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Empezaba a oscurecer cuando Rebus cogió el casco amarillo que le daba el guía.

—Aquí estará seguramente el bloque de oficinas —dijo el hombre. Se llamaba David Gilfillan. Trabajaba para Escocia Histórica, y coordinaba los estudios arqueológicos de Queensberry House—. La construcción original es de finales del siglo XVII. Su primer dueño fue lord Hatton. El edificio fue ampliado a finales del siglo XVII y pasó a ser propiedad del primer duque de Queensberry. Debió de ser una de las casas más importantes de Canongate, y sólo a un tiro de piedra de Holyrood.

La demolición seguía adelante alrededor de ellos. Queensberry House quedaría en pie, pero las construcciones añadidas a ambos lados del edificio recientemente caerían también bajo la piqueta. En los tejados, los obreros agachados quitaban las tejas de pizarra y las ataban en fardos que bajaban con poleas a unos contenedores. El grupo caminaba sobre trozos de pizarra, indicio de que la demolición distaba mucho de ser perfecta. Rebus se ajustó el casco fingiendo prestar atención a lo que decía Gilfillan.

Todos le habían dicho que aquello era una señal, que estaba allí porque los jefazos de la Casa Grande tenían planes para él. Pero Rebus sabía que su jefe, el comisario Granjero Watson, le había encomendado aquel servicio para evitarse problemas y quitárselo de encima. La cosa era así de sencilla. Y sólo si él, Rebus, lo aceptaba sin rechistar y cumplía la misión, quizá, sólo quizá, Watson le acogería de nuevo en el redil.

Eran las cuatro de la tarde de aquel día de diciembre en Edimburgo; John Rebus caminaba con las manos en los bolsillos de la gabardina y notaba cómo el agua atravesaba la suela de piel de los zapatos. Gilfillan calzaba botas verdes de goma, y Rebus advirtió que el inspector Dereck Linford llevaba unas casi idénticas. Probablemente había telefoneado de antemano para que el arqueólogo aconsejara sobre el atuendo adecuado. Linford llevaba una carrera meteórica en Fettes y se le auguraba un futuro prometedor en la jefatura de policía de Lothian y Borders. No había cumplido aún los treinta, era prácticamente un burócrata y rebosaba amor por el oficio. Había inspectores, casi todos mayores que él, que ya comentaban que no convenía ponerse a malas con Derek Linford; tal vez un día, desde el despacho 279 de la Casa Grande, los miraría por encima del hombro.

La Casa Grande era la jefatura de Policía en Fettes Avenue y el 279, el despacho del jefe de la policía.

Linford caminaba, bloc de notas en mano, con el bolígrafo entre los dientes. Atendía a las explicaciones sin perderse palabra.

—Cuarenta nobles, siete jueces, generales, doctores, banqueros...

Gilfillan explicaba a su grupo de visitantes la importancia que había tenido un día Canongate en la historia de Edimburgo, sin olvidar la perspectiva de su futuro inmediato. En primavera, la fábrica de cerveza contigua a Queensberry House caería también bajo la piqueta y en su lugar se alzaría el nuevo edificio del Parlamento, frente a Holyrood House, residencia de la reina en Edimburgo. Precisamente enfrente de Queensberry House estaba en construcción Tierra Dinámica, un parque temático de historia natural, y junto a él se erguía ya como una araucaria de vigamen metálico la nueva sede de un diario de la capital. Y delante de aquello, despejaban otro terreno para edificar un hotel y un bloque de pisos de «categoría». Rebus estaba en uno de los mayores solares del centro histórico de Edimburgo.

—Seguramente todos ustedes debieron de conocer Queensberry House cuando era un hospital —dijo Gilfillan. Derek Linford asintió con la cabeza, aunque lo cierto era que asentía a casi todo lo que decía el arqueólogo—. Justamente aquí estaba el antiguo aparcamiento —Rebus miró los camiones marrones que exhibían el simple rótulo de DEMOLICIÓN—. Pero antes de ser hospital fue un cuartel; la plaza de armas ocupaba toda esta zona. En las excavaciones realizadas hemos encontrado restos de un jardín de diseño formal, a un nivel inferior, que posiblemente se rellenó para hacer la plaza.

Rebus contempló Queensberry House a la luz mortecina del atardecer. Sus muros grisáceos tenían aspecto triste y en los canalones crecía la hierba. Era un caserón enorme que él no recordaba haber visto antes a pesar de que había pasado por allí en coche cientos de veces a lo largo de su vida.

—Mi esposa trabajaba aquí, cuando era un hospital —dijo uno del grupo, el sargento Joseph Dickie de la comisaría de Gayfield Square, que había logrado escapar a las dos primeras reuniones de las cuatro celebradas por el CCSPP o Comité de Coordinación del Servicio de Policía en el parlamento. Se trataba en realidad de un subcomité para asuntos de seguridad del Parlamento escocés. Lo formaban ocho miembros, entre ellos un funcionario del Ministerio escocés y un misterioso personaje llamado Alec Carmoodie que decía ser de Scotland Yard, aunque Rebus no logró localizarlo en una ocasión en que llamó a la sede policial londinense, por lo que suponía que era del MI 5. No estaba aquel día y faltaba también Peter Brent, el representante ministerial escocés de facciones angulosas y traje impecable. El pobre Brent era miembro de varios subcomités y había solicitado ser eximido de aquella visita con la excusa más que comprensible de que había estado ya dos veces acompañando a dignatarios.

Aquel día formaban parte del grupo los tres miembros recién incorporados al CCSPP: Ellen Wylie de la división C de la jefatura de policía de Torphichen Place, a quien no parecía importarle ser la única mujer; ella lo asumía como un servicio más y en las reuniones hacía propuestas interesantes y planteaba preguntas que nadie sabía responder. El agente Grant Hood pertenecía a la misma comisaría que Rebus, Saint Leonard, y estaba allí, también, porque era la más próxima a Holyrood y el Parlamento formaría parte de su ronda de vigilancia. Aunque eran compañeros de comisaría, no se conocían mucho, pues no solían coincidir en el mismo turno de servicio. Pero Rebus conocía bien al inspector Bobby Dogan de la división D en Leith, el último miembro en incorporarse al CCSPP. Hogan ya en la primera reunión había hablado con él aparte.

—¿Qué diablos hacemos nosotros aquí?

—A mí me tienen castigado —contestó Rebus—. ¿Y tú?

—Hombre, por favor, si comparados con ellos parecemos carcamales —dijo Hogan mirando al resto del grupo.

Rebus sonrió al recordarlo, haciendo un guiño a Hogan cuando cruzaron las miradas. Vio que Hogan asentía casi imperceptiblemente con la cabeza e intuyó que pensaba que aquello era perder el tiempo. Para Bobby Hogan casi todo era una pérdida de tiempo.

—Si quieren seguirme —dijo Gilfillan— echaremos un vistazo por dentro.

Lo cual, en opinión de Rebus, era realmente una pérdida de tiempo. Pero como habían formado un comité, tenían que asignarle cometidos y allí estaban dando vueltas por el húmedo interior de Queensberry House, que iluminaban precariamente a trechos unos fluorescentes poco fiables y la linterna de Gilfillan. Al subir la escalera, pues nadie quiso usar el ascensor, Rebus se vio al lado de Joe Dickie, que le preguntó otra vez:

—¿Has pasado los gastos?

—No —contestó Rebus.

—Cuanto antes lo hagas, antes sueltan la pasta.

Dickie se pasaba la mitad del tiempo en las reuniones sumando números en su bloc. Rebus nunca le había visto anotar en él algo tan normal y corriente como una frase. Dickie andaba cerca de los cuarenta y tenía un corpachón rematado por una cabeza parecida a una granada de artillería. Llevaba el pelo negro cortado al ras y sus ojos eran pequeños y redondos como los de una muñeca china, detalle que el propio Rebus había comentado a Bobby Hogan, quien, por su parte, le contestó que una muñeca parecida a Joe Dickie causaría pesadillas a un niño.

—Me da miedo a mí, que soy mayor... —agregó Hogan.

Rebus volvió a sonreír mientras subían las escaleras. Sí, le agradaba estar allí con Bobby Hogan.

—La gente suele pensar en la arqueología —dijo Gilfillan— imaginándose excavaciones en la tierra, pero aquí uno de los hallazgos más apasionantes se dio en el desván, porque construyeron otro tejado sobre el original y hallamos restos de lo que pudo ser una torre. Para llegar allí hay que subir por una escalera de mano, pero si alguien desea...

—Encantado —dijo una voz: Derek Linford. Rebus reconocía ya perfectamente aquel tonillo nasal.

—Qué tétrico —oyó musitar a su lado. Era Bobby Hogan, que había ido avanzado desde atrás. Ellen Wylie volvió la cabeza al oírlo y les dirigió una leve sonrisa. Rebus miró a Hogan, quien se encogió de hombros, dándole a entender que pensaba que la chica estaba bien.

—¿Cómo van a unir Queensberry House con el edificio del Parlamento? ¿Mediante pasadizos cubiertos?

Era otra vez Linford quien hacía la pregunta. Se había puesto en primera fila cerca de Gilfillan, pero en aquel momento doblaron un descansillo y Rebus tuvo que aguzar el oído para entender la indecisa respuesta de Gilfillan.

—Pues no sé.

El tono dubitativo daba a entender que él era arqueólogo y no arquitecto, y que estaba allí para investigar el pasado del lugar y no su futuro. Él mismo ignoraba el objeto de aquella visita y tan sólo hacía de cicerone porque se lo habían pedido. Hogan hizo un gesto despectivo para que los que estaban cerca de él se dieran cuenta de lo que pensaba al respecto.

—¿Cuándo estará terminado el edificio? —preguntó Grant Hood. Era una cuestión fácil porque todos estaban al corriente, pero Rebus comprendió que Hood trataba de consolar a Gilfillan planteándole una pregunta que pudiera responder.

—Las obras empezarán este verano —respondió el arqueólogo— y todo tiene que estar funcionando en otoño de 2001.

Al salir del rellano desembocaron en un espacio con una serie de entradas abiertas a través de las cuales se vislumbraron las salas del antiguo hospital. Las paredes tenían perforaciones y los suelos habían sido levantados para verificar el estado de la estructura. Rebus se asomó a una ventana y vio que los obreros empezaban a recoger: estaba oscureciendo y era peligroso andar por los tejados. Vio abajo un cenador también condenado a la piqueta y un árbol marchito y triste rodeado de escombros, que había plantado la reina. No podían retirarlo ni talarlo sin su permiso. Gilfillan les dijo que tenían ya la autorización y que no tardaría en desaparecer porque en aquel lugar se recrearían jardines de diseño formal o tal vez se haría una zona de aparcamiento, aunque no estaba decidido pues hasta 2001 había tiempo de sobra. Mientras se terminaba el complejo, el Parlamento tendría su sede en la sala de actos de la Iglesia de Escocia cerca de la cima de The Mound. El comité había visitado dos veces la sala y sus inmediaciones, donde provisionalmente se habilitarían despachos en edificios para los parlamentarios. En una de las reuniones Bobby Hogan preguntó por qué no aguardaban a que estuviera terminado el complejo de Holyrood para «abrir la tienda», según sus propias palabras, comentario que suscitó una mirada de perplejidad de Peter Brent, el funcionario.

—Porque Escocia necesita ya mismo un Parlamento.

—Lo gracioso es haber estado trescientos años sin Parlamento.

Brent estuvo a punto de hacer una objeción, pero Rebus le tomó la delantera.

—Bobby, ya sabes tú que mucha prisa no se dan.

Hogan sonrió al captar que lo decía por el nuevo Museo de Escocia que la reina inauguró antes de que lo hubiesen terminado. Hubo que esconder el andamiaje y los botes de pintura hasta después de la ceremonia.

Gilfillan estaba junto a una escalera retráctil y señaló una trampilla del techo.

—Ahí arriba tenemos el tejado primitivo —dijo cuando ya Dereck Linford pisaba el último peldaño—. No hace falta que suba más, si quiere —añadió Gilfillan viendo que subía decidido— puedo iluminar con la linterna...

Pero Linford desapareció por la abertura.

—Cerremos la trampilla y larguémonos —bromeó Bobby Hogan con una sonrisa.

—Qué ambiente más... especial hay aquí, ¿no? —dijo Ellen Wylie encogiéndose de hombros.

—Mi esposa vio un fantasma —dijo Joe Dickie—. Muchos de los que trabajaron aquí lo vieron. Era una mujer que lloraba. Solía sentarse a los pies de una de las camas.

—A lo mejor era un paciente que murió aquí —sugirió Grant Hood.

—Yo también he oído esa historia —dijo Gilfillan volviéndose hacia ellos—. Era la madre de uno de los criados que trabajaba aquí la noche en que firmaron el Acta de Unión. El pobre murió asesinado.

Linford dijo desde lo alto que creía ver los restos de los escalones de la torre, pero nadie le hacía caso.

—¿Asesinado? —preguntó Ellen Wylie.

Gilfillan asintió con la cabeza. Su linterna arrojaba sombras extrañas en las paredes al enfocarla sobre las oscilantes telarañas. Linford trataba de leer una inscripción en el muro.

—Aquí veo una fecha... 1870, creo.

—¿Saben que lord Queensberry fue el artífice del Acta de Unión? —decía Gilfillan. Advirtió que era la primera vez que todos le prestaban atención desde el inicio de la visita—. Aquí, en 1707 —añadió rascando con la suela del zapato las tablas del suelo— se inventó Gran Bretaña. Bien, la noche en que se firmó el acuerdo trabajaba en la cocina un joven criado. El duque de Queensberry era secretario de Estado. Tenía un hijo, James Douglas, conde de Drumlanrig, de quien se decía que estaba loco...

—¿Qué sucedió?

Gilfillan alzó la vista hacia la trampilla.

—¿Todo bien por ahí arriba? —preguntó.

—Muy bien. ¿Quiere alguien echar un vistazo?

Nadie hizo caso y Ellen Wylie repitió su pregunta.

—Pues que ensartó al criado con su espada —contestó Gilfillan— y lo asó luego en una de las chimeneas de la cocina. Cuando lo encontraron estaba sentado comiéndoselo tranquilamente.

—¡Dios santo! —exclamó Ellen Wylie.

—¿Creéis que es cierto? —dijo Bobby Hogan metiéndose las manos en los bolsillos.

—Está documentado —añadió Gilfillan encogiéndose de hombros.

Desde el desván llegó una ráfaga de aire frío y acto seguido vieron surgir una bota de goma en la escalera de mano y Derek Linford inició su lento y polvoriento descenso; una vez en el suelo, se sacó el bolígrafo de entre los dientes.

—Es muy interesante lo que hay ahí arriba —dijo—. Deberíais verlo. Tal vez sea la última oportunidad.

—¿Y eso por qué? —preguntó Bobby Hogan.

—Porque dudo mucho de que dejen entrar aquí a los turistas, Bobby —contestó Linford—. Imagínate el jaleo para los de seguridad.

Hogan dio un paso al frente tan rápido que Linford se estremeció, pero Hogan simplemente le quitó una telaraña del hombro.

—No puedo consentir que vuelvas a la Casa Grande sin estar como nuevo, muchacho —dijo sin que Linford se inmutara, pensando probablemente que no valía la pena hacer caso de carcamales como Bobby Hogan, del mismo modo que éste sabía que poco tenía que temer de Linford pues él estaría jubilado antes de que el joven inspector hubiera llegado a un puesto de poder importante.

—No acabo de verlo como sede parlamentaria —dijo Ellen Wylie mirando las manchas de humedad de las paredes y el yeso desconchado—. ¿No habría sido mejor demolerlo y hacerlo todo nuevo?

—Es un edificio protegido —añadió Gilfillan, pero ella se encogió de hombros y Rebus comprendió que su único propósito había sido distraer la atención del grupo centrada en Linford y Hogan. Gilfillan echó a andar de nuevo y siguió explayándose en la historia del lugar: los pozos que habían aparecido debajo de la cervecería y el matadero contiguo. Cuando el grupo comenzó a bajar la escalera, Bobby Hogan se quedó rezagado dando golpecitos con el dedo en el reloj y llevándose la mano a la boca en un gesto elocuente. Rebus inclinó la cabeza indicándole que aprobaba la idea: irían a echar un trago cuando acabaran allí. Jenny Ha’s no estaba lejos, podían ir andando, o parar de vuelta a Saint Leonard en la Holyrood Tavern. Como si les leyera el pensamiento, Gilfillan comenzó a explicar la historia de la cervecería Younger’s.

—En su día ocupaba más de cien metros cuadrados y de ella salía la cuarta parte de la cerveza que se consumía en Escocia. Tengan en cuenta que desde principios del siglo XII existía una abadía en Holyrood. Seguramente no bebían sólo agua de pozo.

Por una ventana del descansillo Rebus vio que había anochecido. Así es Escocia en invierno, es de noche cuando vas al trabajo y cuando sales de él. Bueno, habían hecho su excursioncita inútil y todos volverían a sus respectivas comisarías hasta la siguiente reunión. Era como un castigo planeado por su jefe, Granjero Watson, miembro a su vez de otro comité: Estrategias para la Acción Policial en Nueva Escocia, que todos denominaban EAP. Comités y más comités..., para Rebus era como si estuviesen edificando una torre de papel de reuniones policiales, generando suficientes informes y boletines como para llenar Queensberry House. Y cuanto más hablaban, más papeleo había y más se alejaban de la realidad en que se suponía que se movían. Queensberry House era para él algo irreal; la idea misma de un parlamento, el sueño de un dios loco: «Pero Edimburgo es el sueño de un dios loco/veleidoso y siniestro...». Había encontrado las palabras en el prólogo de un libro sobre la ciudad. Eran de un poema de Hugo MacDiarmit. El libro formaba parte de sus recientes lecturas para entender su tierra.

Se quitó el casco y se pasó la mano por el pelo cuestionándose la protección que podía procurar un plástico amarillo contra un proyectil caído desde una altura de varios pisos. Gilfillan le dijo que se lo pusiera otra vez hasta que volviesen a las oficinas.

—A usted no le traería problemas, pero a mí sí —comentó el arqueólogo.

Rebus se lo embutió de nuevo mientras Hogan emitía un chasquido de reproche con la lengua y le señalaba con el dedo. Habían llegado a la planta baja, a la zona que Rebus suponía que habría sido la recepción del antiguo hospital. No quedaba casi nada. Junto a la entrada había rollos de cable eléctrico para renovar la instalación de los despachos. Iban a cerrar el cruce de Holyrood con Saint Mary para facilitar el cableado subterráneo. A él, que pasaba mucho por allí, iba a fastidiarle el desvío. Últimamente no paraban las obras en las calles de Edimburgo.

—Bien —dijo Gilfillan abriendo los brazos—, eso es todo. Si tienen alguna pregunta procuraré contestarla.

Bobby Hogan tosió en medio del silencio. Rebus comprendió que era un signo disuasorio destinado a Linford. En cierta ocasión en que fue alguien de Londres para dar instrucciones al grupo sobre aspectos de seguridad en el Parlamento, Linford planteó tantas preguntas que el pobre hombre perdió el tren de regreso. Hogan lo sabía bien, pues fue quien le llevó a toda pastilla en su coche a la estación de Waverley y tuvo que quedarse a hacerle compañía toda la tarde hasta que tomó el expreso nocturno.

Linford consultó su bloc mientras seis pares de ojos se clavaban en él y diversos dedos se posaban sobre otros tantos relojes.

—Bien, en ese caso... —comenzó a decir Gilfillan.

—¡Señor Gilfillan! ¿Está usted ahí? —La voz llegaba de abajo. El arqueólogo se acercó a una puerta y descendió un tramo de escalera.

—¿Qué quiere, Marlene?

—Venga usted a ver esto.

Gilfillan se volvió hacia el reticente grupo.

—¿Quieren bajar? —preguntó comenzando a descender.

Sin él no podían irse. O se quedaban allí en compañía de una bombilla pelada o bajaban al sótano. Derek Linford tomó la delantera.

Desembocaron en un corredor estrecho con habitaciones a ambos lados que parecían conducir a otras estancias. A Rebus le pareció atisbar un generador eléctrico en la penumbra. Al fondo se oían voces y se veían haces de linterna en movimiento. El pasillo terminaba en una sala iluminada por una lámpara de arco orientada hacia un gran muro cuya mitad inferior había estado recubierta con paneles de listones de madera machihembrados color crema, el mismo color institucional de las paredes. Estaba también levantado el entarimado y había que andar sobre el entramado de viguetas de madera bajo el cual se veía la tierra. La sala olía a humedad y a moho. Gilfillan y la arqueóloga llamada Marlene estaban en cuclillas delante del muro, examinando la mampostería de piedra que había bajo los listones, en la que se apreciaban dos amplios arcos de piedra tallada que a Rebus le parecieron bocas de túneles en miniatura. Gilfillan se dio la vuelta con cara de entusiasmo por primera vez en el día.

—Son dos chimeneas —dijo—. Aquí debió de estar la cocina —se incorporó y dio unos pasos atrás—. Elevarían el nivel del suelo y sólo ha aparecido la mitad superior. ¿En cuál de ellas asarían al criado...? —añadió vuelto a medias hacia el grupo.

Una de las chimeneas estaba abierta pero la otra estaba cubierta por dos trozos de plancha metálica medio oxidada.

—¡Qué hallazgo tan fantástico! —comentó el arqueólogo sonriendo encantado a su ayudante, que le devolvió la sonrisa.

Era agradable ver a gente tan satisfecha por su trabajo, desenterrando el pasado, descubriendo secretos, y Rebus pensó que no se diferenciaban mucho de los policías.

—¿No podríamos hacernos algo ahí para comer? —dijo Bobby Hogan, provocando una carcajada en Ellen Wylie.

Pero Gilfillan, sin hacer caso de los comentarios, se acercó a la chimenea, introdujo los dedos en el hueco entre la mampostería y el metal. La chapa cedía sin dificultad; Marlene le ayudó a despegarla y la depositaron cuidadosamente en tierra.

—¿Cuándo la taparían? —inquirió Grant Hood.

Hogan dio unos golpecitos con los dedos en la plancha metálica.

—No es precisamente prehistórica —comentó.

Gilfillan y su ayudante acababan de quitar la segunda chapa y todos miraron hacia el hueco. El arqueólogo enfocó con la linterna a pesar de que la luz de la lámpara de arco lo alumbraba bien.

No había confusión posible: lo que vieron era un cadáver momificado.

En la oscuridad

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