Читать книгу Narrativa completa - Говард Лавкрафт, Говард Филлипс Лавкрафт, H.P. Lovecraft - Страница 24

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Desde el más allá21

Exageradamente aterrador era el cambio que había experimentado mi mejor amigo, Crawford Tillinghast. No le había visto desde el día en que me relató, dos meses y medio atrás, hacia dónde se alineaban sus investigaciones físicas y matemáticas. Cuando dio respuesta a mis temerosas y casi aterradas reprimendas, echándome de su laboratorio y de su casa en una descarga de apasionada ira, supe que permanecería, en adelante, la mayor parte de su tiempo aislado en el laboratorio del desván con aquella maldita máquina eléctrica, comiendo poco y prohibiendo la entrada hasta de los criados. Pero nunca imaginé que un corto tiempo de diez semanas pudiera cambiar de ese modo a un ser humano. Ver a un hombre corpulento ponerse esquelético de repente no es nada agradable y menos aún cuando le tiemblan y se le crispan las manos, la frente se le llena arrugas y se le cubre de venas, las bolsas bajo sus ojos se le tornan grises o amarillentas y estos se le hunden y se ponen ojerosos y extrañamente resplandecientes. Y si a eso se le suma una asquerosa falta de aseo, un total desaliño en su ropa, una negra cabellera que comienza a encanecer desde la raíz y una barba blanca crecida en un rostro que siempre estuvo afeitado, el efecto general resulta espantoso. Pero así lucía Crawford Tillinghast la noche en que su casi indescifrable mensaje me llevó hasta su puerta después de mis semanas de exilio. Ese fue el espanto que me abrió —temblando— con una vela en mano y mirando sigilosamente por encima del hombro como temeroso de los entes invisibles de aquella vieja y solitaria casa, retirada de la línea de edificios que integraban Benevolent Street.

Que Crawford Tillinghast se dedicara a estudiar de la ciencia y la filosofía fue un error. Estas materias deben dejarse para un investigador frío e impersonal, ya que brindan dos alternativas, trágicas por igual, al hombre sensible y de acción: si fracasa en sus investigaciones, la consternación, y si triunfa, el inexpresable e incomprensible terror. Tillinghast había experimentado una vez el fracaso, retraído y melancólico, pero esta vez vislumbré con verdadero temor, que había experimentado el éxito. En efecto, se lo había advertido diez semanas antes, cuando me contó la historia de lo que él sospechaba que estaba a punto de descubrir. Entonces, hablando con voz aguda y afectada se animó y se acaloró, aunque siempre presumido. Me dijo:

—¿Qué sabemos nosotros del mundo y del universo que nos rodea? Nuestras formas de percepción son terriblemente escasas y nuestro entendimiento de los objetos que nos rodean profundamente estrecho. Solo vemos las cosas de acuerdo a la estructura de los órganos con que las percibimos y no podemos hacernos una idea de su naturaleza absoluta. Ambicionamos alcanzar el complejo e ilimitado universo con cinco débiles sentidos, cuando existen otros seres dotados de un rango de sentidos más amplios y efectivos o simplemente diferente, ellos podrían, no solo ver las cosas que vemos nosotros de forma muy diferente, sino que podrían estudiar y percibir universos enteros de materia, energía y vida que se encuentran al alcance de la mano, pero que son imperceptibles a nuestros actuales sentidos.

»Siempre he tenido el convencimiento de que esos raros e inaccesibles mundos están muy cerca de nosotros y creo que ahora he descubierto la manera de traspasar esa barrera. No estoy bromeando. En veinticuatro horas, esa máquina que está junto a la mesa generará ondas que intervendrán determinados órganos sensoriales que nosotros poseemos en estado rudimentario o atrofiados. Esas ondas nos abrirán nutridas perspectivas desconocidas por el hombre, algunas de las cuales son excluidas de todo lo que consideramos vida orgánica. Advertiremos que hace aullar a los perros durante las noches y enderezar las orejas de los gatos después de las doce. Podremos ver esas cosas y otras que nunca ha visto ninguna criatura hasta ahora. Traspasaremos el espacio, el tiempo, y las dimensiones y sin traslado alguno de nuestro cuerpo, llegaremos al fondo de la creación.»

Cuando oí a Tillinghast decir estas cosas, le llamé la atención porque lo conocía lo suficiente como para sentirme más asustado que divertido, pero él era un fanático y me arrojó de su casa. Ahora, no se expresaba menos fanático, pero su deseo de hablar se había antepuesto a su molestia y me había escrito categóricamente, con una letra que yo apenas reconocía. Al entrar en la vivienda de mi amigo, tan repentinamente transformado en una gárgola temblorosa, me sentí envenenado del terror que parecía vigilar en todas las sombras. Las convicciones y palabras declaradas diez semanas antes parecían haberse cristalizado en la oscuridad que reinaba más allá del halo de luz de la vela y sentí un sobresalto al oír la voz cavernosa y alterada de mi amigo. Quise tener cerca a alguno de los criados y me inquietó cuando me dijo que todos se habían marchado hacía tres días. Era muy raro que el viejo Gregory, hubiese dejado a su señor sin decírselo al menos a un amigo cercano como yo. Él era quien me tenía al tanto sobre Tillinghast desde que me echara con tanta furia.

Sin embargo, no tardé en someter todos mis temores a mi creciente fascinación y curiosidad. No sabía exactamente qué quería Crawford Tillinghast de mí, pero no ponía en duda que tenía algún secreto maravilloso o algún descubrimiento que comunicarme. Antes, lo había censurado por sus inauditas incursiones en lo inconcebible, pero ahora que había triunfado de algún modo, casi compartía con él su estado de ánimo, aunque fuera terrible el precio del éxito. Lo seguí escaleras arriba en la oscuridad de la casa vacía, siguiendo la llama vacilante de una vela que soportaba la mano de esta temblorosa caricatura de hombre. Parecía que la electricidad estaba desconectada y al preguntarle a mi amigo me dijo que era por un motivo concreto.

—Sería demasiado... no me atrevería —prosiguió susurrando.

Noté particularmente su nueva costumbre de susurrar, ya que no era habitual en él hablar consigo mismo. Entramos en el laboratorio del ático y vi la infame máquina eléctrica irradiando una apagada y aciaga luminosidad violácea. Estaba conectada a una batería química muy potente, pero no recibía ninguna corriente. Yo recordaba que en su etapa experimental chisporroteaba y zumbaba cuando estaba en funcionamiento. Le pregunté a Tillinghast y en respuesta murmuró que aquel resplandor permanente no era eléctrico en el sentido que yo lo pensaba. A continuación me sentó cerca de la máquina, de forma que esta quedaba a mi derecha y conectó un artefacto que había debajo de una gran cantidad de lámparas. Comenzaron los conocidos chisporroteos, luego se convirtieron en un rumor y finalmente en un zumbido tan sutil que daba la impresión de que había vuelto a quedar en silencio. Mientras tanto, había aumentado la luminosidad, disminuido otra vez y obtenido una pálida y rara coloración —o mezcla de colores— imposible de definir ni describir. Tillinghast había estado observándome y distinguió mi expresión alterada.

—¿Reconoces qué es eso? —susurró— ¡son rayos ultravioleta! —ante mi sorpresa se rio de forma extraña—. Tú creías que eran invisibles y, en efecto lo son, pero ahora pueden verse igual que muchas otras cosas también invisibles. ¡Oye! Las ondas de este aparato están despertando los miles de sentidos adormecidos que hay en nosotros, sentidos que obtuvimos durante los cientos de años de evolución que median desde la etapa de los electrones autónomos al estado de humanidad orgánica. Yo he visto la verdad y tengo el propósito de enseñártela. ¿Quisieras saber cómo es? Pues te la mostraré. Tillinghast se sentó frente a mí en ese momento, apagó la vela de un soplo y me miró atentamente a los ojos. Tus órganos sensoriales, creo que tus oídos en primer lugar, captarán numerosas impresiones ya que están directamente relacionados con los órganos adormecidos. Luego lo harán los demás. ¿Has oído mencionar la glándula pineal? Me dan risa los endocrinólogos superficiales, colegas de los advenedizos y tramposos freudianos. Esa glándula es el más importante de los órganos sensoriales... yo lo he descubierto. Al final es como la vista, que transmite representaciones visuales al cerebro. Si eres una persona normal, esa es la forma en que debes captarlo casi todo... Estoy hablando de casi todo el testimonio del más allá.

Miré la enorme habitación del ático, con su pared sur inclinada, ligeramente iluminada por los rayos que los ojos normales son incapaces de captar. Los rincones estaban bañados en sombras y todo el lugar había adquirido una irrealidad brumosa que alteraba su naturaleza y provocaba que la imaginación volara. Durante el instante que Tillinghast estuvo callado, me imaginé en medio de un fabuloso y extraordinario templo de dioses desaparecidos hace mucho tiempo y en un indefinido edificio con incontables columnas de piedra negra que se elevaban desde un suelo de húmedas lápidas hacia unas brumosas alturas que la vista no alcanzaba a fijar. Durante un rato, fue una representación muy vívida, pero, gradualmente, comenzó a dar paso a un pensamiento terrible, el de la soledad total y absoluta en el espacio infinito, donde no existen visiones ni sensaciones sonoras.

Era como el vacío. Solo eso, pero sentí un miedo infantil que me estimuló a sacarme del bolsillo el revólver que siempre llevo conmigo cada noche desde la vez que me asaltaron en East Providence. Luego, el ruido de las regiones más remotas, fue cobrando gradualmente realidad. Era muy suave, sutilmente vibrante, definitivamente musical; pero tenía tal calidad de incomparable ímpetu, que sentí su huella como una fina tortura por todo mi cuerpo. Experimenté esa sensación que nos produce el arañazo inesperado sobre un vidrio esmerilado. Al mismo tiempo, sentí algo así como una corriente de aire frío que pasó a mi lado, al parecer en dirección hacia el ruido distante. Permanecí con el aliento contenido y sentí que el ruido y el viento iban en aumento, dándome la extraña impresión de que me encontraba atado a unos rieles por los que se acercaba una tremenda locomotora. Comencé a hablarle a Tillinghast y de inmediato se disiparon todas estas anormales impresiones. Volví a ver al hombre, las máquinas brillantes y la habitación a oscuras. Tillinghast sonrió con desagrado al ver el revólver que yo había sacado de manera instintiva, pero por su expresión, percibí que había visto y escuchado lo mismo que yo, si no más. Le describí en voz baja lo que había experimentado y me pidió que me estuviese lo más sereno y receptivo posible.

—No te muevas —me indicó—, porque con estos rayos pueden vernos igual que nosotros podemos ver. Te he mencionado que los criados se han ido pero no te he contado cómo. Fue por culpa de esa necia ama de llaves, encendió las luces de abajo después de indicarle que no lo hiciera y los hilos captaron oscilaciones simpáticas. Debió de ser aterrador. A pesar de que estaba atento a lo que veía y oía en otra dirección, pude escuchar los gritos desde aquí. Después de eso, me quedé espantado al descubrir montones de ropa vacía por toda la casa. La ropa de la señora Updike estaba en el recibidor al lado del interruptor de la luz... por eso sé que fue ella quien la encendió. Pero no correremos peligro mientras no nos movamos. Recuerda que afrontamos un mundo espantoso en el que estamos prácticamente desamparados... ¡No te muevas!

El impacto combinado de tal declaración y la áspera orden me produjo una especie de parálisis y, aterrorizado, mi mente se abrió una vez más a las alteraciones procedentes de lo que Tillinghast llamaba “el más allá”. Me encontraba ahora en una vorágine de ruido y movimientos acompañados de imprecisas representaciones visuales. Distinguía los contornos borrosos de la habitación, pero a mi derecha, desde algún lugar del espacio, parecía brotar una humeante columna de nubes o formas imposibles de identificar que atravesaban el sólido techo por encima de mí. Después volví a experimentar la impresión de que estaba en un templo, pero esta vez los pilares llegaban hasta un océano volátil de luz, del que bajaba un rayo deslumbrador a lo largo de la brumosa columna que había visto antes. Luego, el escenario se volvió casi totalmente caleidoscópico y en la mezcolanza de imágenes, sonidos e impresiones sensoriales indescriptibles, sentí que estaba a punto de esfumarme o de, alguna manera, perder mi forma sólida. Siempre recordaré esa visión deslumbrante y efímera.

Por un instante, me pareció ver un raro fragmento de cielo nocturno poblado de esferas resplandecientes que giraban sobre sí y mientras desaparecía, pude ver que unos soles radiantes formaban una constelación o galaxia de trazado muy bien definido, dicho trazado correspondía al desfigurado rostro de Crawford Tillinghast. Un momento después, sentí deslizarse unos seres animados y formidables, a veces rozándome y otras caminando o deslizándose sobre mi cuerpo teóricamente sólido, y me pareció que Tillinghast los percibía como si sus sentidos, más experimentados, pudieran captarlos visualmente. Recordé lo que me había dicho de la glándula pineal y me pregunté qué estaría viendo con ese ojo sobrenatural.

De repente, me percaté de que yo también gozaba de una especie de visión aumentada. Por encima del caos de luces y sombras se formó una escena que, aunque difusa, estaba dotada de solidez y estabilidad. Era familiar en cierto modo, aunque lo extraordinario se superponía a la manera como una escena cinematográfica se proyecta en un escenario terrestre sobre el telón de fondo de un teatro. Vi el laboratorio del ático, la máquina eléctrica, y la poco agraciada figura de Tillinghast frente a mí, pero la más mínima fracción del espacio que separaba todos estos objetos familiares no estaba vacía. Una profusión de formas indescriptibles, vivas o no, se mezclaban entre ellas en terrible confusión y junto a cada objeto conocido, existían mundos enteros y extrañas y desconocidas entidades. Del mismo modo, parecía que las cosas cotidianas intervenían la composición de otras desconocidas, y viceversa. Sobre todo, entre las entidades vivas había monstruosidades muy negras y gelatinosas que temblaban fofamente en unidad con las vibraciones procedentes de la máquina. Estaban presentes en asquerosa profusión, y para horror mío, descubrí que se intercalaban, que eran semifluidas y capaces de penetrarse mutuamente y de traspasar lo que conocemos como materia sólida. Nunca estaban quietas, sino que parecían moverse con algún propósito perverso. A veces, se engullían unas a otras, lanzándose la atacante sobre la víctima y eliminándola súbitamente de la vista. Entendí, con cierta turbación, que eso era lo que había hecho desaparecer a la desdichada servidumbre y después, no fui capaz de retirar dichas entidades de mi pensamiento mientras intentaba descubrir nuevos detalles de este mundo —recientemente visible— que existe a nuestro alrededor. Pero Tillinghast me había estado mirando y me decía:

—¿Los ves? ¿Los ves? ¡Ves a esos seres que alrededor tuyo y a través de ti, flotan y revolotean en cada momento de tu vida? ¿Ves esas criaturas que habitan lo que los hombres llaman el aire puro y el cielo azul? ¿No he logrado romper la barrera? ¿No te he mostrado mundos que ningún otro hombre vivo ha visto? —escuché que gritaba a través de aquel caos y vi su rostro ofensivamente cerca del mío. Sus ojos eran dos hoyos llameantes que me observaban con lo que ahora reconozco como un odio infinito. La máquina sonaba de manera detestable.

—¿Crees que esos seres que se retuercen torpemente fueron los que devoraron a los criados? ¡Imbécil, esos son inofensivos! Pero los criados se han esfumado, ¿no es verdad? Tú trataste de detenerme, me intimidabas cuando necesitaba hasta la más mínima migaja de aliento, te asustaba enfrentarte a la verdad cósmica, desgraciado cobarde; ¡pero ahora te tengo a mi merced! ¿Qué fue lo que aniquiló a los criados? ¿Qué fue lo que les hizo dar aquellos gritos?... ¡No lo sabes, verdad? Pero de inmediato lo sabrás. Mírame. Oye lo que voy a decirte. ¿Crees que los conceptos de espacio, de tiempo y de magnitud son reales? ¿Crees que existen cosas tales como la forma y la materia? Pues yo te digo que he alcanzado profundidades que tu pequeño cerebro no lograría imaginar. He visto más allá de los confines del infinito y he conjurado a los demonios de las estrellas. He viajado sobre las sombras que van de mundo en mundo diseminando la muerte y la locura... Soy dueño del espacio, ¿me oyes? y ahora hay entidades que me buscan, entidades que devoran y disuelven, pero sé la manera de eludirías. Es a ti a quien atraparán, como atraparon a los criados... ¿Se está moviendo el señor? Ya te he dicho que es peligroso moverse. Te he salvado antes al advertirte que te mantuvieras inmóvil, a fin de que vieses más cosas y oyeras lo que tengo que decir. Si te hubieses movido, hace rato se habrían lanzado sobre ti. No te preocupes, no hacen daño. Como no se lo hicieron a los criados. Fue mirarlos lo que les hizo gritar de aquella forma a esos pobres diablos. No son agraciados... mis animales favoritos vienen de un lugar cuyos patrones de belleza son... muy diferentes. La desintegración es totalmente indolora, te lo puedo asegurar, pero quiero que los veas. Yo estuve dispuesto a verlos, pero logré detener la visión. ¿No te da curiosidad? Siempre supe que no eras científico. Estás temblando, ¿eh? Temblando de inquietud por ver las últimas entidades que he logrado descubrir. ¿Entonces, por qué no te mueves? ¿Estás cansado? Bueno, amigo mío, no te preocupes porque ya vienen... Mira. Mira maldito, mira... allí, sobre tu hombro izquierdo.

Lo que queda por contar es muy breve y tal vez ya lo saben por las noticias que aparecieron en los diarios. La policía escuchó un disparo en la casa de Tillingbast y nos encontró allí a los dos —a Tillinghast muerto y a mí inconsciente—. Me detuvieron porque mantenía el revólver en la mano, pero me soltaron tres horas después, al descubrir que lo que había acabado con la vida de Tillinghast había sido una embolia y comprobar que había dirigido el disparo contra la peligrosa máquina que ahora permanecía inservible en el suelo del laboratorio. No dije nada de lo que había visto, por temor a que el forense se mostrase incrédulo, pero por la leve explicación que le di, el doctor declaró que yo había sido hipnotizado, sin duda, por el vengativo y desquiciado homicida.

Quisiera poder creerle. Mis lacerados nervios se calmarían si dejara de pensar lo que ahora pienso sobre el aire y el cielo que tengo sobre mí y a mi alrededor. Ya no logro sentirme a solas, ni a gusto, y a veces cuando estoy agotado, tengo la aterradora sensación de que me están persiguiendo. Es este simple hecho lo que me impide creer en lo que dice el doctor: la policía no encontró jamás los cuerpos de los criados que creen que mató Crawford Tillinghast.

From Beyond: escrito en 1920 y publicado en 1934.

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