Читать книгу Narrativa completa - Говард Лавкрафт, Говард Филлипс Лавкрафт, H.P. Lovecraft - Страница 43
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A propósito de los sueños, esa nefasta aventura de
todas nuestras noches, podríamos decir que los hombres
se van a la cama diariamente con una osadía extraña,
si no supiéramos que es a causa de la ignorancia del peligro.
Baudelaire
¡Ojalá los dioses llenos de compasión, si es que efectivamente están ahí, resguarden esos momentos en que ningún poder del carácter, ni las drogas concebidas por el ingenio del hombre, pueden mantenerme apartado del precipicio del sueño! La muerte es compasiva, ya que de ella no hay regreso; pero para aquel que de las cámaras más hondas de la oscuridad retorna desorientado y despierto, no vuelve a existir paz. Fui un loco al hundirme con tan desenfrenado ímpetu en secretos que nadie ha intentado comprender; y fue un loco, o un dios, este único amigo mío que me guio y fue delante de mí, ¡y entró al fin en miedos que pueden llegar a ser los míos!
Recuerdo que nos conocimos en una estación de tren, donde era el centro de atención de una afluencia de transeúntes curiosos. Estaba inconsciente, y había caído en una especie de temblor que había sumido su flaco cuerpo y vestido de negro en un extraño rigor. Creo que por entonces llegaba a los cuarenta, ya que había hondas arrugas en su cara pálida y gastada —aunque oval y realmente hermosa—, grises estrías en su cabello ondulado y tupido, y una barba corta y ancha que en otra época fue azabache como un ala de cuervo. Tenía la frente nívea como el mármol de Pentélico, y alta y amplia casi como la de un dios.
Pensé enseguida, con todo mi ardor de artista, que este hombre era la imagen de un fauno sacada de la antigua Hélade, exhumada de entre las ruinas de un templo, y vuelta a la vida de alguna forma en nuestro tiempo asfixiante, solo para que sintiese el frío y la dureza de los años catastróficos. Y cuando abrió sus enormes, deprimidos, confundidos ojos negros, supe que a partir de entonces sería mi único amigo —el único amigo de quien nunca había tenido compañero alguno—; porque me di cuenta de que aquellos ojos habían visto absolutamente la grandeza y el susto de regiones que estaban más allá de la conciencia ordinaria y de la realidad; regiones que yo había amado en mi imaginación, aunque buscaba sin conseguirlo. Así que aparté a la multitud y le dije que debía venir conmigo a casa, y ser mi guía y maestro por los misterios inescrutables; y él asintió sin decir una sola palabra. Después, descubrí que su voz era melodía: una melodía de profundas violas y de esferas traslúcidas. Hablamos regularmente por la noche y durante el día, mientras yo esculpía bustos suyos y tallaba en marfil miniaturas de su cabeza para perpetuar sus diversas expresiones.
No es posible hablar de nuestras tertulias, ya que no tenían nada que ver con las cosas de la realidad que los hombres conocen. Se referían a ese cosmos grandioso e impresionante, de nebulosa entidad y conocimiento, que está por debajo de la materia, el espacio y el tiempo, y cuya existencia entrevemos tan solo en algunos sueños... en esos sueños extraños que están más allá de los sueños que nunca visitan a los hombres comunes, y tan solo una o un par de veces en la vida a los hombres con imaginación. El universo de nuestra conciencia despierta nace de ese cosmos como nace una pompa de la pipa de un bromista: lo toca como puede tocar la pompa su irónica fuente al ser reabsorbida por el bromista indeciso. Los científicos sospechan algo sobre esa realidad, pero lo ignoran casi todo. Los sabios descifran los sueños, y los dioses se burlan. Un hombre de ojos asiáticos ha dicho que todo espacio y tiempo son relativos, y los hombres se han reído. Pero incluso ese hombre de ojos asiáticos no ha llegado más que a sospechar. Yo había querido y deseado ir más allá; en cuanto a mi amigo, lo había intentado y conseguido en parte. Así que lo intentamos juntos; y con drogas desconocidas buscamos aterradores y vedados sueños en el estudio que yo tenía en la torre de la casa ancestral del viejo Kent.
Entre las preocupaciones de los días que siguieron está el mayor de los tormentos: la inefabilidad. Jamás podré explicar lo que vi y conocí durante esas horas de irreverente investigación, por falta de emblemas y capacidad de sugerencia de los idiomas. Digo esto porque de principio a fin, nuestros hallazgos solo provenían de la naturaleza de las sensaciones; sensaciones que nada tenían que ver con ninguno de los estímulos que el sistema nervioso del ser humano normal es capaz de absorber. Eran sensaciones; pero dentro de ellas había elementos increíbles de espacio y de tiempo... cosas que en el fondo poseen una presencia precisa y concreta. Los términos que mejor pueden sugerir el carácter general de nuestras aventuras son los de inmersiones o ascensiones; pues en cada descubrimiento, una parte de nuestra mente se separaba de cuanto es real y actual, y se precipitaban etéreamente en aterradores, lóbregos y espeluznantes abismos, traspasando a veces ciertos obstáculos delimitados y particulares que solo podría describir como pegajosas e imperfectas nubes de vapor.
Estos vuelos oscuros e incorpóreos los hacíamos algunas veces en solitario, y otras veces juntos. Cuando lo hacíamos juntos, mi amigo iba siempre muy delante de mí; podía percibir su presencia a pesar de nuestra estado incorpóreo, por una especie de recuerdo visual mediante el cual se me plasmaba su rostro, dorado por una misteriosa luz y de una belleza inquietante, con sus mejillas extraordinariamente juveniles, sus ojos ardientes, su frente divina, su cabello oscuro y su barba crecida.
No teníamos manera de comprobar el paso del tiempo, porque el tiempo se había transformado para nosotros en una mera ilusión. Solo sé que había en todo ello algo muy peculiar, dado que finalmente comprobamos extasiados que no envejecíamos. Nuestras conversaciones eran ateas y siempre tremendamente ambiciosas: ningún dios ni demonio podía haber aspirado a revelaciones y capturas como los que nosotros proyectábamos en voz baja. Me estremezco al hablar de ellos, y no soy capaz de afinarlos; aunque sí quiero decir aquí que mi amigo escribió sobre papel un deseo que no se atrevió a expresar con palabras; después me hizo incendiar el papel, y se asomó atemorizado a la ventana para contemplar el cielo adornado de la noche. Pero quiero mencionar —mencionar tan solo— que sus planes implicaban el gobierno del cosmos y mucho más; planes en los que la tierra y las estrellas se moverían a su capricho, y serían suyos los destinos de todos los seres vivos. Afirmo —juro— que yo no compartí tan exageradas aspiraciones. Cualquier cosa que haya proferido o escrito mi amigo en sentido contrario, debe ser vista como un error, pues no soy un hombre tan poderoso como para exponerme a las inconfesables esferas, ya que sería la única manera de conseguirlo.
Hubo una noche en que los vientos de los espacios olvidados nos hicieron girar de forma indomable hacia los vacíos eternos que se abren más allá de toda forma de razonamiento y forma. Sobre nosotros se precipitaron en multitud percepciones enloquecedoramente indecibles; percepciones de infinidad que entonces nos estremecieron de gusto, y cuyo recuerdo en parte he olvidado, y en parte no soy capaz de transmitir a los demás. Destrozamos pegajosos obstáculos al atravesarlos en veloz sucesión, y finalmente sentí que habíamos alcanzado las regiones más alejadas de cuantas habíamos visitado inicialmente.
Mi amigo me llevaba una inmensa ventaja cuando nos lanzamos en ese océano terrorífico de vacío virgen, y pude ver el siniestro regocijo de su lozano, flotante y brillante rostro-recuerdo. De pronto, dicho rostro perdió firmeza, se desvaneció, y muy poco después me sentí impulsado contra un obstáculo que no me fue posible atravesar. Era como los demás, pero muchísimo más denso; parecía una masa acuosa y viscosa, si es que tales términos pueden emplearse para cualidades análogas concernientes a una esfera no-material.
Sentí que me había detenido algún obstáculo que mi amigo y guía había logrado sortear. Tras nuevos arranques, llegué al final del sueño inducido por la droga y abrí mis ojos reales para hallarme en el estudio de la torre, en cuya esquina opuesta encontré recostada, todavía sin consciencia, el cuerpo de mi compañero de sueño, pálido y descabelladamente hermoso bajo la luz verdosa y dorada de la luna que inundaba sus facciones marmóreas.
Después, tras un corto momento, la figura de la esquina se agitó; y pido al cielo que no me permita ver ni escuchar otra escena como la que tuvo lugar frente a mis ojos. No puedo decir cómo vociferaba, ni qué visiones de avernos inexplorados brillaron durante un instante en sus ojos azabaches, maniáticos de terror. Solo sé decir que me desmayé, y que no me recobré hasta que él me sacudió con frenesí para que alguien le ayudase a exorcizar el horror y la soledad.
Este fue el final de nuestras aventuras voluntarias en las cavernas del sueño. Estupefacto, estremecido, lleno de augurios por cruzar el obstáculo, mi amigo consideró conveniente que no nos adentráramos nunca más en esos lugares. No se atrevió a contarme lo que había presenciado; pero dijo seriamente que teníamos que dormir lo menos que fuera posible; aun cuando precisáramos tomar alguna droga para mantenernos en vela. El terror indescriptible en el que me sumergía cada vez que perdía la conciencia me hizo entender muy pronto que tenía razón.
Después de cada temporal e inevitable estado de sueño, me sentía más viejo, mientras que mi amigo se aventajaba con una rapidez sorprendente. Es terrible ver aparecer las arrugas y la blancura del cabello casi frente a tus ojos. Nuestra forma de vida había cambiado ahora casi en su totalidad. Persona de vida aislada por lo que yo conocía, mi amigo —cuyo nombre y origen jamás saldrán de mis labios— había adquirido un miedo delirante a la soledad. Por la noche no podía estar solo, ni le apaciguaba la compañía de unas pocas personas. Solo hallaba consuelo en las fiestas más concurridas y movidas; de modo que eran pocas las tertulias de gentes jóvenes y alegres a las que nosotros no asistíamos.
Nuestra apariencia y edad parecían producir en muchas ocasiones un ridículo que a mí me ofendía hondamente, pero que mi compañero consideraba menos malo que la soledad. Principalmente, temía encontrarse solo fuera de casa cuando brillaban las estrellas; y si no era posible esconderse, miraba disimuladamente el cielo como si le acosase algún ente horrible del firmamento. No siempre miraba en la misma dirección: según la estación, vigilaba un punto distinto. En las noches de primavera, miraba hacia el nordeste. Durante el verano, casi perpendicularmente. En el otoño, hacia el noroeste. Y en invierno, hacia el este; esencialmente, en las primeras horas de la mañana.
Las noches de mediados de invierno eran para él menos pavorosas. Solo unos dos años después relacioné sus miedos con algo preciso; pero entonces empecé a observar que miraba hacia un punto específico del cielo nocturno, cuya posición en las diferentes estaciones correspondía a la dirección de su mirada: punto que correspondía aproximadamente a la constelación Corona Borealis.
Ahora teníamos un estudio en Londres; no nos separábamos jamás, y conversábamos constantemente de la época en que tratábamos de explorar los misterios del mundo incorpóreo. Las drogas, los desenfrenos y el agotamiento nervioso nos habían debilitado y envejecido, y la barba y el pelo cada vez más escaso de mi amigo se habían tornado completamente canosos. Nuestra capacidad para evitar un sueño dilatado era extraordinaria, ya que pocas veces sucumbíamos más de una hora o dos a esa oscuridad que ahora se había convertido en una terrorífica amenaza.
Pero llegó un mes de enero invernal con mucha niebla y lluvia, en que no nos llegaba el dinero y nos era complicado comprar drogas. Habíamos vendido todas nuestras efigies y bustos de marfil, y no teníamos capital para adquirir nuevo material, ni energías para modelar el que nos quedaba. Sufríamos horriblemente; y cierta noche, mi amigo cayó en un sueño profundo del que no logré despertarle. Aun recuerdo la escena:
El estudio, situado en una buhardilla desolada y oscura, bajo el alero fustigado por la lluvia; los golpes acompasados de nuestro reloj de pared; el imaginado latido de nuestros relojes, encima de la cómoda; el vaivén de una portezuela, en algún lugar lejano de la casa; el rumor distante de la ciudad, atenuado por la niebla y el espacio, y —lo peor de todo— la honda, calmada y funesta respiración de mi amigo tendido en la litera; una respiración rítmica que parecía medir los instantes de miedo y de angustia sobrenaturales de su alma, mientras vagaba por las realidades prohibidas, eterna y pavorosamente remotas.
La tensión de mi vigilancia se volvió asfixiante, y una sucesión de ideas y vínculos se aglomeraron en mi mente casi perturbada. Oí que un reloj —no los nuestros, ya que no eran de campana— daba la hora en algún lugar, y mi peligrosa imaginación encontró en esto un nuevo punto de partida para ociosas digresiones. Relojes-tiempo-espacio-infinito; después, mi imaginación volvió a lo cercano, mientras pensaba que aun ahora, más allá del tejado y la niebla y la lluvia y la atmósfera, la Corona Borealis se alzaba por el nordeste. La Corona Borealis, a la que mi amigo parecía temer, y cuyo semicírculo de estrellas titilantes resplandecía sin duda a través de ilimitados abismos de vacío. De repente, mis oídos extremadamente sensibles, parecieron registrar un componente enteramente nuevo en el nuevo revoltijo de ruidos ampliados por la droga: fue un quejido áspero, muy lejano, odiosamente insistente, que clamaba, se mofaba, llamaba desde el nordeste.
Pero no fue ese rumor lo que me despojó de mi raciocinio y me tatuó en el alma un sello de pánico, del que quizá no llegue a liberarme nunca; no fue aquello lo que me hizo vociferar y me produjo los estremecimientos que llevaron a los vecinos y a la policía a tumbar la puerta. No fue lo que escuché, sino lo que vi; porque en esa habitación lóbrega de cortinas cerradas y contraventanas atrancadas apareció, desde la oscura esquina nordeste, un haz de aterradora luz roja y dorada; un haz que no difundió luminosidad alguna entre las tinieblas, sino que iluminó tan solo la cabeza reclinada del desasosegado durmiente, sustrayendo en espantosa copia el rostro-recuerdo, iluminado e inexplicablemente joven, tal como yo lo había contemplado en los sueños de espacio abismal y tiempo liberado, al atravesar mi amigo los obstáculos y adentrarse en las grutas más secretas, inhóspitas y prohibidas de la pesadilla.
Y mientras le observaba, le vi subir la cabeza, con sus ojos azabaches, acuosos, hundidos y colmados de espanto, y abrir sus labios finos y oscuros como si fuese a lanzar un grito desgarrador.
Aquel rostro aterrorizante y flexible, brillando incorpóreo, luminoso y vigorizado en la oscuridad, reflejó un horror más puro, enloquecedor y asfixiante que nada de cuanto ha presenciado jamás en el cielo y en la tierra.
No sonó palabra alguna en medio de aquel murmullo distante que se acercaba cada vez más; pero perseguir la mirada delirante del rostro-recuerdo a lo largo del detestable túnel de luz hacia su origen, del que también procedía el gemido, observé algo velozmente y, con un silbido en los oídos, caí en el ataque de epilepsia y gritos que llamó la atención de los inquilinos y la policía. Jamás he podido explicar, por mucho que lo he pretendido, qué fue realmente lo que presencié; ni ha podido explicarlo tampoco aquel rostro inanimado; porque si bien debió de contemplar bastantes más cosas que yo, jamás volverá a dialogar. Pero estaré siempre en guardia contra el ambicioso y bromista Hipnos, señor del sueño, contra el cielo nocturno, y contra los locos anhelos del saber y la filosofía.
No se sabe exactamente qué ocurrió, pues no solo mi cabeza, enloquecida por el ser horripilante y misterioso, sino también otras quedaron contaminadas por una desmemoria que no puede significar otra cosa que la demencia. Dicen, no sé por qué razón, que yo nunca he tenido ningún amigo; y que el arte, la filosofía y la locura han colmado siempre mi desdichada existencia. Los inquilinos y la policía me calmaron esa noche, y el doctor me administró algo para tranquilizarme; pero nadie se dio cuenta del aterrador suceso que ocurrió. No les inspiró ninguna compasión mi amigo muerto; lo que hallaron en la cama del estudio les movió a ensalzarme de una forma que me produjo arcadas, y que ahora me hace partícipe de una fama que desprecio violentamente, mientras sigo aquí, sentado por horas, calvo, con la barba cana, agotado, paralítico, trastornado por las drogas, vencido y en perenne idolatría al objeto que hallaron.
Pues aseguran que no vendí la última de mis estatuas, y me dicen extasiados lo que el resplandeciente haz de luz congeló, endureció e hizo callar. Eso es todo lo que queda de mi compañero; del amigo que me condujo a la demencia y la destrucción: una cabeza sublime —de un mármol como solo la vieja Hélade pudo producir— y joven, con una rozagante juventud que no conoce del tiempo y un rostro de perfección y con barba, oval, divina frente, de labios alegres, impenetrables mechones ondulados, y coronado de amapolas. Comentan que ese obsesivo rostro-recuerdo está tallado a imagen y semejanza del mío, igual a mí a los veinticinco años de edad; en el pedestal de mármol hay tallado en caracteres antiguos un sencillo nombre: HIPNOS.