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Los otros dioses35

En el tope de la montaña más alta del mundo moran los dioses de la tierra y no soportan que ningún hombre presuma de haberlos visto. Tiempo atrás poblaron los picos inferiores, pero los hombres de las llanuras se empeñaron siempre en escalar las pendientes de roca y nieve, haciendo subir a los dioses hacia montañas cada vez más altas, hasta el día de hoy en que solo les queda esta última. Al dejar sus picos anteriores se llevaron con ellos sus propios signos, salvo una vez que según se dice, dejaron una imagen tallada en la faz del monte llamado Ngranek.

Pero ahora se han ido a la desconocida Kadath, la del helado desierto donde los hombres no se adentran jamás, y se han vuelto rigurosos. Si en otra época toleraron que los hombres los desplazaran, ahora les han negado que se acerquen, pero si lo hacen les prohíben marcharse. Es conveniente que los hombres no sepan dónde está Kadath, de lo contrario, tratarían de subir hasta ella en su imprudencia.

A veces, en la tranquilidad de la noche, cuando los dioses de la tierra sienten nostalgia, visitan las cumbres donde habitaron una vez y lloran silenciosamente al tratar de recrearse en silencio en las recordadas montañas. Los hombres han experimentado el llanto de los dioses sobre el nevado Thurai, aunque pensaron que era lluvia, y han escuchado sus suspiros en los tristes vientos matinales de Lerion. Los dioses suelen transitar en las naves de nubes y los sabios campesinos mantienen leyendas que les impiden acercarse a ciertas montañas altas durante la noche cuando el cielo se nubla, porque los dioses ya no son tan considerados como antes.

En Ulthar, más allá del río Skai, una vez habitaba un anciano que anhelaba observar a los dioses de la tierra. Este hombre conocía profundamente los siete libros crípticos de la Tierra y estaba familiarizado con los Manuscritos Pnakóticos de la distante y helada Lomar. Su nombre era Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan cómo subió una montaña la noche del raro eclipse.

Barzai sabía tantas cosas sobre los dioses que podía narrar sus idas y venidas y predecía tantos secretos que se tenía a sí mismo por un semidiós. Fue él quien asesoró sensatamente a los diputados de Ulthar cuando aprobaron la famosa ley que prohibía asesinar gatos y quien señaló al joven sacerdote Atal, la medianoche de la víspera de san Juan, adónde se habían marchado los gatos negros. Barzai estaba profundamente instruido en la ciencia de los dioses de la tierra y le habían invadido deseos de ver sus rostros. Creía que su profundo y recóndito conocimiento de los dioses lo resguardaría de la ira de estos y decidió subir hasta la cima del elevado y rocoso Hatheg-Kla una noche en que estaba al corriente que los dioses estarían allí.

El Hatheg-Kla está en el desierto rocoso que se desarrolla más allá de Hatheg, del cual recibe el nombre, y se levanta como una estatua de piedra en un callado templo. Las nieblas juegan lúgubremente alrededor de su cima porque las nieblas son las evocaciones de los dioses y los dioses amaban el Hatheg-Kla cuando en otro tiempo habitaban en él. Continuamente los dioses de la tierra saludan el Hatheg-Kla en sus naves de nube y arrojan descoloridos vapores sobre las laderas cuando danzan melancólicos en la cima bajo la clara luna. Los aldeanos de Hatheg explican que no es conviene escalar el Hatheg-Kla en ningún momento y que es mortal hacerlo de noche, cuando los claros vapores esconden la cima y la luna, sin embargo, Barzai no los escuchó cuando llegó de la vecina Ulthar con su discípulo, el joven sacerdote Atal. Atal solo era el hijo del posadero y a veces sentía miedo, pero el padre de Barzai había sido un noble que habitó en un viejo castillo, por lo que no había supersticiones ramplonas en sus venas y se burlaba de los asustados aldeanos.

A pesar de los ruegos de los campesinos, Barzai y Atal salieron de Hatheg hacia el pedregoso desierto y por las noches charlaron acerca de los dioses de la tierra junto a su fogata. Viajaron durante numerosos días hasta que vieron a lo lejos el elevadísimo Hatheg-Kla con su halo de sombría niebla. El décimo tercer día llegaron al pie de la montaña solitaria y Atal declaró sus temores. Pero Barzai era viejo, sabio, y no conocía el miedo, así que, osadamente, caminó delante por la pendiente que ningún mortal había escalado desde los tiempos de Sansu, de quien hablan con temor los enmohecidos Manuscritos Pnakóticos.

El camino era rocoso y muy peligroso debido a los precipicios, declives y aludes. Luego se volvió frío y nevado, y Barzai y Atal resbalaban con frecuencia y se caían, mientras se hacían camino con palos y hachas. Finalmente el aire se enrareció, el cielo cambió de color y los escaladores descubrieron que era difícil respirar, pero continuaron subiendo más y más, sorprendidos ante lo insólito del paisaje y emocionados imaginando lo que ocurriría en la cima, cuando asomara la luna y se disiparan los pálidos vapores. Durante tres días permanecieron subiendo, más y más, hacia el techo del mundo, luego se asentaron esperando que la luna se nublara.

Durante cuatro noches esperaron las nubes inútilmente, mientras la luna vertía su frío resplandor a través de las sutiles y sombrías nieblas que envolvían el silencioso pináculo. La quinta noche, en que salió la luna llena, Barzai vio a lo lejos por el norte unos nubarrones espesos y ni él ni Atal se acostaron, mirando cómo se acercaban. Espesos y solemnes, navegaban lenta y premeditadamente, envolvieron el pico muy por encima de los espectadores y escondieron la cima y la luna. Durante una larga hora ambos estuvieron observando, mientras los vapores se arremolinaban y la cubierta de nubes se concentraba y se hacía más inquieta. Barzai era instruido en la ciencia de los dioses de la tierra y escuchaba atento cada sonido, pero Atal, que sentía el frío de los vapores y el miedo de la noche, estaba horrorizado. Y aunque Barzai siguió subiendo más y más y, ansiosamente, le hacía señales para que lo siguiera, Atal tardó mucho en decidir alcanzarlo.

Tan espesos eran los vapores que la marcha resultaba muy ardua y aunque Atal al fin lo siguió, apenas podía notar la figura gris de Barzai en la borrosa pendiente, más arriba, bajo la nublada luz de la luna. Barzai avanzaba muy adelante y, a pesar de su edad, parecía trepar con más destreza y facilidad que Atal, sin temor a la pendiente que comenzaba a ser excesivamente pronunciada y peligrosa salvo para un hombre fuerte y temerario, y sin demorarse ante los grandes y negros precipicios que Atal apenas podía brincar. De esta forma escalaron, enérgicamente, peñascos y precipicios, cayendo y tropezando, inquietos a veces ante el extraordinario silencio de los fríos y desolados picos y las mudas pendientes de granito.

Repentinamente, Barzai desapareció de la vista de Atal y vio una enorme cornisa que parecía sobresalir y dividir el camino a todo escalador que no estuviese iluminado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo, especulando qué haría cuando llegara a ese punto cuando notó extrañamente que la luna había crecido, como si el despejado pico y terreno de reunión de los dioses estuviese muy cercano. Y mientras trepaba hacia la saliente cornisa y hacia el cielo iluminado, experimentó los más grandes pavores de su vida. Y entonces, a través de las brumas más arriba, escuchó la voz de Barzai que gritaba locamente de gozo:

—¡He escuchado a los dioses! ¡He escuchado a los dioses de la tierra cantar felices en el Hatheg-Kla! ¡Barzai el profeta ahora conoce las voces de los dioses de la tierra! Las nieblas son ligeras y la luna brillante. Hoy veré a los dioses bailar frenéticos en el Hatheg-Kla que tanto amaron en su juventud. El conocimiento hace a Barzai aún más grandioso que los dioses de la tierra, y los hechizos y barreras de todos ellos no pueden nada contra mi osadía. Barzai observará a los dioses de la tierra, aunque ellos condenen ser observados por los hombres.

Atal no podía oír las voces que Barzai escuchaba, pero ahora estaba cerca de la cornisa y buscaba cómo pasar. Y entonces oyó aumentar la voz de Barzai de forma más sonora y ensordecedora:

—La niebla es muy ligera y la luna arroja sombras sobre las pendientes. Las voces de los dioses de la tierra son violentas y enojadas, temen la llegada de Barzai el Sabio, porque es más grande que ellos… La luz de la luna oscila y los dioses de la tierra danzan frente a ella. Veré sus formas danzar, saltar y bramar a la luz de la luna… La luz se debilita, los dioses tienen miedo…

Mientras Barzai gritaba estas cosas, Atal notó un cambio sombrío en todo el aire, como si las leyes de la tierra le dieran paso a otras leyes superiores, porque aunque el sendero era más pronunciado que nunca, el ascenso se había vuelto sospechosamente fácil y la cornisa apenas fue un freno cuando llegó a ella y avanzó peligrosamente por su cara convexa. La luminosidad de la luna se había apagado extrañamente y mientras Atal se adelantaba en la niebla monte arriba, escuchó a Barzai el Sabio vociferar entre las sombras:

—La luna está negra y los dioses danzan en la noche, hay pavor en la noche y hay pavor en el cielo, pues la luna ha sufrido un eclipse que ni los textos humanos ni los dioses de la tierra han sido capaces de anunciar… Hay una magia irreconocible en el Hatheg-Kla, pues los alaridos de los dioses espantados se han transformado en risas, y las pendientes de hielo suben infinitamente hacia los cielos sombríos en los que ahora me sumerjo… ¡Eh! ¡Eh! ¡Al fin! ¡En la frágil luz, he descubierto a los dioses de la tierra!

Y entonces Atal, desplazándose con acelerada rapidez monte arriba por sorprendentes pendientes, escuchó en la oscuridad una risa repulsiva, fusionada con gritos que ningún hombre puede haber escuchado salvo en el Fleguetonte de incontables pesadillas, un grito en el que tembló el horror y la angustia de una vida turbulenta resumida en un atroz instante.

—¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! ¡Los dioses de los infiernos externos que protegen a los débiles dioses de la tierra!… ¡Aparta la mirada!… ¡Atrás!… ¡No mires! ¡No mires! La venganza de los precipicios infinitos… Ese maldito, ese condenado abismo… ¡Compasivos dioses de la tierra, estoy cayendo al cielo!

Y mientras Atal cerraba los ojos, se tapaba los oídos y trataba de descender combatiendo contra la descomunal fuerza que lo atraía hacia desconocidas alturas, siguió sonando en el Hatheg-Kla la terrible descarga de los truenos que sacudieron a los pacíficos campesinos de las llanuras y a los honrados habitantes de Hatheg, de Nir y de Ulthar, haciéndoles pararse para observar, a través de las nubes, aquel raro eclipse que ningún libro había profetizado jamás. Y cuando al fin surgió la luna, Atal estaba a salvo en las nieves bajas de la montaña, alejado de la vista de los dioses de la tierra y de los otros dioses también.

Ahora se dice en los antiguos Manuscritos Pnakóticos que la vez que Sansu escaló el Hatheg-Kla en la juventud del mundo, no conoció otra cosa que rocas mudas y hielo. Sin embargo, cuando los hombres de Ulthar y de Nir y de Hatheg contuvieron sus temores y escalaron ese día esa cúspide encantada en busca de Barzai el Sabio, hallaron inscrito en la roca desnuda de la cima un símbolo extraño y ciclópeo de cincuenta codos de ancho, como si la roca hubiese sido tallada por un colosal cincel. Y el símbolo era muy parecido al que los sabios encontraron en esas aterradoras partes de los Manuscritos Pnakóticos, tan antiguos que no se pueden leer. Eso fue lo que hallaron.

Nunca lograron encontrar a Barzai el Sabio, tampoco lograron convencer al santo sacerdote Atal para que orase por la paz de su alma. Y aún hoy los habitantes de Ulthar y de Nir y de Hatheg tienen miedo de los eclipses y oran por la noche cuando los leves vapores cubren la cumbre de la montaña y la luna. Y por encima de las nieblas de Hatheg-Kla los dioses de la tierra a veces danzan con nostalgia, porque saben que no corren peligro y les encanta visitar la desconocida Kadath en sus naves de nube para jugar como antes, como hacían cuando la tierra era nueva y los hombres no trepaban las montañas inaccesibles.

The Other Gods: escrito en 1921 y publicado en 1933.

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