuesen monos, o medio monos y medio hombres. Nunca escuché de nada parecido a esto —dijo señalando una rara criatura que parecía un dragón con cabeza de lagarto.
—Sin embargo, aun no hemos visto el mejor de todos. A ver, está por aquí, en medio del libro… —su hablar se volvió más denso y sus ojos brillaron con un extraño resplandor.
El libro se abrió inequívocamente en la página que contenía la Lámina XII. Me volvió a sorprender la sensación de intranquilidad, aunque traté que ella no se mostrara en mi cara. Volví a verla y comprobé que lo realmente extraño era que el artista había dibujado a los africanos como si se tratase de hombres blancos. De los muros dibujados colgaban piernas y brazos en una situación evidentemente desagradable, mientras que el carnicero, hacha en mano contribuía al clímax. No obstante, mientras a mí aquel cuadro me horrorizaba, al anciano, en cambio, le encantaba.
—¿Qué le parece? ¿A que nunca había visto nada similar?
Apenas lo miré, le dije a Eb Holt que era algo como para encenderle la sangre a uno. Cuando leo en las Escrituras acerca de las aniquilaciones, la de los medianitas, por ejemplo, me imagino escenas como esta. Aquí está todo lo que se necesita para recrearlo. Tal vez sea pecado, pero, ¿acaso no vivimos todos en pecado? Cada vez que veo a este hombre cortado en trozos siento como un hormigueo que me atraviesa todo el cuerpo. No puedo quitar la vista del grabado. ¿Observó cómo el carnicero separó los pies de un solo hachazo? Sobre el banco está la cabeza y un brazo... el otro está más lejos…
En su peculiar lengua, el anciano era poseído por un nefasto éxtasis, su rostro barbudo cobró una intensa expresividad, pero por el contrario el tono de su voz iba desvaneciéndose. Por mi parte, era un mar de emociones encontradas. Había vuelto a sentir todo el pánico que confusa e intermitentemente había sentido desde que vi la casa, causándome un fuerte rechazo hacia aquella detestable criatura que tenía a mi lado. No podía entender la locura y la perversión de la que hacía alarde, pero lo que más me impresionaba era su voz, que ahora no pasaba de ser un ronco susurro mucho más pavoroso que cualquier grito.
—En efecto, es muy curiosa la capacidad de los grabados para hacer pensar a uno. Joven, me refiero a este. Cuando Eb me entregó el libro solía dedicarme a mirarlo muy a menudo, especialmente después que el pretensioso reverendo Clark blasfemaba todos los domingos. Si no se asusta, joven, me permitiré narrarle una travesura que se me ocurrió una vez. Antes de sacrificar las ovejas para venderlas en el mercado, yo solía mirar el grabado. Era mucho más agradable matar las ovejas después de observarlo…
La voz del anciano continuaba disminuyendo; por momentos no podía escuchar algunas de sus palabras que eran cubiertas por el ruido de la lluvia o por el traqueteo de algunas maderas sueltas. Súbitamente se escuchó el ruido de un rayo, fenómeno particularmente extraño para la época del año en que nos encontrábamos. Primero el resplandor y a continuación el ruido produjo un estremecimiento hasta las bases de la casa. Sin embargo, el anciano, totalmente sumergido en su relato, parecía no haberlo notado.
—¿Matar ovejas era muy agradable… pero usted ya sabe, no era tan agradable. Es verdaderamente raro cómo uno llega a entusiasmarse con un grabado. Confío en que usted no revelará lo que voy a contarle. Le juro por Dios que observaba el grabado y se me desataba un hambre de alimentos que no podía adquirir ni cultivar… no se ponga nervioso… ¿le pasa algo? Después de todo no hice nada… solo me cuestionaba ¿qué habría sucedido de haberlo hecho?… Se dice que la carne es algo bueno para el cuerpo humano, que vigoriza la vida, así que me preguntaba si el hombre no podría extender mucho más su existencia si comiese una carne más similar a la suya.
En este punto el susurro del anciano se apagó completamente. La interrupción no se debió al pavor que evidentemente yo no podía disimular, ni a la cada vez más furiosa tempestad. La razón fue un hecho mucho más simple, aunque sorprendente.
Frente a nosotros se encontraba el libro abierto, naturalmente, con el repugnante grabado mirando hacia arriba. Al pronunciar el anciano la frase “más parecida a la suya”, se escuchó un sutil goteo sobre el papel amarillento del grabado. Al principio pensé que se trataría de una gotera que se había colado por alguna de las tantas grietas del techo, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales de Anzique brillaba una pequeña gota de color rojo que le daba una intensidad adicional al ya de por sí pavoroso detalle. Fue al ver esa gota que el anciano paró de hablar, de inmediato, levantó la cabeza dirigiendo su mirada al piso de la habitación de la que había bajado un momento antes.
Acompañé el camino de su mirada y exactamente sobre nosotros vi una gran mancha irregular de una sustancia húmeda y roja que parecía ir creciendo a medida que la mirada continuaba detenida en ella. Permanecí quieto y callado donde me encontraba, pero sin poder soportar el espectáculo cerré los ojos. Instantes después escuché cómo se descargaba otro rayo descomunal, que esta vez atinó de lleno en la casa haciéndola saltar por los aires y borrando para siempre sus enmarañados secretos. También derramó el olvido que permitió la protección de mi mente.
The Picture in the House: escrito en 1920 y publicado en 1921.