Читать книгу En la oscuridad - Ian Rankin - Страница 16
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ОглавлениеLa secretaria electoral de Roddy Grieve se llamaba Josephine Banks. Sentada en un cuarto de interrogatorios de Saint Leonard explicó que conocía a Grieve desde hacía cinco años.
—Éramos bastante activos en el nuevo Partido Laborista, desde el principio; yo intervine también en la campaña de John Smith —dijo con una mirada de añoranza—. Aún se le echa de menos.
Rebus, sentado frente a ella, jugueteaba con el bolígrafo.
—¿Cuándo vio por última vez al señor Grieve?
—El día en que lo asesinaron. Aquella misma tarde. Faltaban cinco meses para las elecciones y teníamos mucho trabajo.
Josephine Banks no mediría más de un metro sesenta y la mayor parte del peso lo concentraba en el estómago y las caderas. En su cara redonda y pequeña se insinuaba una incipiente papada. Se estiró el espeso pelo negro para atárselo por detrás. Usaba gafas de media luna de montura con manchas de dálmata.
—¿Nunca pensó en ser candidata?
—¿Cómo? ¿Al Parlamento escocés? —sonrió ante la sugerencia—. Tal vez en otra ocasión.
—¿Tiene ambiciones en ese sentido?
—Por supuesto.
—¿Y por qué ayudó a Roddy Grieve en vez de a otro candidato?
Sus ojos verdes pintados con sombra y rímel parecían brillar cada vez que los movía.
—Porque me gustaba —dijo— y confiaba en él. Era una persona con ideales, a diferencia de su hermano, por ejemplo.
—¿Cammo?
—Sí.
—¿No se lleva usted bien con él?
—No hay razón para que lo haga.
—¿Y Cammo con Roddy?
—Bueno, discutían de política a la mínima ocasión, pero se veían poco; sólo coincidían en reuniones familiares y en ellas Alicia y Lorna se lo impedían.
—¿Y la esposa del señor Grieve?
—¿Cuál?
—Roddy.
—Sí, ¿pero cuál de las dos?
Rebus quedó perplejo un instante.
—La primera no le duró mucho —contestó Josephine Banks cruzando las piernas—. Fue un amorío adolescente.
Rebus dio la vuelta al bolígrafo y abrió el bloc de notas.
—¿Cómo se llamaba?
—Billie —dijo ella deletreándolo—. Su apellido de soltera es Collins, aunque no sé si ha vuelto a casarse.
—¿Sigue viviendo en Edimburgo?
—Lo último que yo supe es que daba clases en algún lugar de Fife.
—¿La conoce personalmente?
—Oh, no; ella ya no vivía aquí desde hacía tiempo cuando yo conocí a Roddy —respondió mirándole—. ¿Sabe que tienen un hijo?
Nadie de la familia lo había mencionado y Rebus negó con la cabeza para decepción de Banks.
—Se llama Peter y utiliza el apellido de Grief. ¿Le suena?
—¿Por qué lo dice? —preguntó Rebus, que seguía tomando nota de todo.
Ella se encogió de hombros.
—Porque forma parte del grupo musical Robinson Crusoe.
—No me suena.
—Quizá a sus colegas más jóvenes, sí.
—¡Ay! —exclamó Rebus con gesto de dolor haciendo que ella sonriera.
—Pero para ellos Peter es inaceptable.
—¿Por lo que hace?
—Oh, no, no es por eso. Yo creo que a su abuela le encanta tener una estrella pop en la familia.
—¿Por qué, entonces?
—Porque eligió vivir en Glasgow —hizo una pausa—. Pero usted sí que ha hablado con la familia, ¿no? —Rebus asintió con la cabeza—. Es que pensaba que Hugh se lo habría dicho.
—Bueno, en realidad con el señor Codover aún no he hablado. Es el productor del grupo, ¿verdad?
—Es su representante. Dios mío, ¿es que tengo que decirle yo todo? A Hugh le encantan esos grupos jóvenes de ahora, ¿sabe? Vain Shadows, Change and Decay... —añadió sonriendo al ver que Rebus no los conocía.
—Me informaré con alguno de mis colegas jóvenes —dijo él y ella se echó a reír.
Fue a la cantina a por dos cafés. La hamburguesa se le había indigestado y pasó por su mesa para tomarse dos Rennies. En otra época era capaz de comer lo que fuese a cualquier hora del día, pero ahora parecía que su estómago se hubiese tomado la jubilación anticipada. Cogió el teléfono y llamó a Lorna Grieve, cavilando en que hasta entonces Josephine Banks no había mencionado a Seona Grieve; se las había arreglado para omitirla totalmente en la conversación sacando a colación a la primera esposa de Grieve, Billie Collins. En casa de los Cordover no contestaban. Volvió al cuarto de interrogatorios con los cafés.
—Tenga, señorita Banks.
—Gracias —la encontró en la misma postura como si no se hubiera movido mientras él estaba fuera—. Me he estado preguntando —dijo ella— cuándo va a interrogarme. Quiero decir que todo lo que hemos hablado son simples circunloquios en torno a lo otro, ¿no?
—No la sigo —dijo Rebus sacando el bloc y el bolígrafo del bolsillo y dejándolos en la mesa.
—Lo de Roddy y yo —dijo ella inclinándose—. Nuestra relación. ¿Entramos ya en eso? —Rebus dijo que sí y cogió el bolígrafo.
—Es lo que pasa en la política —dijo ella haciendo una pausa—. Bueno, realmente en cualquier profesión en que trabajan dos personas juntas —añadió dando un sorbo al café—. Un político no es nada sin chismorreos. Yo creo que es por falta de carácter, pues hablar mal de los demás resulta facilísimo.
—Entonces, ¿esa relación era inexistente?
Ella le miró sonriente.
—¿Es esa la impresión que le he dado? Habría debido decir la supuesta relación —añadió inclinando levemente la cabeza como disculpándose—. ¿No estaba usted al corriente?
Rebus negó con un gesto.
—Yo pensaba que con tanto interrogatorio le habrían... —dijo irguiéndose en el asiento—. Bueno, tal vez yo los juzgaba mal.
—La verdad es que es usted la primera persona a quien interrogamos.
—Pero habrá hablado con el clan.
—¿Se refiere a la familia Grieve?
—Sí.
—¿Ellos sí lo saben?
—Lo sabe Seona y supongo que no se lo habrá callado.
—¿El señor Grieve se lo contó a ella?
Ella volvió a sonreír.
—¿Por qué iba a contárselo? Era un simple infundio. Si alguien dice algo malo de usted, ¿se lo contaría a su esposa?
—Bien, ¿cómo lo supo la señora Grieve?
—Por el medio habitual: el viejo amigo Anónimo.
—¿Por carta?
—Sí.
—¿Una sola carta?
—Pregúntele a ella —respondió Banks dejando el vaso en la mesa—. Está deseando fumar un cigarrillo, ¿verdad? —Rebus se la quedó mirando y ella señaló con la cabeza el bolígrafo que él tenía a la altura de la boca—. No para de hacer ese gesto y ojalá no lo hiciera —añadió.
—¿Por qué motivo?
—Porque yo también estoy rabiando por fumar.
En Saint Leonard sólo se podía fumar en el aparcamiento trasero y como allí no se permitía el paso al público, se situaron en la acera de enfrente a satisfacer su vicio moviendo los pies para calentarse.
Cuando Rebus casi había terminado el cigarrillo, quizá para alargarlo y apurar la colilla le preguntó si sabía quién era el autor de la carta.
—Ni la menor idea.
—Tuvo que ser alguien que les conocía a los dos.
—Sí, claro. Yo me imagino que sería alguien del partido en Edimburgo. O quizá algún resentido de los relegados en el nombramiento. En ocasiones el proceso de selección de candidatos ha sido muy reñido.
—¿Ah, sí?
—Es por la pugna entre el laborismo histórico y el nuevo que da lugar a que se revivan viejos agravios.
—¿Quién era el adversario del señor Grieve?
—Eran tres. Gwen Mollison, Archie Ure y Sara Bone.
—¿Fue una lucha limpia?
Josephine Banks exhaló una mezcla de humo y aliento frío.
—Dentro de lo que cabe, sí. Quiero decir que no hubo jugarretas.
Algo en el tono en que lo decía le impulsó a Rebus a preguntar:
—¿Pero?
—Cuando se supo que el elegido era Roddy hubo cierto malestar. Sobre todo por parte de Ure. Lo habrá leído en la prensa.
—Únicamente si hubiese aparecido en la sección de deportes.
—¿Usted va a votar? —preguntó ella mirándole.
Rebus se encogió de hombros y miró lo poco que quedaba del pitillo.
—¿Por qué se molestó tanto Archie Ure?
—Archie está hace siglos en el partido laborista y es partidario de la autonomía. Y resulta que aparece Roddy y le arrebata en sus propias narices lo que él consideraba un derecho hereditario. Dígame, ¿votó usted en el setenta y nueve?
El 1 de marzo de 1979: fecha del fallido referéndum por la autonomía.
—Ya no me acuerdo —mintió.
—No votó, ¿verdad? —preguntó ella y vio que se encogía de hombros—. ¿Y por qué?
—No fui el único.
—Se lo pregunto por curiosidad, porque hizo muy mal día y a lo mejor se valió de la excusa de que nevaba.
—¿Me está tomando el pelo, señorita Banks?
—No me atrevería, inspector —respondió ella tirando la colilla.
1979.
Recordaba a Rhona, su mujer por aquel entonces, con el rollo de pegatinas «VOTA SÍ» que él se encontraba en la chaqueta, en el parabrisas del coche y hasta en la petaca que a veces se llevaba a la comisaría. Fue un invierno crudo; nublado y frío y con muchas huelgas. El invierno de la protesta como decían los periódicos, y no era para menos. Su hija, Sammy, tenía cuatro años. Cuando Rhona y él discutían lo hacían en voz baja para no despertar a la pequeña. Su trabajo era un problema y le parecían insuficientes las veinticuatro horas del día. Hacía poco que Rhona había iniciado su militancia política colaborando en la campaña a favor del Partido Nacionalista Escocés. Para ella la autonomía era un paso hacia la independencia, pero para Jim Callaghan y su gobierno laborista era el modo de... Rebus nunca lo supo con certeza. ¿Frenar el nacionalismo? ¿O frenar a la propia Escocia? ¿Se proponían reforzar la Unión?
Ellos dos discutían de política en la cocina hasta que Rebus se aburría y se tumbaba en el sofá diciéndole a Rhona que a él le traía sin cuidado. Al principio ella se ponía delante del televisor para tapárselo y eran unas discusiones tajantes y apasionadas.
—No pienso exasperarme —decía él cuando Rhona terminaba un razonamiento, y entonces ella le atizaba con un almohadón hasta que él la tumbaba en la alfombra forcejeando y acababan los dos riendo.
Sería quizá porque empezaba a reaccionar a tanta militancia, pero en cualquier caso su intransigencia fue en aumento y una tarde volvió a casa con una insignia de «ESCOCIA DICE NO» en la solapa. Estaban una vez más en la mesa de la cocina cenando y Rhona tenía cara de cansada; era lógico: se ocupaba de su trabajo, de la niña y de la campaña. No dijo nada de la insignia ni siquiera cuando él se la quitó de la chaqueta y se la prendió en la camisa. Sólo le miró con ojos inexpresivos y no volvió a hablarle en toda la noche. En la cama le dio la espalda.
—Creí que querías que me metiera más en política —dijo él en broma, pero ella no contestó—. Lo digo en serio. He pensado en todo lo que me dijiste y he decidido votar no.
—Haz lo que te dé la gana —contestó ella con frialdad.
—Pues eso haré —replicó él mirando el bulto de su cuerpo al lado.
Pero el primero de marzo hizo algo peor que votar NO. No fue a votar. Podía alegar como disculpa que hacía mal tiempo, trabajo o cualquier otra cosa, pero lo cierto fue que lo hizo por fastidiar a Rhona, y fue viéndolo claro a medida que transcurrían las horas y miraba las manecillas implacables del reloj de la oficina. Cuando aún le quedaban unos minutos, estuvo a punto de salir corriendo al coche, pero se dijo que era demasiado tarde. Demasiado tarde.
De regreso a casa se sintió fatal. Rhona no había vuelto; estaría en alguna mesa electoral comprobando el recuento de votos o con sus correligionarios en algún bar aguardando los resultados oficiales.
La canguro le dejó a cargo de la niña y él se quedó cuidando a Sammy, que no tardó en dormirse abrazada a su osito de peluche Pa Broon. Rhona volvió tarde y algo bebida; también él lo estaba, con cuatro latas vacías de Tartan Special frente a la tele sin sonido, escuchando un disco. Pensó en decirle que había votado NO, pero ella se habría dado cuenta de que mentía y optó por preguntarle cómo estaba.
—Adormilada —contestó ella desde la puerta del cuarto de estar como si le diese miedo entrar—, aunque, en cierto modo, casi es preferible —añadió dándose la vuelta.
Uno de marzo de 1979. El referéndum incluía una cláusula por la cual era necesario que un cuarenta por ciento votara SÍ, y corrió el rumor de que era una imposición del gobierno laborista de Londres para entorpecer la autonomía por temor a que sus diputados escoceses en Westminster fueran desplazados y los conservadores obtuvieran la mayoría permanente en la Cámara de los Comunes. Era imprescindible que hubiera un cuarenta por ciento de votos a favor del SÍ.
Pero no los hubo ni por aproximación. Un treinta y tres por ciento votó SÍ y un treinta y uno por ciento, NO. El resultado, como dijo un periódico, era indicio de «una nación dividida». El PNE retiró el apoyo al gobierno Callaghan, quien los calificó de «pavos que votan en Navidad», obligando a la convocatoria de elecciones que ganaron los conservadores con la candidatura de Margaret Thatcher.
—La culpa es de tu PNE —comentó él a Rhona—. ¿Dónde está ahora tu autonomía?
Ella se encogió de hombros sin ofenderse. Había pasado cierto tiempo desde aquellas batallas a almohadonazos en el suelo. Él volvió a concentrarse en su trabajo indagando vidas ajenas, problemas y miserias de otros.
No había vuelto a votar desde entonces.
Cuando se marchó Josephine Banks, Rebus volvió a la sala de Homicidios donde hablaban por teléfono el sargento Silvers y otros dos agentes que no eran de Saint Leonard, mientras la inspectora jefe Gill Templer y Watson hacían un aparte. Entró una agente uniformada a entregar a Watson unos mensajes telefónicos sujetos por un clip, y el jefe los cogió frunciendo el entrecejo sin interrumpir la conversación con Templer. Watson iba sin chaqueta y con la camisa arremangada. Los policías iban de un lado a otro, tecleaban en los ordenadores y contestaban al teléfono, que no dejaba de sonar. Rebus encontró en su mesa las transcripciones de los interrogatorios a los miembros del clan. A Cammo Grieve le había tocado la china inquisitorial de Bobby Hogan y Joe Dickie.
Cammo Grieve: ¿Tienen idea de cuánto va a durar esto?
Hogan: Lo siento, señor. No es nuestra intención molestarle. Grieve: ¡Han asesinado a mi hermano!
Hogan: ¿A qué cree usted que se debe este interrogatorio?
(Rebus sonrió al recordar que Hogan pronunciaba de tal manera la palabra «señor» que sonaba a insulto.)
Dickie: ¿Regresó a Londres el sábado, señor Grieve?
Grieve: A la primera oportunidad.
Dickie: ¿No se lleva bien con su familia?
Grieve: Eso a usted no le importa.
Hogan (dirigiéndose a Dickie): Anota que el señor Grieve seniega a contestar.
Grieve: ¡Por Dios bendito!
Hogan: No hay necesidad de mencionar el nombre del Señor en vano.
(Rebus se echó a reír con ganas. Aparte de la trilogía habitual, bodas, funerales y bautizos, dudaba mucho de que Hogan viese alguna iglesia por dentro.)
Grieve: Mire... vamos a seguir, ¿no le parece?
Dickie: Totalmente de acuerdo, señor.
Grieve: Regresé a Londres el sábado por la noche. Puede comprobarlo hablando con mi esposa; pasamos el sábado juntos, salvo por una reunión con mi agente a causa de unos asuntos electorales. Unos amigos nos acompañaron en la cena. El lunes cuando iba al Parlamento recibí en el móvil la noticia de que habían matado a Roddy. Hogan: ¿Y cómo se sintió, señor...?
El interrogatorio proseguía con un Grieve de actitud agresiva. Hogan y Dickie trataban de mitigar su hostilidad replicándole con preguntas y comentarios bien elocuentes de lo que pensaban de él.
Como comentó Hogan después, en plan estrictamente oficioso, «a este tío yo sólo le pondría una cruz si fuera Drácula».
A Lorna Grieve y a su esposo les cupo en suerte enfrentarse por separado al dúo más soportable del inspector Bill Pride y el sargento Roy Frazer. El matrimonio no había visto a Roddy el domingo, y Lorna había estado en casa de unos amigos en North Berwick; Hugh Cordover pasó el día trabajando con un ingeniero de sonido y varios músicos en el estudio de grabación de su casa; había testigos.
Tampoco había visto nadie a Roddy Grieve el sábado por la noche cuando supuestamente salió a tomar una copa con unos amigos. Ninguno de sus amigos le había visto. La conclusión era que Roddy Grieve llevaba una doble vida al margen de su matrimonio. Lo cual iba a complicar enormemente la investigación.
Porque por mucho que uno se esfuerce, hay secretos que se resisten a la indagación.