Читать книгу En la oscuridad - Ian Rankin - Страница 15

9

Оглавление

El martes Rebus volvió a Saint Leonard porque su jefe, el comisario Watson, quería hablar con él. Al llegar al despacho se encontró con que Derek Linford ya estaba allí sentado y con una taza de café aceitoso en la mano sin empezar.

—Sírvase café —dijo Watson.

Rebus alzó el vaso que llevaba en la mano.

—Tengo ya, señor —dijo.

Él procuraba entrar al despacho del jefe con un vaso de café empezado para no ofenderle rehusando su invitación.

Cuando estuvieron todos acomodados Watson fue directo al grano.

—Todo el mundo muestra interés por el caso: la prensa, el público y el gobierno...

—¿Por ese orden, señor? —preguntó Rebus.

—... lo que significa —continuó Watson sin hacerle caso— que voy a vigilarle más de lo habitual. John actúa a veces como un elefante en una cacharrería —añadió volviéndose hacia Linford—. Espero que usted le controle.

Linford sonrió.

—Siempre que el elefante se deje —dijo mirando a Rebus, que no decía nada.

—Los periodistas se relamen ya porque pueden relacionar el asunto del Parlamento con las elecciones y, a falta de otra cosa, tienen noticias —dijo Watson—. Dos noticias, en realidad —añadió alzando el pulgar y el índice—. Aunque no haya relación, ¿cierto?

—¿Entre Grieve y el esqueleto? —dijo Linford pensativo mirando a Rebus, que fijaba su atención en la raya de su pernera izquierda—. No creo, señor. A menos que a Grieve le asesinara un fantasma.

Watson esgrimió un dedo hacia Linford.

—Detrás de cosas así andan los periodistas. Las bromas aquí pueden pasar, pero fuera no. ¿Entendido?

—Sí, señor —respondió Linford convenientemente avergonzado.

—Bien, ¿qué es lo que tenemos?

—Hemos llevado a cabo los interrogatorios preliminares con la familia —contestó Rebus— y proseguirán. Ahora la gestión más inmediata es hablar con el representante político del difunto y después, quizá, con el Partido Laborista.

—¿No se le conocen enemigos?

—La viuda cree que no, señor —se apresuró a decir Linford, inclinándose en la silla por quitar protagonismo a Rebus—. Pero hay cosas que a veces las viudas ignoran.

Watson asintió con la cabeza. Rebus le veía más congestionado que rubicundo. Estaba a punto de jubilarse y ahora se le venía encima aquel caso.

—Hay que verificar amistades, relaciones profesionales...

Linford asentía a medida que Watson hablaba.

—Nos pondremos en contacto con todos.

—¿Qué resultados arrojó la autopsia?

—La muerte fue causada por un golpe en la base del cráneo que provocó una hemorragia instantánea; parece que murió en el acto, aunque a continuación le asestaron dos golpes más que causaron fracturas.

—¿Esos dos golpes fueron posmortem?

Linford miró a Rebus para que lo confirmara.

—En opinión del patólogo —dijo Rebus—. Le golpearon en la parte superior del cráneo y Grieve era bastante alto...

—Un metro ochenta y cinco —lo interrumpió Linford.

—... por lo que para asestarle unos golpes ahí, o el agresor era mucho más alto o estaba subido encima de algo.

—O Grieve había caído ya al suelo cuando los recibió —dijo Watson enjugándose la frente con un pañuelo—. Sí, creo que es lógico. ¿Cómo demonios entró allí?

—O saltó la valla —aventuró Linford— o alguien le dejó las llaves. Por la noche cierran las obras con candado porque hay material de valor.

—Hay un vigilante de seguridad —continuó Rebus— que afirma que estuvo toda la noche en la obra y efectuó la ronda habitual sin advertir nada extraño.

—¿A usted qué le parece?

—En mi opinión no debió de salir de la oficina; allí está caliente y tiene una radio y una tetera. Eso, o bien se marchó a casa.

—¿Puntualizó si miró en el cenador al hacer la ronda? —preguntó Watson.

—Dice que cree que sí —respondió Linford citando las palabras del hombre—: «Siempre enfoco la linterna al interior por si acaso. No hay ningún motivo para que esa noche no hiciera lo mismo».

Watson se inclinó y apoyó los codos en la mesa.

—¿A usted qué le parece? —preguntó mirando únicamente a Linford.

—Yo creo que debemos centrarnos en el móvil, señor. ¿Sería un encuentro casual? ¿Iría el futuro parlamentario a echar un vistazo a su futuro lugar de trabajo, tropezándose con alguien que le golpeó hasta la muerte? —dijo Linford asintiendo repetidamente con la cabeza y evitando mirar a Rebus, furioso porque era lo que él había comentado una hora antes casi con las mismas palabras.

—No sé —comentó Watson—. Supongamos que dentro había algún ladrón que al verse sorprendido por Grieve le golpeó.

—¿Y una vez en el suelo —interrumpió Rebus— le dio otros dos golpes?

Watson lanzó un gruñido en señal de asentimiento.

—¿Y el arma del crimen?

—Aún no ha aparecido —dijo Linford—. En la zona hay muchas obras y puede estar escondida en muchos sitios. Tenemos agentes buscándola.

—La empresa constructora está haciendo un inventario por si falta algo —añadió Rebus—. Si su teoría del ladrón es correcta, quizá ese recuento permita averiguar algo.

—Otra cosa, señor. Hay señales de rozaduras recientes en los zapatos y restos de polvo en la parte interna de las perneras del pantalón del difunto.

—¡Benditos forenses! —comentó Watson sonriendo—. ¿Qué puede significar eso?

—Que probablemente saltó la valla.

—Bien, en cualquier caso, no desestimen nada y escudriñen todos los indicios. Interroguen a todos los que tengan llave. A todos, ¿entendido?

—Muy bien, señor —dijo Linford.

Rebus se limitó a hacer una inclinación de cabeza aunque a él no le miró.

—¿Y nuestro amigo Mojama? —preguntó Watson.

—Ese caso lo indagan otros dos miembros del CCSPP, señor —dijo Rebus.

Watson lanzó otro gruñido y miró a Linford.

—¿Le pasa algo a su café, Derek? —preguntó.

—Nada, señor, es que no me gusta muy caliente —dijo Linford mirando la superficie del líquido.

—Bueno, pruebe ahora.

Linford se llevó el vaso a los labios y dio dos sorbos.

—Muy bueno, señor. Gracias.

Rebus ya no tuvo dudas: Linford llegaría muy lejos en el Cuerpo.

Cuando acabó la reunión, Rebus le dijo a su compañero que lo alcanzaría más tarde y volvió a llamar a la puerta del despacho de Watson.

—¿No habíamos terminado? —El Granjero revisaba unos papeles.

—Me marginan y eso no me gusta —dijo Rebus.

—Pues haga algo.

—¿Como, por ejemplo?

El Granjero alzó la vista.

—Quien lleva el caso es Derek. Tiene que aceptarlo —dijo tras una pausa—. Si no, pida un traslado.

—No quisiera perderme su jubilación, señor.

Watson dejó el bolígrafo.

—Mire, éste será seguramente mi último caso y considero que Linford está perfectamente capacitado.

—¿Es que no confía en mí, señor?

—Usted siempre hace las cosas a su manera, John. Ése es el problema.

—Todo lo que conoce Linford es su escritorio de Fettes y los culos que debe lamer.

—No es lo que piensa el ayudante del comisario —replicó Watson recostándose en el asiento—. ¿No será que tiene algo de envidia, John, porque es un inspector joven que está ascendiendo rápido...?

—Sí, claro, yo siempre ando a la caza del ascenso —dijo Rebus yendo hacia la puerta.

—John, esta vez trabaje en equipo. Si no, se verá marginado.

Rebus cerró la puerta sin escuchar el final de la frase. Linford le estaba esperando al fondo del pasillo con el móvil pegado a la oreja.

—Sí, señor, ahora mismo vamos —mientras escuchaba alzó una mano para indicarle a Rebus que en un minuto estaba con él, pero Rebus, sin hacerle caso, siguió a paso rápido hasta la escalera y mientras bajaba oyó la voz de Linford:

—Creo que se comportará, señor, pero en caso contrario...

Rebus le pidió al vigilante que se fuera, pero el hombre no se movió y les miró nervioso.

—Le digo que puede irse.

—¿Adónde? —replicó el vigilante con voz temblorosa—. Mi oficina es ésta.

Era cierto. Estaban los tres sentados en la caseta de entrada al solar del Parlamento. Había un grueso libro de registro en la mesa, que Linford estudiaba minuciosamente. Contenía los nombres de todas las visitas a la obra desde que los trabajos habían comenzado. Linford tenía a mano su bloc de notas, pero no había apuntado ni un solo nombre.

—Pensaba que querría irse a casa —dijo Rebus al vigilante—. ¿No tiene sueño?

—Ah, claro que sí —balbució el hombre.

Probablemente creía que podía perder el empleo. Era mala imagen para la empresa de seguridad que apareciese un muerto en las obras. Era un trabajo mal pagado que solía aceptar gente sin familia y desesperados. Al decirle Rebus que comprobarían sus antecedentes dado que en las empresas de seguridad había muchos ex presidiarios, el hombre reconoció que había pasado una temporada en la cárcel, calificada por él como «hotel de la cadena Windsor», pero juró que no había entregado ninguna llave y que no era cómplice de nadie.

—Ande, váyase —repitió Rebus. El hombre se marchó y él lanzó un profundo suspiro y estiró las vértebras—. ¿Encuentras algo?

—Ciertos nombres sospechosos —contestó Linford dando la vuelta al registro para que Rebus viera la página en que aparecían los de ellos dos al lado de los de Ellen Wylie, Grant Hood, Bobby Hogan y Joe Dickie, el grupo visitante de Queensberry House—. O, si prefieres, el ministro escocés y el presidente de Cataluña.

Rebus se sonó. Había una estufa eléctrica de una sola resistencia pero el calor se escapaba por las ranuras de la puerta y de la ventana.

—¿Qué piensas del vigilante?

Linford cerró el libro de registro.

—Yo creo que si mi sobrino de dos años le pidiera las llaves se las daba para evitar que le pegase patadas en la espinilla.

Rebus se acercó a la ventana. Tenía los cristales muy sucios. Fuera, los obreros continuaban demoliendo y construyendo. Lo mismo que en una investigación; a veces echas abajo una coartada o una hipótesis y otras, vas construyendo la trama del caso a base de detalles que son como ladrillos con los que levantas un edificio desagradable muchas veces.

—¿Pero qué crees que sucedió? —preguntó Rebus.

—No lo sé. Esperemos a ver qué antecedentes tiene.

—Yo opino que perdemos el tiempo. Creo que él no sabe nada.

—¿Por qué lo dices?

—Porque me da la impresión de que él no estaba en la obra. ¿No recuerdas la vaguedad con que nos habló del tiempo que hacía por la noche? Ni siquiera recordaba qué camino siguió en su ronda.

—No es precisamente una lumbrera, John. De todos modos, hay que comprobar sus antecedentes.

—¿Porque así lo estipula el procedimiento?

Linford asintió con la cabeza. Se oía un ruido monótono fuera.

—¿Es que eso no va a parar? —exclamó Rebus.

—¿El qué?

—Esa murga de la hormigonera o lo que sea.

—No lo sé.

Llamaron a la puerta y entró el capataz de las obras con el casco amarillo sujeto por el borde. Llevaba un chubasquero también amarillo, pantalones de pana marrón y botas de trabajo llenas de barro.

—Queremos hacerle unas cuantas preguntas —dijo Linford indicándole que se sentara.

—He hecho el inventario de herramientas —dijo el hombre desdoblando una hoja—. Ahora bien, en todas las obras hay cosas que cambian de sitio.

Rebus miró a Linford.

—Encárgate tú. Yo necesito un poco de aire fresco.

Salió de la caseta y respiró profundamente, luego echó mano al bolsillo para sacar el tabaco. Allí dentro no aguantaba más. Dios, un trago no le vendría nada mal. Había un remolque-bar delante de las obras en el que despachaban hamburguesas y té a los trabajadores.

—Un whisky doble —dijo a la mujer que atendía el bar.

—¿Lo toma con agua?

—No. Gracias, sólo quiero un té —contestó sonriéndole—. Con leche y sin azúcar.

—Muy bien, cielo —dijo ella restregándose las manos entre una faena y otra.

—Debe pasarse frío trabajando aquí fuera.

—Mortal —respondió la mujer—. A mí sí que me vendría bien un trago de vez en cuando.

—¿A qué hora termina?

—Andy abre a las ocho, hace los desayunos y todo lo demás, y yo le sustituyo a las dos para que él vaya a comprar.

—Ahora son las once —dijo Rebus consultando el reloj.

—¿Seguro que no quiere algo más? Hay dos hamburguesas recién hechas.

—De acuerdo, pero sólo una —dijo él dándose unos golpecitos en la panza.

—Hay que alimentarse, ¿sabe? —dijo ella con un guiño.

Rebus cogió el té y la hamburguesa. En una repisa había botellas de salsa y se echó en el panecillo un chorro de algo marrón.

—Es que Andy está algo pachucho y me ha tocado estar al pie del cañón —dijo la mujer.

—Nada grave, espero —comentó Rebus dando un mordisco a la carne ardiendo con cebolla derretida.

—Sólo una gripe y puede que ni siquiera eso. Los hombres son todos unos hipocondríacos.

—Con este tiempo, es comprensible.

—No, si yo no me quejo.

—Las mujeres son más fuertes.

Ella se echó a reír y puso los ojos en blanco.

—¿A qué hora termina?

—¿Es que quiere ligar conmigo? —dijo riendo de nuevo.

—A lo mejor vuelvo a tomarme la otra —Rebus se encogió de hombros y cogió la hamburguesa.

—Está abierto hasta las cinco, pero se acaban a la hora del almuerzo.

—Correré ese riesgo —replicó Rebus con un guiño dirigiéndose de nuevo a la puerta.

Iba tomándose el té por el camino. Al ver que los obreros bajaban con la polea una carga de pizarras recordó que no llevaba casco. En la caseta de entrada había unos cuantos pero no quería volver allí. Entró en Queensberry House. No había luz en la escalera del sótano pero oyó voces al final del vestíbulo. Se veían sombras en la antigua cocina. Al entrar Ellen Wylie se volvió hacia la puerta y le saludó con la cabeza. Tomaba declaración a una mujer mayor que estaba sentada en una silla de lona de director de cine y que sonaba cada vez que la mujer se movía, cosa que hacía con frecuencia y con vivacidad. Grant Hood estaba junto a la pared tomando notas fuera del ángulo visual de la mujer para no distraerla.

—Que yo recuerde, siempre estuvo recubierto de listones de madera —dijo la mujer con un tono agudo autoritario.

—¿Como éstos? —preguntó Wyllie señalando unos listones machihembrados que quedaban junto a la puerta.

—Sí, eso es —contestó la mujer dirigiendo una sonrisa a Rebus.

—Le presento al inspector Rebus —dijo Wylie.

—Buenos días, inspector. Me llamo Marcia Templewhite.

Rebus se acercó a la mujer y le dio la mano.

—La señorita Templewhite fue del comité de Sanidad en los setenta —dijo Wylie.

—Y durante muchos años antes —añadió la mujer.

—Ella recuerda que se hicieron obras —continuó Wylie.

—Muchísimas obras —corrigió la mujer—. Excavaron todo el sótano para instalar una nueva calefacción, cambiar el suelo, meter tuberías... No saben lo que fue aquello. Hubo que subirlo todo arriba y no había sitio donde ponerlo. Estuvimos así muchas semanas.

—¿Y quitaron los listones de madera? —dijo Rebus.

—Pues como le estaba diciendo a...

—La agente Wylie —dijo Ellen.

—Le decía a la agente Wylie que si hubieran destapado las chimeneas nos habríamos enterado.

—¿No sabía usted que existían?

—Me acabo de enterar por la agente Wylie.

—Pero la fecha de las obras —terció Grant Hood— coincide bastante con la del esqueleto.

—¿No pensarán que un obrero se tapió él solo...? —preguntó la señorita Templewhite.

—Yo creo que lo habrían advertido —dijo Rebus. De todos modos, sabía que habrían de plantear la pregunta a la empresa constructora—. ¿Cuál era la empresa contratista?

La mujer alzó los brazos.

—Había contratistas y subcontratistas... La verdad es que perdí la cuenta.

Wylie miró a Rebus.

—La señorita Templewhite cree que debe de existir constancia de las empresas.

—Ah, sí, seguro —dijo la mujer mirando a su alrededor—. Y ahora asesinan a Roddy Grieve. Este lugar siempre estuvo maldito. Era maldito y lo seguirá siendo —añadió asintiendo con la cabeza y mirándoles con expresión solemne como quien sabe lo que se dice.

En el bar-furgoneta Rebus les invitó a té.

—¿Por aligerar su conciencia? —preguntó Wylie cuando cogía el vaso.

En aquel momento llegó un coche patrulla a recoger a la señorita Templewhite y Grant Hood le abrió la puerta para que se acomodara y le dijo adiós con la mano.

—¿De qué debería sentirme culpable? —dijo Rebus.

—Pues quién, si no, nos ha asignado este trabajo...

—¿Quién te ha dicho semejante cosa?

—Es lo que se rumorea —respondió ella encogiéndose de hombros.

—Pues deberías darme las gracias —replicó Rebus—. Un caso importante como éste puede ser crucial en tu carrera.

—Pero no es tan inportante como el Roddy Grieve —contestó ella mirándole.

—Vamos, suéltalo —dijo él, pero ella negó con la cabeza. Rebus tendió el otro vaso de té a Grant Hood—. Era una viejecita simpática.

—A Grant le gustan las mujeres maduras —añadió Wylie.

—Olvídame, Ellen.

—Él y sus amigos van al Marina a ligar abuelas.

—¿Es cierto, Grant? —preguntó Rebus al verle ruborizarse.

Hood se contentó con mirar a Wylie para a continuación concentrarse en el té.

Rebus tenía la impresión de que aquellos dos se llevaban bien y se tenían confianza como para hablar de su vida privada y gastarse bromas.

—Bueno, volvamos al trabajo —dijo saliendo del barecito al ver que los obreros comenzaban a formar cola para el almuerzo devorando con los ojos a Ellen Wylie. Aunque los dos jóvenes agentes llevaban el casco, se notaba que eran visitantes—. ¿Qué datos tenemos?

—Hemos enviado Mojama a un laboratorio especializado del sur —dijo Wylie— en el que aseguran que pueden darnos una fecha más exacta de la muerte. Pero de momento suponemos que debió de producirse entre el setenta y nueve y el ochenta y uno.

—Y sabemos que las obras comenzaron en 1979 —agregó Hood—. Yo creo que aproximadamente es la fecha en que lo mataron.

—¿En qué os basáis? —preguntó Rebus.

—En el hecho de que si se quiere esconder un cadáver ahí son necesarios los medios y la ocasión para ello. El paso al sótano estuvo prohibido durante mucho tiempo. ¿Quién iba a ocultar un cadáver allí a no ser que conociera la existencia de la chimenea? Sabían que iban a tapiarla otra vez y pensarían que allí el muerto podría quedar enterrado por los siglos de los siglos.

—Hay una relación clara con las obras de reforma —Wylie asintió con la cabeza.

—Entonces, necesitamos saber las empresas que las hicieron y los trabajadores que tenían en aquellas fechas —los dos jóvenes intercambiaron una mirada—. Sí, sé que es una tarea ímproba, pues habrá empresas que ya no existan y a lo mejor ni hay documentos de la época como asegura la señorita Templewhite, pero no queda más remedio que investigarlo.

—Las listas de personal serán una pesadilla —dijo Wylie—. Muchas constructoras contratan gente para una obra y después la despiden, aparte de que las empresas cambian de sede y a veces cierran.

Rebus asintió.

—Tendréis que poner buena voluntad y dedicar mucho tiempo.

—¿Qué quiere decir, señor? —preguntó Hood.

—Quiero decir que tendréis que ser amables y educados. Por eso os he elegido. Un Bobby Hogan o un Joe Dickie lo harían sin delicadeza. Pero interrogando sin miramiento, las personas no recuerdan las cosas. Hay que hacerlo despacio y bien, como dice la canción —añadió mirando a Wylie.

A sus espaldas vio que el capataz cruzaba la puerta de las obras poniéndose el casco, le seguía Linford con el casco en la mano y mirando a todas partes, buscando a Rebus. Al verle, se acercó.

—¿Falta alguna herramienta? —preguntó Rebus.

—Alguna cosilla —contestó Linford—. ¿Hay alguna novedad de los grupos que buscan el arma? —añadió señalando con la cabeza hacia una zona que rastreaban policías de uniforme.

—No lo sé —contestó Rebus—. No he hablado con ellos.

Linford le miró de hito en hito.

—Pero de tomarte un té sí has tenido tiempo —dijo.

—He querido invitar a mis subalternos.

—Crees que esto es una pérdida de tiempo, ¿verdad? —dijo Linford sin dejar de mirarle.

—Sí.

—¿Puedes decirme por qué? —replicó Linford cruzando los brazos.

—Porque es hacer las cosas al revés —contestó Rebus—. ¿Qué más da cómo entró ni con qué lo mataron? Tú eres como esos jefes de oficina que se inquietan por cuatro clips mientras se amontona el trabajo en las mesas del personal.

Linford miró su reloj.

—Es un poco temprano para que te pongas así —comentó como en broma para que los demás lo oyeran.

—Puedes interrogar al capataz cuanto quieras —prosiguió Rebus— pero aunque descubras que falta un martillo, ¿qué más vas a averiguar? Hay que afrontar los hechos: el que mató a Roddy Grieve sabía lo que se hacía. Si lo que sucedió fue que sorprendió a alguien robando pizarras, no digo que no le atizaran, pero lo más verosímil es que a continuación salieran por piernas; no iban a entretenerse, ni mucho menos, golpeándole en el suelo. Él conocía al asesino y no entró aquí por casualidad. La clave está en lo que representaba o en una doble vida. En eso hemos de centrarnos —hizo una pausa al ver que los obreros de la cola les miraban.

—Fin de la lección —dijo Ellen Wylie ocultando una sonrisa con el vaso.

En la oscuridad

Подняться наверх