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La maldición que cayó sobre Sarnath14

Hace diez mil años la poderosa ciudad de Sarnath se alzaba en las orillas un inmenso lago de serenas aguas que no es alimentado por ningún río y que tampoco alimenta río alguno. El lago existe en el territorio de Mnar, pero hoy no hay nada en ese lugar.

Antiguamente, cuando el mundo era joven y ni siquiera los hombres de Sarnath habían llegado a la tierra de Mnar, se dice que a la orilla de aquel lago existía otra ciudad: la ciudad de Ib, tan antigua como el propio lago, construida en piedra gris y habitada por seres que no eran muy agradables de apariencia.

Eran seres extraños y deformes, como pueden ser los seres que pertenecen a un mundo apenas esbozado o que apenas se empieza a modelar torpemente. En Kadatheron, está escrito en los cilindros de arcilla que los habitantes de Ib eran, por su color, tan verdes como el lago y las nieblas que de él se forman, que poseían ojos abultados, labios gruesos y blandos, orejas muy extrañas y que no tenían voz. También está escrito que venían de la luna, de la que bajaron una noche a bordo de una gran nube junto a la ciudad de Ib construida en piedra gris y junto al inmenso lago de serenas aguas. Se sabe, que adoraban a un ídolo tallado en piedra color verdemar que era la representación de Bokrug, el gran reptil acuático, ante el cual celebraban unas espantosas danzas cuando la luna creciente mostraba su doble cuerno. Y en el papiro de Ilarnek está escrito que un día descubrieron el fuego y que desde entonces prendían hogueras para darle mayor esplendor a sus ceremonias. Pero no es mucho lo que hay escrito sobre estos extraños seres pues vivieron en épocas muy antiguas y el hombre es un ser joven y sabe muy poco de quienes vivieron en los tiempos originarios.

Transcurridos muchos miles y miles de años, de miles de eras incontables, el hombre llegó a la tierra de Mnar. Tenía la tez oscura y formaron pueblos de pastores que llegaron con sus ganados y fundaron en las riberas del tortuoso río Ai: Thraa, Ilarnek y Kadatheron. Algunas tribus más osadas que otras, llegaron hasta las orillas del lago y construyeron Sarnath en un lugar donde la tierra estaba abarrotada de metales preciosos. Estas tribus nómadas colocaron las primeras piedras de Sarnath no muy lejos de Ib, la ciudad gris, maravillándose al ver a los extraños habitantes de ese lugar. Pero junto al asombro también surgió el rechazo, pues pensaron que no era deseable que seres con un aspecto tan extraño convivieran en el mundo de los hombres, sobre todo al anochecer. Tampoco les agradaron las raras figuras talladas en los grises monolitos de Ib, ya que no había quien pudiera decir cómo habían sobrevivido esas esculturas hasta la aparición del hombre. La única explicación era que la tierra de Mnar era como un remanso de paz y se encontraba muy alejada de las otras tierras, tanto de las tierras reales como de aquellas que pertenecían al País de los Sueños.

A medida que los hombres de Sarnath iban conociendo mejor a los seres de Ib iba creciendo su rechazo, y a ello contribuyó el descubrimiento de que estos seres eran débiles y de que sus cuerpos eran blandos al contacto de flechas y piedras. Así pues, un día, los jóvenes guerreros, los honderos, los lanceros y los arqueros de Sarnath marcharon sobre Ib y mataron a todos sus habitantes. Luego arrojaron sus extraños cuerpos al lago con ayuda de unas lanzas largas ya que prefirieron no tocarlos. Como también odiaban los grises monolitos esculpidos de Ib, también los arrojaron al lago, a pesar de sentirse maravillados ante el gran trabajo que habría costado mover las grandes piedras con las que estaban construidos. Sin duda estas procedían de regiones muy lejanas, pues en la tierra de Mnar y en los países cercanos no existía ningún tipo de piedra parecida.

Después de eso no quedó nada de la muy antigua ciudad de Ib salvo el ídolo tallado en piedra verdemar que representaba a Bokrug, el gran reptil acuático. Este fue llevado a Sarnath por los jóvenes guerreros como símbolo de su victoria sobre los pobladores de Ib y sus antiguos dioses, también como señal de hegemonía sobre toda la tierra de Mnar. Sin embargo, algo terrible debió suceder durante la noche del día en que Bokrug había sido instalado en el templo, ya que sobre el lago brillaron unas luces fantásticas y en la mañana todos notaron que el ídolo ya no estaba en el templo. El sumo sacerdote Taran-Ish estaba muerto, como fulminado por un terror infinito y antes de morir, el sacerdote trazó con mano insegura el signo de MALDICIÓN sobre el altar de crisolita. Después de Taran-Ish hubo en Sarnath muchos sumos sacerdotes y el ídolo de piedra no apareció nunca más. Así pasaron muchos siglos, durante los cuales Sarnath se convirtió en una ciudad fabulosamente próspera, al punto de que solo los sacerdotes y los muy ancianos recordaban la inscripción que Taran-Ish había trazado en el altar de crisolita. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek surgió una ruta de caravanas, y los metales preciosos de la tierra comenzaron a canjearse por otros metales, por exquisitas vestiduras, por joyas, por libros, por herramientas para los orfebres y por todos tipo de lujosos artificios que podían hallarse en los pueblos que poblaban las riberas del tortuoso río Ai y también más lejos. Y así creció Sarnath, poderosa, sabia y bella, y envió ejércitos invasores que sometieron a las ciudades vecinas y, por fin, en el trono de la ciudad se sentaron reyes que regían toda la tierra de Mnar y, también, muchos países adyacentes.

La magnífica Sarnath era una de las maravillas del mundo y un orgullo de la humanidad. Sus murallas estaban construidas con mármol pulido de las canteras del desierto, tenían una altura de trescientos codos y un ancho de setenta y cinco, por lo que por el camino de ronda podían transitar dos carretas al mismo tiempo.

La longitud de la ciudad era el equivalente a quinientos estadios y rodeaba la ciudad excepto en el área del lago, donde se encontraba un dique de piedra gris contra el que chocaban unas extrañas olas que se alzaban durante la ceremonia que conmemoraba la destrucción de la ciudad de Ib una vez al año. Sarnath tenía cincuenta calles que iban del lago a las puertas de las caravanas, y cincuenta más que iban en dirección perpendicular a las primeras. Todas estaban pavimentadas de ónice, con excepción de aquellas que eran vía de paso para caballos, camellos y elefantes. Estas últimas estaban empedradas con losas de granito y la ciudad tenía tantas puertas como calles que llegaban hasta las murallas. Todas eran de bronce y estaban protegidas por leones y elefantes tallados en una piedra que los hombres de hoy desconocen. Las casas eran de calcedonia y de ladrillo vidriado, todas tenían un hermoso jardín amurallado, además de un cristalino estanque. Estaban construidas muy artísticamente y ninguna otra ciudad tenía casas como esas. Los viajeros que llegaban de Thraa y de Ilarnek y de Kadatheron se maravillaban al contemplar las resplandecientes cúpulas que las cubrían. Pero los palacios, templos y jardines construidos por el antiguo rey Zokkar eran aún más maravillosos. Había muchos palacios, el último era más grande que cualquiera de los que se habían construido en Thraa, Ilarnek o Kadatheron. Sus techos eran tan altos que, a veces, los visitantes se imaginaban que estaban bajo la bóveda del mismo cielo, sin embargo, cuando las lámparas alimentadas con aceites de Dother se encendían, las paredes mostraban inmensas pinturas que representaban grandes ejércitos y reyes con tanto esplendor que quien las observaba sentía un gran asombro y un gran pavor al mismo tiempo. Los palacios poseían muchos pilares, todos eran de mármol veteado y estaban cubiertos de bajorrelieves de una belleza insuperable. En la mayor parte de los palacios, los suelos eran mosaicos realizados con berilio, lapislázuli, sardónice, carbunclo e infinidad de piedras preciosas, dispuestas con tanta belleza que el visitante podía creer que caminaba sobre macizos de flores exóticas. También había fuentes que arrojaban agua perfumada con surtidores instalados con sorprendente habilidad.

Pero aún más sorprendente que los demás era el palacio de los Reyes de Mnar y los países adyacentes. Su trono reposaba sobre dos leones de oro macizo y estaba colocado a tal altura que, para llegar a él, era necesario subir una escalera con muchos peldaños. El trono estaba tallado en una sola pieza de marfil y no existe ningún hombre que sea capaz de explicar de dónde surgió una pieza de tal tamaño. En ese palacio existían también muchos espacios y anfiteatros donde leones, hombres y elefantes combatían para divertimento de los reyes. A veces, mediante poderosos acueductos, los anfiteatros eran inundados con aguas del lago y allí se celebraban competencias acuáticas o combates entre nadadores y mortíferas bestias del mar.

Los diecisiete templos de Sarnath eran altivos y asombrosos. Estaban construidos en forma de torre con piedras brillantes y policromías desconocidas en otras regiones. El mayor de todos, donde vivía el sumo sacerdote, media mil codos de altura y estaba rodeado por tanta riqueza que apenas era superado por el palacio del propio rey. En la planta baja había salas tan amplias y espléndidas como las de los palacios. En esas salas se agolpaban las muchedumbres que venían a adorar a los dioses principales de Sarnath: Zo-Kalar, Tamash y Lobon, cuyos altares envueltos en nubes de incienso eran iguales a los tronos de los reyes. Sus imágenes tampoco eran como las de otros dioses. La apariencia de Zo-Kalar, de Tamash y de Lobon era tan real que cualquiera habría jurado que eran los propios dioses augustos, que con sus largas barbas en el rostro estaban sentados en los tronos de marfil. A la cámara más alta, de la torre más alta, se llegaba por unas infinitas escaleras de circonio y desde allí, durante el día, los sacerdotes contemplaban la ciudad, las llanuras y el lago que se extendía a sus pies y, durante noche, observaban la enigmática luna, los planetas y las estrellas, todos llenos de significado, así como sus reflejos en el lago. En ese lugar se celebraba un rito arcaico y misterioso, en execración de Bokrug, el gran reptil acuático, y también se guardaba el altar de crisolita que llevaba escrito el signo de Maldición que había trazado Taran-Ish.

Igualmente maravillosos eran los jardines sembrados por el antiquísimo rey Zokkar. Estos se encontraban situados en el centro de Sarnath y ocupaban una gran extensión de terreno. Rodeados por una gran muralla, los jardines se hallaban cubiertos por una inmensa cúpula de cristal a través de la cual, cuando el tiempo era claro, brillaban el sol, la luna y los planetas y de la cual pendían brillantes imágenes del sol, la luna, las estrellas y los planetas cuando no hacia buen tiempo. Durante el verano, los jardines se mantenían frescos mediante una brisa perfumada que era producida por inmensas aspas concebidas muy ingeniosamente, y en invierno, eran temperados por medio de fuegos ocultos, de esa manera en esos jardines era siempre primavera. Los abundantes riachuelos de lecho pedregoso y brillante eran cruzados por infinidad de puentes y corrían entre prados verdes y macizos multicolores. También había muchas cascadas que allí interrumpían su plácido curso y muchos estanques rodeados de lirios en que sus aguas reposaban. Sobre la superficie de aquellos arroyos y remansos se deslizaban hermosos cisnes blancos, mientras exóticas aves cantaban en armonía con la música del agua. Adornadas aquí y allá con rotondas y emparrados cubiertos de flores, las orillas se elevaban formando terrazas geométricas con bancos y sillas de pórfido y mármol. También había gran cantidad de templetes y santuarios para descansar y donde rezar a los dioses menores.

Cada año se celebraba en Sarnath una fiesta durante la cual abundaban el vino, las canciones, las danzas y los juegos de todas clases para conmemorar la destrucción de Ib. Se rendían también honores a las sombras de los que habían aniquilado a los extraños seres fundamentales. Por otra parte, el recuerdo de aquellos seres y de sus dioses arcaicos se convertía en objeto de burla por parte de danzantes y músicos que se coronaban con rosas de los jardines de Zokkar. Así, los reyes se paraban frente a las aguas del lago y maldecían la osamenta de aquellos que muertos se encontraban bajo su superficie.

Más allá de todo lo que pueda imaginarse fue la magnífica fiesta con que se celebraron los mil años de la destrucción de Ib. En la tierra de Mnar se habló de ella por más de diez años, y cuando se aproximó la fecha llegaron a la ciudad de Sarnath, en el lomo de caballos, camellos y elefantes, los hombres de Thraa, de Ilarnek, de Kadatheron, de todas las ciudades de Mnar y de los países que se extendían más allá de sus fronteras. Frente a las grandes murallas de mármol, la noche señalada se alzaron ricos pabellones de príncipes y también tiendas de viajeros. En el salón de banquetes, el rey Nargis-Hei se embriagaba con antiguos vinos procedentes del saqueo de las bodegas de Pnoth. A su alrededor los nobles comían y bebían y los esclavos trabajaban sin parar. En aquel banquete se consumieron manjares exóticos y delicados: pavos reales de las lejanas colinas de Implan, talones de camello del desierto de Bnaz, nueces y especias de Sydathria y perlas de Mtal disueltas en vinagre de Thraa. Hubo un número incontable de salsas y manjares, preparados por los más sutiles cocineros de todo Mnar para satisfacer el paladar de los invitados más exigentes. Sin embargo, de todos los manjares, los más preciados eran los inmensos peces del lago que se servían en bandejas de oro incrustadas con rubíes y diamantes.

Mientras el rey y los nobles celebraban el banquete dentro del palacio, y contemplaban con impaciencia el manjar principal que aún les aguardaba servido ya en las bandejas de oro, otros comían y festejaban fuera de él. En la torre más alta del gran templo, los sacerdotes celebraban la fiesta con alborozo y los príncipes de las tierras vecinas reían y cantaban en los pabellones que se encontraban fuera del recinto amurallado de la ciudad.

El primero en observar las sombras que bajaban al lago desde el doble cuerno de la luna creciente fue el sumo sacerdote Gnai-Kah, así como las terribles nieblas verdes que al encuentro de las sombras se alzaban del lago. Estas envolvieron en terroríficas brumas las torres y cúpulas de Sarnath, cuyo destino ya había sido señalado. Más tarde, quienes se encontraban en las torres y afuera del recinto amurallado observaron luces muy extrañas en el agua y vieron que Akurión, la inmensa roca gris que se alzaba en la orilla a gran altura sobre ellas, estaba casi sumergida. Y el miedo, rápido aunque vago, comenzó a extenderse de tal manera que los príncipes de Ilarnek y de la lejana Rokol desmontaron y plegaron sus tiendas, huyendo veloces sin apenas saber la razón.

Ya cerca de la medianoche, todas las puertas de bronce de Sarnath se abrieron de golpe y por ellas corría una multitud enloquecida que se extendió por la llanura como una gran ola negra, con tal fuerza que todos los visitantes, príncipes o viajeros, huyeron despavoridos. En los rostros de la muchedumbre se notaba la locura nacida de un desmedido horror y sus bocas articulaban palabras tan terribles que ninguno de quienes escucharon semejantes cosas quiso comprobar sin eran verdad. Algunos hombres que tenían la mirada alucinada producto del pánico gritaban a los cuatro vientos lo que habían visto a través de los ventanales del salón de banquetes del rey, donde ya no se hallaban Nargis-Hei ni sus nobles, ni sus esclavos, sino una turba de criaturas verdes indescriptibles, que tenían ojos protuberantes, labios fláccidos, extrañas orejas y carentes de voz. Que estos horribles seres danzaban con espantosas contorsiones, sosteniendo en sus garras las bandejas de oro y pedrería de las que se brotaban llamas de un fuego nunca visto. En su huida de la ciudad maldita de Sarnath, los príncipes y viajeros que iban a lomos de caballos, camellos y elefantes volvieron la mirada hacia atrás y vieron como el lago continuaba engendrando nieblas, y que Akurión, la gran roca gris, estaba casi sumergida.

A través de toda la tierra de Mnar y de los países adyacentes se extendieron los relatos de quienes habían logrado huir de la ciudad de Sarnath. Las caravanas nunca más orientaron su rumbo hacia la ciudad maldita, ni tampoco desearon más sus metales preciosos. Transcurrió mucho tiempo antes de que algún viajero se dirigiese hacia allá y aún en ese momento solo se atrevieron a ir los jóvenes de cabellos rubios y ojos azules más valerosos y aventureros, que no tenían parentesco alguno con los pueblos de Mnar. Es verdad que estos hombres llegaron hasta el lago impulsados por el deseo de conocer la ciudad de Sarnath, pero aunque lograron ver el inmenso lago de aguas tranquilas y la gran Akurión, la roca que se elevaba en la orilla a gran altura sobre ellas, no pudieron observar la que fue maravilla del mundo y orgullo de la humanidad. En el lugar donde antes se habían levantado inmensas murallas de trescientos codos de altura y torres aún más altas, ahora tan solo se extendían riberas pantanosas. Donde antiguamente habían vivido cincuenta millones de hombres, ahora tan solo se arrastraba el detestable reptil acuático. Ni siquiera quedaban las minas de metales preciosos. La MALDICIÓN había caído sobre Sarnath.

Sin embargo, lograron observar un curioso ídolo de piedra verdemar semienterrado entre los juncos, era el antiquísimo ídolo que representaba al gran reptil acuático, Bokrug. Tiempo después, este ídolo fue transportado al gran templo de Ilarnek y fue adorado en toda la tierra de Mnar el día que el doble cuerno de la luna creciente asoma en el cielo.

The Doom that Came to Sarnath: escrito en 1919 y publicado en 1920.

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