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El Árbol22

“Fata viam invenient.”

En Arcadia, en una verde ladera del monte Ménalo, se encuentra un olivar muy cerca de las ruinas de una villa. Al lado se halla una tumba, antiguamente embellecida con las más hermosas esculturas, pero ahora está sumergida en la misma decadencia que la vivienda. A un extremo de la tumba, crece un olivo antinaturalmente grande y de forma particularmente desagradable, con sus características raíces desplazando los bloques de mármol pentélico vejados por el tiempo. Tanto se parece a la figura de un hombre deforme, o de un cadáver retorcido por la muerte, que los lugareños temen pasar cerca de allí en esas noches que la luna brilla lánguidamente a través de sus retorcidas ramas.

El monte Ménalo es uno de los parajes favoritos del temible Pan, el de el enjambre de raros compañeros, y los sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna aterradora relación con estos bárbaros silenos, pero un anciano ovejero que habita en una cabaña cercana me narró una historia diferente.

Hace muchos años, cuando la villa de la ladera era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La hermosura de su obra era alabada desde Lidia hasta Neápolis, y nadie se atrevía a pensar que la habilidad de uno sobrepasara al otro. El Hermes de Calos se levantaba en un marmóreo templo de Corinto y la Palas de Musides completaba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y a Musides, y se sorprendían de que ninguna sombra de envidia artística desalentara el calor de su fraternal amistad.

Pero aunque Calos y Musides convivían en perfecta armonía, sus maneras de ser no eran iguales. Mientras que Musides disfrutaba las noches entre los placeres citadinos de Tegea, Calos prefería permanecer en casa, descansando fuera de la vista de sus esclavos bajo el fresco abrigo del olivar. Allí meditaba sobre las imágenes que colmaban su mente y allí ideaba las formas de belleza que luego inmortalizaría en mármol casi vivo. Por supuesto, los ociosos decían que Calos se comunicaba con los espíritus de la arboleda, y que sus estatuas no eran más que las imágenes de las dríadas y los faunos con los que se relacionaba, ya que nunca realizaba sus trabajos a partir de modelos vivos.

Tan famosos eran Calos y Musides que nadie se sorprendió cuando el tirano de Siracusa despachó a sus mensajeros para hablarles sobre la valiosa estatua de Tycho que planeaba levantar en su ciudad. Habría de ser de gran tamaño y belleza sin par, ya que la estatua habría de servir de maravilla a las naciones y convertirse en un destino para los viajeros. Honrado, más allá de cualquier pensamiento, sería aquel cuyo trabajo fuese escogido y Calos y Musides estaban invitados a disputar tal distinción. Era de sobra conocido su amor fraterno, y el astuto tirano presumía que, en vez de ocultarse sus obras, se prestarían mutua ayuda y consejo, así que producirían dos imágenes de belleza extraordinaria, cuya belleza eclipsaría inclusive los sueños de los poetas.

Los escultores aceptaron encantados el encargo del tirano, así que los días que siguieron los esclavos podían escuchar el permanente golpeteo de los cinceles. Calos y Musides no se ocultaron sus trabajos, aun cuando mantuvieron su visión solo para ellos dos. A excepción de los suyos, ningún ojo pudo observar las dos divinas figuras liberadas a través de los expertos golpes en la bruta piedra que las aprisionaban desde los principios del mundo.

Al igual que antes, Musides frecuentaba de noche los salones de banquetes de Tegea, mientras Calos paseaba a solas por el olivar. Pero, mientras pasaba el tiempo, la gente notó cierta falta de alegría en el antes brillante Musides. Comentaban entre sí, que era muy raro que ese desánimo hubiera hecho presa a quien tenía tantas oportunidades de lograr los más altos honores artísticos. Siguieron pasando los meses, pero en el rostro apagado de Musides se percibía una afanosa tensión que debía estar provocada por la situación.

Entonces, un día, Musides habló sobre la enfermedad de Calos. Después de eso, nadie volvió a asombrarse ante su tristeza ya que el afecto entre los dos escultores era ampliamente conocido como un afecto profundo y sagrado. Por tanto, muchos fueron a visitar a Calos, notando en efecto la palidez de su rostro, aunque se notaba en él una serena felicidad que hacía su mirada más brillante que la de Musides quien se hallaba visiblemente sumergido en la ansiedad, y que retiraba a los esclavos en su deseo por cuidar y alimentar a su amigo con sus propias manos. Mientras, las dos figuras inacabadas de Tycho se encontraban ocultas tras pesados cortinajes, apenas tocadas últimamente por el convaleciente y por su fiel enfermero.

Mientras, inexplicablemente, empeoraba más y más a pesar de las atenciones de los turbados médicos y las de su inquebrantable amigo, Calos con frecuencia solicitaba que le trasladaran a su tan amada arboleda. Allí solicitaba que lo dejasen solo, ya que deseaba dialogar con seres invisibles. Musides complacía invariablemente sus deseos, aunque con lágrimas en los ojos al creer que Calos prestaba más atención a faunos y dríadas que a él. Poco tiempo después, el fin estuvo cerca y Calos mencionaba cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió una sepultura aún más hermosa que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidió que no hablara más sobre glorias de mármol. Solamente un deseo se amparaba en el pensamiento del moribundo, que unas ramitas de ciertos olivos de la arboleda fueran enterradas en su sepultura y colocadas junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas en la oscuridad del olivar, Calos murió.

Hermoso más allá de cualquier narración resultaba el sepulcro de mármol que el desconsolado Musides cinceló para su bien amado amigo. Nadie sino el mismo Calos hubiera podido hacer aquellos bajorrelieves, donde se mostraban los esplendores del Eliseo. Tampoco olvidó Musides enterrar junto a la cabeza de Calos las ramas de olivo de la arboleda.

Cuando los primeros tormentos de la tristeza cedieron ante la resignación, Musides trabajó con ahínco en su figura de Tycho. Ahora le pertenecía todo el honor, ya que el tirano no deseaba sino su obra o la de Calos. Dio cauce a sus emociones a través del esfuerzo y trabajaba más duro cada día, absteniéndose de los placeres que una vez disfrutara. Mientras, sus tardes transcurrían junto a la tumba de su amigo, donde un joven olivo había brotado cerca de la cabeza del difunto. El crecimiento de este árbol fue tan rápido, y su forma era tan inaudita, que quienes lo contemplaban se desataban en exclamaciones de sorpresa, y Musides parecía descubrirse fascinado y repelido por él al mismo tiempo.

Tres años después de la muerte de Calos, Musides envió un mensajero al tirano, y se comentó en el ágora de Tegea que la gran estatua estaba terminada. Para entonces, el árbol de la tumba había alcanzado extraordinarias proporciones y sobrepasaba al resto de los de su clase, desarrollando una rama particularmente pesada sobre el lugar en el que Musides trabajaba. Mientras, muchos visitantes acudían a observar el prodigioso árbol tanto como para admirar el arte del escultor, razón esta por la que Musides casi nunca se hallaba solo. Pero a él no le interesaba esa cantidad de invitados, más bien parecía tener miedo de quedarse a solas ahora que había terminado su absorbente trabajo. El suave viento de la montaña susurrando a través del olivar y el árbol de la tumba, recordaba de forma extraña ciertos rumores vagamente pronunciados.

El cielo había oscurecido la tarde en que llegaron a Tegea los emisarios del tirano. Era sabido de sobra que llegaban para hacerse cargo de la gran escultura de Tycho y para brindar imperecederos honores a Musides, por los que los próxenos les dedicaron un recibimiento sumamente caluroso. Ya, al caer la noche, sobre la cima del Menalo se desató una violenta ventisca, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder reposar a gusto en la ciudad. Hablaron sobre su ilustrado tirano y del esplendor de su ciudad, regocijándose en la gloria de la estatua que Musides había cincelado para él. Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la humanidad de Musides y de su honda tristeza por la pérdida de su amigo, así como de que ni las inminentes recompensas del arte lograrían animarlo ante la ausencia del Calos que podría haberlas disfrutado en su lugar. También mencionaron el árbol que crecía en la tumba junto a la cabeza de Calos. El viento comenzó a aullar aún más pavorosamente y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus plegarias a Eolo.

Al día siguiente, los próxenos condujeron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había ejecutado extrañas proezas. Los gritos de los esclavos se alzaban en una terrible escena de desolación, los patios humildes y las tapias lucían solitarios y estremecidos, y en el olivar ya no se levantaban las brillantes columnas de aquel amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Sobre la suntuosa galería mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del insólito árbol nuevo, reduciendo absolutamente a un montón de ruinas espantosas, aquel poema de mármol.

Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catástrofe causada por el grande y siniestro árbol cuyo talante resultaba tan inexplicablemente humano y cuyas raíces alcanzaban de manera tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y su vértigo aumentaron al buscar entre el derribado aposento, ya que no pudo hallarse resto alguno del noble Musides ni de su imagen maravillosamente cincelada de Tycho. Entre aquellas espantosas ruinas no moraba sino el caos y los representantes de ambas ciudades se vieron desilusionados. Los siracusanos porque no tuvieron estatua para trasladar a casa y los tegeanos porque ya no tenían un artista al que conceder los laureles.

Sin embargo, los siracusanos lograron obtener una espléndida estatua para Atenas y los tegeanos se consolaron levantando en el ágora un templo de mármol para evocar los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.

Pero el olivar sigue allí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano ovejero me contó que a veces en las noches ventosas las ramas murmuran entre sí, diciéndose una y otra vez, “¡yo sé! ¡yo sé! ¡yo sé!”

The Tree: escrito en 1920 y publicado en 1921.

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