Читать книгу Narrativa completa - Говард Лавкрафт, Говард Филлипс Лавкрафт, H.P. Lovecraft - Страница 32
ОглавлениеEl extraño29
Esa noche el barón soñó cantidad de miserias,
Y todos sus guerreros invitados, por sombras y formas,
Por hechiceras y demonios y grandes gusanos de sepultura,
Se vieron en atormentadas pesadillas.
Keats
Aquella persona a quien sus recuerdos infantiles solo le traen temor y tristeza es un infeliz. Y desgraciado es aquel, que retorna la mirada hacia las horas solitarias transcurridas en tenebrosos y sombríos recintos de cortinas marrones e impresionantes filas de libros antiguos, o hacia los espantosos desvelos a la sombra de gigantescos y grotescos árboles cargados de enredaderas, que silenciosamente mueven sus ramas retorcidas en las alturas. Eso es lo que los dioses decidieron para mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado. Sin embargo, me siento inexplicablemente satisfecho y me agarro con desesperación a esos consumidos recuerdos cada vez que mi cerebro amenaza con ir en dirección hacia el otro más allá.
No sé en qué lugar nací, salvo que el castillo era terriblemente feo, lleno de pasillos oscuros y con altos techos donde la mirada solo encontraba sombras y telarañas. Las piedras de los cuarteados pasillos siempre estaban odiosamente húmedas y en cualquier parte se sentía un olor maligno, como de un montón de cadáveres de generaciones fallecidas. Nunca había luz, por lo que tenía que encender velas y permanecía mirándolas insistentemente en busca de aliento. Afuera tampoco brillaba el sol, ya que las espantosas arboledas se elevaban más arriba de la torre más alta. Una sola, una torre negra, superaba el ramaje y asomaba al cielo abierto y desconocido, pero estaba arruinada y solo se podía subir a ella por un muro inclinado poco menos que improbable de escalar.
Debo haber permanecido años en ese lugar, pero no logro medir el tiempo. Seres humanos debieron haber atendido mis necesidades, pero no puedo recordar a ninguna persona excepto a mí mismo, tampoco otro ser viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, todos silenciosos. Me imagino que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido extraordinariamente anciano, ya que mi primera imagen mental de una persona viva fue la de alguien parecido a mí, pero tan arrugado, contraído y deteriorado como el castillo. Los huesos y esqueletos regados por las criptas de piedra excavadas en las profundidades de los bases no tenían nada de extraños para mí. En mi imaginación yo asociaba estas cosas con la cotidianidad y los encontraba más reales que las figuras en colores de los seres vivos que veía en algunos libros enmohecidos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Ningún maestro me presionó o me guio y tampoco recuerdo haber oído voces humanas en todos esos años… ni siquiera la mía, ya que, si bien había leído sobre la palabra hablada, nunca pensé en hablar en voz alta. Mi apariencia era igualmente un asunto ajeno a mi mente, ya que en el castillo no había espejos y me limitaba de modo instintivo, a imaginarme semejante a una de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, echado en el fétido foso, bajo los árboles sombríos y mudos, solía pasar horas enteras soñando lo que había visto en los libros. Evocaba verme entre personas alegres, en un mundo soleado más allá de la interminable floresta. Una vez traté de huir del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más cerradas y el aire más saturado de progresivos temores, de manera que eché a correr furiosamente por el camino recorrido, no fuera a perderme en un laberinto de espantoso silencio.
Y así, a lo largo de atardeceres sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi oscura soledad, el deseo de luz se hizo tan furioso que ya no pude permanecer indiferente y mis manos suplicantes se orientaron hacia esa única torre en ruinas que sobre la arboleda se perdía en el cielo exterior y desconocido. Y por fin decidí escalar la torre, aunque pudiera caer, ya que mejor era percibir el cielo un instante y morir, que vivir sin haber visto jamás el día.
Bajo la húmeda luz del crepúsculo subí los antiguos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, de allí en adelante, ascendiendo por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, continué mi riesgosa ascensión. Aterrador e imponente era aquel cilindro de roca, inerte y sin peldaños; negro, deteriorado y solitario, siniestro con su mudo aleteo de murciélagos atemorizados. Pero más espantoso aún era lo lento de mi avance, ya que por más que subiera, las nieblas que me envolvían no se disipaban y un frío diferente me invadió, como de moho antiguo y hechizado. Temblando de frío me preguntaba por qué no alcanzaba la claridad y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me ocurrió que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano examiné con la mano libre buscando el resguardo de alguna ventana por la cual observar hacia afuera y arriba, y calcular a qué altura podría encontrarme.
De pronto, después de una interminable y aterradora ascensión a ciegas por aquel precipicio profundo y desesperado, sentí que mi cabeza tocaba algo sólido, supe entonces que debía haber llegado a la terraza o cuando menos, a alguna clase de piso. Subí mi mano libre y en la oscuridad palpé un obstáculo, descubriendo que era de roca inamovible. Después vino un mortal rodeo a la torre, asiendo cualquier soporte que su resbaladiza pared pudiera ofrecer, hasta que finalmente, tanteando siempre con mi mano, hallé un punto donde la barrera cedía y continué la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que usaba mis dos manos en mi cuidadoso avance. Arriba no había luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por ahora mi subida había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a un espacio plano de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna enaltecida y extensa cámara de observación. Me deslicé cuidadosamente por el espacio tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fallé en mi intento. Mientras permanecía exhausto sobre el piso de piedra, oí el impresionante eco de su caída, pero con todo tuve la ilusión de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura portentosa, muy por encima de las detestadas ramas del bosque, me levanté fatigosamente y examiné la pared en busca de alguna ventana que me dejase ver el cielo por vez primera, y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me desilusionaron, ya que todo lo que encontré fueron amplios anaqueles de mármol cubiertos de odiosas cajas alargadas de inquietante tamaño. Más pensaba y más me preguntaba qué fantásticos secretos podía guardar aquel alto espacio construido a tan lejana distancia del castillo subyacente. De repente mis manos tropezaron sorpresivamente con el marco de una puerta, de donde colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de los extraños cortes que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un máximo esfuerzo superé todas las limitaciones y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me asaltó el más puro éxtasis jamás conocido. A través de una decorada cerca de hierro y en el extremo de una corta escalera de piedra que subía desde la puerta recién descubierta, brillando serenamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había observado antes, solo en mis sueños y en sutiles visiones que no osaría llamar recuerdos.
Seguro de que había llegado a la cima del castillo, ahora subí velozmente los pocos peldaños que me apartaban de la verja, pero en eso una nube tapó la luna haciéndome caer y tuve que avanzar más lentamente en la oscuridad. Aún estaba muy oscuro cuando alcancé la verja, que hallé abierta tras un minucioso examen pero que no quise atravesar por miedo a caerme desde la extraordinaria altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los recuerdos imaginables, ninguno tan diabólico como el de lo inescrutable y grotescamente impresionante. Nada de lo tolerado antes podía compararse al horror de lo que ahora estaba observando, de las sorprendente maravilla que el espectáculo mostraba. El panorama en sí era tan escueto como extraño, ya que consistía únicamente en esto, en lugar de una sorprendente perspectiva de copas de árboles miradas desde una soberbia altura, a mi alrededor se explayaba al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en varios sectores por medio de lajas de mármol y columnas, y bajo la sombra de una antigua iglesia de piedra cuyo arruinado capitel brillaba fantasmagóricamente bajo la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé tambaleándome por el camino de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por sorprendida y confusa que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético deseo de luz. Ni siquiera el extraño descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, tampoco me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba decidido a ir en busca de luminosidad y alegría a cualquier precio. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi espacio y mis circunstancias, más a medida que persistía en mi tambaleante marcha, se asomaba en mí una especie de breve recuerdo latente que hacía que mi avance no fuera casual del todo, sin destino fijo por campo abierto, algunas veces sin perder de vista el camino y otras abandonándolo para penetrar, lleno de curiosidad, por campos en los que solo algún escombro ocasional revelaba la presencia en tiempos antiguos, de un camino olvidado. Hubo un momento en que tuve que cruzar nadando un rápido río cuyos restos de piedra agrietada y mohosa revelaban la existencia de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían pasado más de dos horas cuando alcancé lo que aparentemente era mi meta, un viejo castillo cubierto de hiedras, ubicado en un gran parque de espesa arboleda, de impresionante familiaridad para mí y, sin embargo, lleno de inquietantes novedades. Noté que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas y que el foso había sido rellenado, al mismo tiempo que se levantaban nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que vi con enorme interés y complacencia fueron las ventanas abiertas, bañadas de brillante claridad y que enviaban al exterior ecos del más alegre de los festines. Adelantándome hacia una de ellas, miré adentro y observé un grupo de personas raramente vestidas, que hablaban entre sí con gran bullicio. Como nunca había escuchado la voz humana, apenas sí remotamente podía entender lo que decían. Algunos rostros tenían expresiones que despertaban en mí antiquísimos recuerdos, otras me eran decididamente ajenas.
Salté por la ventana y me metí en la habitación brillantemente iluminada, al tiempo que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más oscuro de los desalientos. La pesadilla no tardó en llegar, ya que no bien entré, se produjo una de las más espantosas reacciones que hubiera podido imaginar. No había terminado de cruzar el umbral cuando entre todos los presentes se propagó un inesperado y súbito terror, de terrible intensidad, que desfiguraba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los gritos más espantosos. La huida fue general y en medio del griterío y el pánico varios cayeron desmayados, siendo arrastrados por los que escapaban enloquecidos. Muchos cubrieron sus ojos con las manos y corrían a ciegas arrastrando todo por delante, tumbando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de alcanzar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el deslumbrante recinto, escuchando los ecos cada vez más lejanos de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me amenazaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía desocupado, pero cuando me dirigí a una de las habitaciones creí descubrir una presencia… un intento de movimiento del otro lado del dorado arco que llevaba a otra habitación igual a la primera. A medida que me acercaba al arco comencé a observar la presencia con mayor nitidez, y luego, con el primero y último sonido que jamás pronuncié —un aullido espantoso que me desagradó casi tanto como su asquerosa causa—, contemplé en toda su espantosa intensidad el inimaginable, impresionante e inenarrable monstruo que, por obra de su sola aparición, había transformado aquella alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
Ni siquiera puedo decir a qué se parecía aproximadamente, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, espantoso, indeseado, inaudito y execrable. Era una aterradora sombra de podredumbre, decadencia y desolación. La descompuesta y pegajosa imagen de lo perjudicial, la bestial desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería esconder por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo —o al menos ya no lo era—, y sin embargo, con gran temor de mi parte, pude ver en sus rasgos corroídos con huesos que se distinguían, una repelente y lejana memoria de formas humanas y en sus gastadas y desintegradas ropas, una inexpresable cualidad que me sacudía más aún.
Estaba casi inmovilizado, pero no tanto como para no hacer un pequeño esfuerzo hacia la salvación, un tropiezo hacia atrás que no pudo romper el maleficio en que me tenía apresado ese monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, hechizados por aquellos desagradables ojos vítreos que me miraban fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto tras la primera impresión, se veía ahora más confundido. Traté de alzar la mano y borrar la visión, pero estaba tan abrumado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, la tentativa fue suficiente como para perturbar mi equilibrio y, bamboleándome, camine hacia adelante para no caer. Al hacerlo logré de pronto la angustiosa noción de la proximidad de esa cosa, cuya viciada respiración tenía casi la sensación de oír. Poco menos que enardecido, pude no obstante extender una mano para contener a la pestilente imagen, que se aproximaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la podrida extremidad que el monstruo alargaba por debajo del arco dorado.
No grité, pero todos los diabólicos vampiros que volaban en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron llegar a mi mente un alud de intimidantes recuerdos.
En ese mismo instante supe todo lo ocurrido. Recordé hasta más allá del pavoroso castillo y sus árboles, recordé el edificio en el cual me encontraba, lo más terrible fue que reconocí la impía abominación que se levantaba frente a mí mirándome de lado, mientras yo apartaba de los suyos mis denigrados dedos.
Pero en el universo existe el alivio además de la amargura, y ese alivio es el olvido. En el supremo terror de ese momento olvidé lo que me había asustado y la explosión del recuerdo se esfumó en un caos de repetidas imágenes. Como entre sueños, hui de aquel terrorífico y maldito edificio y eché a correr veloz y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando volví al mausoleo de mármol y bajé sus peldaños, descubrí que no podía mover la trampa de piedra, pero no lo lamenté, ya que había logrado odiar el antiguo castillo y sus árboles. Ahora avanzo junto a los fantasmas, irónicos y amables al viento de la noche, y durante el día juego entre las cavernas de Nefre-Ka, en el apartado e inexplorado valle de Hadoth a orillas del Nilo. Ya sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco lo es la alegría, salvo las fiestas sin nombre de Nitokris bajo la Gran Pirámide. Sin embargo, en mi nueva y bestial libertad casi agradezco el dolor de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha traído la serenidad, no por eso desconozco que soy un extranjero, un extraño a este siglo y a todos aquellos que aún son hombres. Esto es lo que descubrí desde que alargué mis dedos hacia esa cosa execrable que apareció en aquel gran marco dorado, desde que alargué mis dedos y toqué la fría e inquebrantable superficie del pulido espejo.