Читать книгу En la oscuridad - Ian Rankin - Страница 10
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Оглавление—¿Quién te has creído que eres?
—¿Qué?
—Ya me has oído —dijo Jayne Lister lanzándole a su marido un almohadón a la cabeza—. Desde anoche están ahí los platos —añadió señalando la cocina con un gesto— y dijiste que los fregarías.
—¡Voy a fregarlos!
—¿Cuándo?
—Hoy es domingo, día de descanso —replicó él risueño para que no le amargase el día.
—Para ti toda la semana es día de descanso. ¿A qué hora volviste anoche?
Trató de ver qué había en la televisión, ante la cual se había situado ella; era un programa matinal infantil y la presentadora estaba buenísima. Él le había hablado a Nic de su mujer. Ahí estaba, hablando por teléfono y esgrimiendo una tarjeta. No quería ni pensar en lo que sería despertar una mañana con aquello al lado en la cama.
—Mueve el culo —dijo a su esposa.
—Me lo has quitado de la boca —replicó ella volviéndose a apagar el aparato, pero Jerry saltó del sofá con una rapidez inaudita, encantado de ver su cara de asombro y cierto temor. La apartó a un lado para pulsar el botón pero ella le agarró del pelo tirando hacia atrás.
—Te pasas el día con ese Nic Hughes —gritó—. ¡A ver si te crees que puedes entrar y salir a tu antojo, cerdo!
Él la cogió con fuerza de la muñeca.
—¡Suelta! ¿Crees que voy a seguir aguantándote? —añadió como si no sintiera dolor, pero él apretó más, retorciendo la muñeca y ella tiró aún más del pelo.
Sentía como si le ardiera el cuero cabelludo y echó hacia atrás la cabeza, alcanzándola encima de la nariz. Jayne dio un grito y le soltó al tiempo que él, dando media vuelta, la empujó con fuerza tirándola al sofá. En su caída Jayne dio con el pie en la mesita y la volcó; al suelo fueron a parar el cenicero, las latas de cerveza vacías y el periódico del sábado. En el techo se oyeron unos golpes de los vecinos de arriba que volvían a quejarse. Jerry vio que a ella se le ponía rojo el punto de la frente en el que había recibido el golpe. Dios, le había provocado dolor de cabeza; como si no tuviera bastante con la resaca.
Había hecho sus cálculos por la mañana: ocho cañas y dos chupitos, a juzgar por la poca calderilla que le quedaba. El taxi habían sido seis libras. La cena la pagó Nic; un cordero al curry estupendo. Nic quería ir de clubes pero él le dijo que no tenía ganas.
«¿Y si tengo ganas yo?», le había replicado Nic.
Pero después de la cena no parecía tan decidido, así que estuvieron en dos o tres bares y luego él tomó un taxi mientras Nic regresaba a pie. Era lo bueno de vivir en el centro, porque allí en la chimbamba el transporte era un problema. En los autobuses no se podía confiar y él nunca recordaba el horario, aparte de que a los taxistas había que engañarles diciendo que iba a Gatehill y allí, o te bajabas y cruzabas por las canchas de juego, o les convencías para que siguieran seiscientos metros más hasta Garibaldi Estate, donde en cierta ocasión le habían atracado al cruzar por el campo de fútbol; iban cuatro o cinco y él estaba demasiado borracho para hacerles frente. Desde entonces siempre tenía que discutir con el taxista para que le llevara.
—Eres un hijo de puta —comentó Jayne restregándose la frente.
—Fuiste tú quien empezó. Yo estaba tumbado con un dolor de cabeza tremendo. Podías haber esperado unas horas... —dijo con voz más tranquila—. Iba a fregar, te lo juro. Simplemente necesitaba antes un poco de tranquilidad —añadió abriéndole los brazos.
La verdad era que el forcejeo le había puesto cachondo. Quizá tuviera razón Nic cuando decía que sexo y violencia eran uno y lo mismo.
Pero Jayne se puso en pie de pronto como si le leyera el pensamiento.
—Ni hablar —añadió saliendo a toda prisa del cuarto.
Qué mal carácter..., siempre se picaba. Tal vez Nic tuviese razón, quizá él podría poner algo de su parte. Pero a Nic con su buen empleo, sus trajes y su buen piso, también Catriona le había dejado. Lanzó un bufido: «¡Le había dejado por uno que conoció en una noche de club de solteros! ¡Una mujer casada y se va con el primero que conoce en una discoteca!». Qué cruel era la vida; y aún gracias, porque habría podido ser peor. Volvió a poner la tele y a tumbarse en el sofá. En el suelo estaba la lata de cerveza sin empezar. La cogió. Ahora ponían dibujos animados, aunque no importaba, a él le gustaban. No tenían hijos, pero mejor; él era un poco infantil en su fuero interno. Los vecinos de arriba, los de los golpes, tenían tres... ¡y aún tenían el morro de decir que ellos hacían ruido!
Vio en el suelo la carta del ayuntamiento que había caído al volcarse la mesa. Nos han llegado quejas... para solventar el problema con los vecinos... etcétera. ¿Tenía él la culpa de que hicieran las paredes tan finas que no podía ni clavarse un taco? Cuando los gilipollas de arriba iban a por su cuarto retoño era como estar con ellos en la cama. Una noche al terminar el asalto él les dedicó un aplauso y no dijeron ni pío, señal de que lo oyeron.
Se preguntó si era quizá precisamente por miedo a que les oyeran que Jayne no quería nada de sexo. Cualquier día se lo pediría; o la obligaría si se negaba, haciéndola llorar un buen rato para que lo oyeran los de arriba y les diera que pensar. Aquella pequeñita de la tele seguro que era chillona y habría que taparle la boca con la mano; con cuidado, eso sí, para dejarla respirar.
Como decía Nic, eso era imprescindible.
—¿Así que te gusta el fútbol?
Derek Linford había anotado el número de teléfono de Siobhan en el Marina y el sábado le dejó un mensaje en el contestador preguntándole si le apetecía salir a pasear el domingo. Caminaban por el jardín botánico una tarde espléndida; estaban rodeados de parejas, paseando como ellos, aunque no hablaban de fútbol.
—Casi todos los sábados voy al partido —dijo Siobhan.
—Yo creía que en invierno se hacía una especie de pausa —añadió él como para demostrar que estaba enterado.
—Sólo durante la liga de campeones —contestó ella sonriendo por el esfuerzo de Linford—. La temporada pasada el Hibs bajó a primera.
—Ah, sí —dijo él. Llegaron a la altura de un letrero—. Si tienes frío podemos entrar en el invernadero tropical.
Ella negó con la cabeza.
—Estoy bien. Los domingos no hago casi nada.
—¿No?
—A veces voy a un mercadillo, pero lo normal es que no salga.
—Entonces, ¿no tienes novio? —ella no respondió—. Perdona que te lo pregunte.
—No es ningún pecado —replicó ella encogiéndose de hombros.
—¿Cómo quieres que con nuestra profesión conozcamos gente?
—¿Por eso te apuntaste al club de solteros? —preguntó ella mirándole.
—Supongo —respondió él enrojeciendo.
—No te preocupes, no voy a contárselo a nadie.
—Gracias —contestó él con un esbozo de sonrisa.
—De todos modos, tienes razón —prosiguió ella—. ¿Cuándo vamos nosotros a conocer gente? Aparte, claro, de los demás polis.
—Y de los malhechores.
Por el modo de decirlo Siobhan sospechó que no debía de haber conocido a muchos «malhechores», pero asintió con la cabeza.
—Debe de estar abierta la cafetería —dijo él—. Si quieres...
—Tomaré un té y un bollo —dijo ella cogiéndole del brazo—. Una perfecta tarde de domingo.
Pero en la mesa de al lado había un matrimonio con niño hiperactivo y un bebé en cochecito que berreaba. Linford se volvió con el entrecejo fruncido hacia él como si la criatura fuese a portarse bien a la vista de su autoridad.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó él volviéndose hacia Siobhan.
—Nada —dijo ella.
—Algo será —insistió él comenzando a atacar el café a cucharadas.
Ella bajó la voz para que no les oyeran.
—Sólo me preguntaba si ibas a detenerlo.
—Pues no sería mala idea —replicó él con cara de decirlo en serio.
Pasaron un par de minutos en silencio, después Linford se arrancó a hablar de Fettes, hasta que ella aprovechó una pausa para preguntarle:
—Y fuera del trabajo ¿qué haces?
—Bueno, siempre tengo mucho que leer; libros de texto y revistas. No estoy ocioso.
—Fascinante.
—Es que la mayoría de la gente... —no concluyó la frase y la miró—. Lo decías en plan irónico, ¿no?
Ella asintió con la cabeza sonriendo; él carraspeó y volvió a entretenerse con la cuchara.
—Cambiemos de tema —dijo al fin—. ¿Cómo es John Rebus? Tú eres compañera suya en Saint Leonard, ¿verdad?
Iba a contestarle que aquello no era exactamente cambiar de tema, pero hizo un gesto afirmativo.
—¿Por qué lo preguntas?
Él se encogió de hombros.
—Porque no parece que se tome en serio lo del comité.
—Es posible que prefiera hacer otras cosas.
—Por lo que he visto de él, estar sentado en un bar fumando, seguramente. Tiene problemas con la bebida, ¿verdad?
—No —respondió ella con cara de palo mirándole a los ojos.
—Perdona —dijo él negando con la cabeza—, no debería haberte preguntado eso. Tú trabajas en su misma división y es lógico que le defiendas.
Ella contuvo una réplica mientras él dejaba ruidosamente la cucharita en el platillo.
—Soy idiota —dijo al tiempo que el bebé berreaba de nuevo—. Es que en este lugar... no puedo pensar como es debido —añadió mirándola—. ¿Nos vamos?