Читать книгу Puertas abiertas - Ian Rankin - Страница 10
5
ОглавлениеMike se situó al fondo de la sala de subastas, junto a la puerta. Laura Stanton, acomodada ya ante el atril, comprobaba si funcionaba el micrófono, flanqueada por pantallas de plasma en las que aparecerían los lotes de la subasta. Los objetos auténticos se mostraban sobre caballetes o, si colgaban de la pared, los señalaba el personal debidamente aleccionado. Mike vio que Laura estaba nerviosa. Al fin y al cabo, era su segunda subasta. Hasta entonces su actuación había merecido la calificación de sólida, como máximo. No se habían descubierto grandes tesoros ni se habían conseguido récords. Como había observado Allan Cruickshank, el mercado del arte podía seguir la misma tónica durante meses o años. Después de todo, se trataba de Edimburgo y no de Londres o Nueva York. Todo giraba en torno a la pintura escocesa.
—No va a salir a subasta un Freud o un Bacon —comentó Allan.
Allí estaba, Mike le veía sentado en la penúltima fila, sin intención de adquirir nada, sólo atento a ver por última vez algún cuadro antes de que desapareciera en una colección particular o de alguna corporación. Desde donde él estaba dominaba toda la sala, en la que reinaba un ambiente de expectación. La gente hojeaba el catálogo por última vez y el personal de la empresa subastadora ya estaba sentado junto a los teléfonos, listo para atender a los postores que llamaran, cosa que a Mike le intrigaba: ¿quiénes eran los que hablaban al otro extremo del hilo? ¿Financieros de Hong Kong? ¿Celtas de Manhattan con predilección por escenas de las Highlands y pastores con falda escocesa? ¿Estrellas de rock o de cine? Se los imaginaba haciéndose la manicura o en manos del masajista mientras gritaban su oferta por teléfono, alzando pesas en su gimnasio particular o a bordo de un jet privado. De algún modo siempre se los imaginaba más ostentosos que cualquiera de los asistentes a las subastas. En cierta ocasión quiso sacarle a Laura información sobre los que pujaban por teléfono, pero ella se hizo un gesto dando a entender que había secretos que no podía revelar.
Probablemente conocía a la mitad del público presente, casi todos galeristas interesados en la reventa de las pinturas. Y estaban los curiosos, vestidos de cualquier manera, como si hubieran entrado únicamente porque no tenían otra cosa que hacer. Quizás alguno de ellos tuviera cuadros en casa, herencia de un pariente lejano, y acudían para saber cómo se cotizaba la firma del pintor. Como él, auténticos coleccionistas que podían permitirse la compra de lo que subastasen, había dos o tres. Y sentado en primera fila, la fila de los nuevos, pero desprovisto de paleta de puja, o sea, simple curioso, Chib Calloway. Mike le había visto nada más entrar, pero por el momento había logrado pasar desapercibido. Sabía que aquellos dos hombres que estaban apoyados en la pared a la izquierda de Calloway eran los mismos que había visto una semana antes en el Shining Star. En su encuentro con Calloway en la National Gallery, el gánster no iba acompañado de sus matones, por lo que Mike pensó que quizás había cambiado y deseaba llamar la atención y que el público de la sala viera que era un hombre con escolta. Simple exhibición de su importancia.
El presidente dio un golpe con el martillo, señalando el principio de la subasta. Los primeros cinco lotes se liquidaron rápido y alcanzaron la cifra de reserva prevista. Cruzó el umbral un personaje al que Mike saludó con una inclinación de cabeza. A punto de jubilarse, Robert Gissing disponía de más tiempo para asistir a exposiciones previas y a subastas. Con su rostro congestionado y ceñudo dirigió una mirada panorámica a la sala. Si Allan lamentaba la desaparición de tantos cuadros, Gissing tenía fama de llegar al borde de la apoplejía en las subastas y abandonar repentinamente la sala, oyéndose sus voces en el vestíbulo: «¡Obras realmente geniales! ¡Vendidas como esclavos y arrebatadas a la contemplación de quienes lo merecen!». Mike esperaba que aquel día no montase una escena. Laura ya tenía bastante con que lidiar. Advirtió que Gissing tampoco había cogido paleta y empezó a pensar cuántas personas de la sala tenían verdadero interés en comprar algo. Los dos lotes siguientes no alcanzaron el precio de reserva y eso hizo aumentar el temor de Mike. Sabía que había galeristas que se reunían previamente para intercambiar sus intereses particulares y que quedaban de acuerdo en no enzarzarse en la puja, para que así el precio se mantuviera bajo si no había coleccionistas en la sala o llamadas telefónicas.
Le pareció ver que Laura se sonrojaba. Tosió discretamente, hizo una pausa entre un lote y otro y bebió un poco de agua, mientras miraba al público por si captaba a alguna persona interesada. Se notaba poco entusiasmo, era más bien como si se hubiera hecho un vacío. Se olía el polvo de marcos viejos mezclado con el tweed de las chaquetas y la cera del suelo. Elucubró sobre la vida secreta de cada uno de aquellos cuadros, pensando en el viaje que habían llevado a cabo desde la imaginación al boceto, y del boceto al lienzo. Un cuadro, acabado, enmarcado, exhibido y vendido, que había pasado de un propietario a otro, transmitido por herencia, tal vez, o abandonado por falta de interés, para un día ser rescatado de una tienda de objetos de segunda mano y obtener la gloriosa restauración. Siempre que compraba un cuadro dedicaba tiempo a examinarlo por detrás en busca de pistas: cálculos de medidas escritas con tiza por el autor en el bastidor, etiqueta de la primera galería de venta, etc. Consultaba catálogos para localizar los sucesivos propietarios. De su última compra, el bodegón de Monboddo, la fecha de creación databa de un viaje a la Costa Azul del artista y había viajado a Inglaterra para formar parte de una exposición colectiva en la ciudad de Mayfair. Finalmente se vendió meses después en una galería de Glasgow. Aquel primer comprador era el primogénito de una familia de la industria tabacalera. Casi toda aquella información se la debía a Robert Gissing, autor de varias monografías sobre Monboddo. Miró hacia Gissing y vio que estaba con los brazos cruzados y mirada severa.
Algo sucedía en la primera fila. Calloway alzó la mano para pujar por un objeto y Laura le preguntó si tenía paleta.
—¿Es que tengo pinta de decorador? —replicó Calloway, lo que provocó una carcajada a su alrededor. Laura se disculpó diciendo que sólo se aceptaban ofertas de los que se habían registrado en recepción y añadió que aún estaba a tiempo de...
—Es igual —dijo Calloway, renunciando a la puja con un ademán.
El incidente rebajó la tensión de la sala y la animación creció en el siguiente lote. Era un Matthewson: ovejas en la nieve de finales del siglo XIX. Laura había comentado en la exhibición previa que concitaba interés. En la subasta, dos postores pujaban mano a mano por teléfono y el público centraba su atención en los empleados que atendían a las llamadas. El precio fue en aumento hasta alcanzar el doble de lo previsto y finalmente el martillo cayó con la cifra de ochenta y cinco mil libras, un resultado de lo más halagüeño para Laura. Aquello le devolvió su aplomo y se permitió una broma bien acogida por el público, lo que a su vez animó algo más el ambiente y provocó una carcajada extemporánea de Calloway. Mike pasó unas cuantas hojas del catálogo sin ver nada tentador. Poco después se abrió camino entre los galeristas apiñados en la puerta y estrechó la mano a Gissing.
—¿No es ése el gánster que estaba el otro día en el bar? —musitó, señalando con la cabeza hacia la primera fila.
—No se debe juzgar por las apariencias, Robert —susurró Mike al oído del profesor—. ¿Podemos hablar más tarde?
—¿Por qué no ahora, antes de que me dé un infarto? —replicó Gissing.
Al fondo del pasillo, una escalera conducía al piso superior de la exposición de objetos antiguos, libros y joyería. Mike se detuvo al pie de ella.
—¿Y bien? —inquirió Gissing.
—¿Te ha gustado la subasta?
—Tan poco como de costumbre.
Mike asintió con la cabeza, sin saber cómo iniciar la conversación. Gissing sonrió indulgente.
—Mike, he estado dándole vueltas en la cabeza —dijo pausadamente— a lo que te dije ayer en el bar. Me di cuenta de que lo entendiste de inmediato, de que comprendiste la legítima validez de mi idea.
—Sí, pero supongo que no sería una propuesta en serio. Vamos, que no se puede ir por ahí robando cuadros. En primer lugar, al First Caledonian no le haría ninguna gracia. ¿Y qué diría Allan?
—Quizás deberíamos preguntárselo —respondió Gissing muy serio.
—Escucha —replicó Mike—, estoy de acuerdo en que es un buen planteamiento. Me gusta eso de planear una especie de... golpe.
Gissing escuchaba con atención y volvió a cruzarse de brazos.
—Yo también he estado dándole vueltas —dijo finalmente—. Y durante bastante tiempo. Es un buen ejercicio para la materia gris, como suele decirse. Pero hace ya tiempo que pensé que no podría ser en el First Caledonian, porque su instalación de seguridad es excelente. Pero ¿y si hubiera algún medio de liberar ciertos cuadros sin que se advirtiera su ausencia?
—¿De la cámara de seguridad de un banco?
Gissing negó con la cabeza.
—Tan difícil, no. ¿Tengo pinta de atracar un banco? —añadió, dándose palmadas en el vientre.
Mike dejó escapar una risita.
—Hablas de manera hipotética, ¿no?
—Porque lo digas tú.
—Muy bien, pues explícate. ¿Dónde robamos los cuadros?
Gissing hizo una pausa y se pasó la lengua por el labio inferior.
—En la National Gallery —contestó finalmente.
Mike le miró un instante antes de lanzar un resoplido.
—Sí, claro —dijo, recordando su conversación con Calloway: «¿Alguien ha robado alguna vez en este lugar?».
—Ahórrate el sarcasmo, Mike —replicó Gissing.
—O sea que vamos allí, entramos y salimos y nadie se entera de nada.
—Eso más o menos. Te lo puedo explicar mientras tomamos una copa, si te interesa.
Se miraron el uno al otro Mike fue el primero en parpadear.
—¿Cuánto tiempo hace que lo planeas?
—Tal vez más de un año. Quiero jubilarme con algo, Mike. Algo que nadie más en el mundo tenga.
—¿Rembrandt, Tiziano, El Greco?
Gissing se encogió de hombros. Mike vio que Allan salía de la sala de subastas y le hizo una señal para que se acercara.
—Tal vez ese Bossun que compraste no fue tan mala idea —dijo Allan, suspirando—. Acaban de llevarse uno por treinta y ocho mil libras. El año pasado no alcanzó las veinte mil... ¿Qué ocurre? —añadió mirando a uno y al otro—. Parece que os haya pillado sorprendidos con las manos en la masa.
—Íbamos a tomarnos una copa y a hablar de un asunto —dijo Gissing.
—¿De qué?
—Robert —terció Mike para explicárselo— me ha manifestado su intención de birlar cuadros de la colección nacional sin que se note su ausencia. Un regalo para su jubilación.
—Mucho mejor que un reloj de oro —comentó Allan.
—Pero es que lo dice en serio.
Allan miró a Gissing, que se encogió de hombros.
—Bebamos primero y luego hablamos —dijo el profesor.
El inspector Ransome vio salir a los tres hombres de la sala de subastas y caminar media manzana hasta un bar situado en un sótano llamado Shining Star. A uno de ellos le conocía porque le había visto días atrás tomando café con Chib Calloway en la cafetería de la National Gallery. Primero en el museo y ahora en una subasta. Ransome había leído el anuncio en el tablón: la subasta comenzaba a las diez. Calloway se presentó veinte minutos antes, compró un catálogo en recepción y le indicaron el acceso a la sala. ¿Qué demonios era aquello? Le acompañaban Glenn y Johnno, como si fueran a hacer algún trato. Al cabo de un cuarto de hora Johnno salió a fumar un cigarrillo con cara de aburrimiento y comprobó en el móvil si había llamadas o mensajes. No le había visto porque estaba detrás de una columna, a veinticinco metros de la entrada a la sala de conciertos, pero in albis respecto a lo que sucedía.
Aquel día estaba solo. Ben Brewster se había quedado en la comisaría despachando el papeleo acumulado en la bandeja de entrada. Tampoco faltaban papeles en su mesa, pero no podía ignorar la llamada del confidente. Y ahora tenía dos trofeos por el precio de uno: Calloway y el hombre guapo y bien vestido. No sabía si ir al bar a ver si podía oír algo o quedarse allí. Ojalá se hubiese llevado a Brewster.
Transcurrió otra media hora hasta que la sala de subastas empezó a vaciarse. Ransome, desde detrás de la columna, vio salir a Calloway flanqueado por Glenn y Johnno, que se encendió un cigarrillo en cuanto pudo. Pero entonces Calloway cambió de idea, volvió a entrar en el edificio y los dos guardaespaldas pusieron los ojos en blanco. No debía de ser fácil trabajar para un loco como Calloway. Johnno y Glenn tenían agallas. Los dos habían estado presos en la cárcel de Saughton y en otras por violencia, amenazas e intimidación. Johnno era el menos previsible, el más proclive a ponerse hecho una furia. Glenn al menos tenía algo de sentido común. Hacía lo que le mandaban, pero solía ser tranquilo.
Calloway reapareció unos dos minutos más tarde. Hablaba con una mujer a la que Ransome reconoció. Calloway gesticulaba señalando la calle, quizás sugiriendo tomar una copa, pero ella negaba con la cabeza educadamente. Aceptó un apretón de manos y volvió a entrar en el edificio. Johnno dio unas palmaditas en la espalda a su jefe, como diciéndole «bien por probar», pero a éste no le gustó y le replicó algo. Echaron a andar los tres hacia..., vaya, vaya, hacia aquel mismo bar. De nuevo era cuestión de decidirse y Ransome no se lo pensó dos veces. Cruzó la calle y atravesó la puerta, sonrió a la recepcionista, fue tras los pasos de Laura Stanton y entró en la sala de subastas, ya vacía.
No tan vacía, porque unos empleados con mono marrón aún apilaban sillas, desenchufaban los teléfonos de la pared, desmontaban el estrado y retiraban las pantallas de plasma. Una persona entregó a Laura un papel con cifras, con el total al pie de página rodeado con un círculo. Su rostro no dejó traslucir su impresión.
—Hola, Stanton —le dijo Ransome.
Ella no le reconoció de entrada, pero finalmente sonrió.
—Ransome, cuánto tiempo.
Los dos habían hecho el mismo curso en el colegio y, por un amigo común, coincidían en las mismas fiestas y salidas nocturnas. Habían perdido contacto durante diez años hasta coincidir de nuevo en una reunión en la universidad, a la que siguieron otras tantas, y unos meses atrás volvieron a coincidir en un concierto de jazz en el Queen’s Hall. Laura se le acercó y le besó en las mejillas.
—¿Qué haces aquí? —inquirió.
Ransome miró detenidamente la sala y todo lo que había.
—Recuerdo que me dijiste que trabajabas en una casa de subastas, pero no pensaba que fueras la directora.
—Qué va... —replicó ella, sintiéndose halagada.
—Si hubiera llegado un poco antes, ¿te habría encontrado en plena actuación?
—Se trata más bien de breves intervenciones sucesivas —dijo ella, mirando el extracto de cifras—. Sobre todo en la venta de invierno, pero no ha estado mal.
—No estaré estorbando —dijo Ransome, mostrando falsa preocupación.
—No, no.
—Es que pasaba por aquí y te vi charlando con Chib Calloway.
—¿Con quién?
—Con ese gorila de cabeza rapada —respondió él, mirándola a la cara—. ¿Vino a comprar algo?
Laura comprendió a quién se refería.
—No parecía estar muy enterado. Al final me preguntó qué tal había ido la subasta. ¿Está mezclado en algo? —añadió más seria.
—Desde que dejó la cuna. ¿No has oído hablar de Calloway? Tiene una estela de violencia de una milla de ancho y está metido en muchos asuntos turbios.
—¿Pretende blanquear dinero?
—¿Por qué lo preguntas? —dijo Ransome, entrecerrando los ojos.
Ella se encogió de hombros.
—Sé que es algo que se hace. Me han dicho que sucede en otras casas de subastas. En ésta no, gracias a Dios —añadió bajando la voz.
—Trataré de averiguarlo —dijo Ransome, restregándose la barbilla—. Me da la impresión de que le trajo aquí uno de sus socios.
—Venía con otros dos —dijo Laura, pero Ransome negó con la cabeza.
—No me refiero a sus monos, Johnno Sparkes y Glenn Burns. Ésos son sus mamporreros cuando él no tiene ganas de mancharse las manos. No, me refiero a un tipo alto, bien vestido, de pelo largo castaño y peinado hacia atrás que salió con un hombre obeso con pantalones de pana verde y otro delgado de pelo negro, con gafas.
Laura sonrió, divertida por la descripción.
—Yo los llamo «Los tres mosqueteros» —dijo—, porque se llevan muy bien, a pesar de lo distintos que son.
Ransome asintió con la cabeza como si le pareciera lógico.
—Eso de los tres mosqueteros...
—¿Qué?
—Si no recuerdo mal eran cuatro.
Entonces sacó su libreta y le pidió a Laura los nombres.
—Portos... ¿no era ése uno? —respondió ella en broma. Pero su antiguo compañero de colegio, el policía, no estaba para bromas. Los ojos de Laura se llenaron de angustia—. Ninguno de ellos tiene nada que ver con ese tipo —añadió a la defensiva.
—Por lo que no se explica que te niegues a decirme sus nombres.
—Son posibles clientes, Ransome. Ésa es la explicación de que no te los dé.
—Laura, no eres ni un cura ni un médico que tenga que guardar un secreto profesional —replicó Ransome con un profundo suspiro—. Recuerda que soy policía y podría interpelarlos en la calle y exigírselo. Podría llevarlos a la comisaría —añadió con una pausa para que lo considerara—. Y estoy seguro de que es cierto lo que dices y que no tienen nada que ver con Calloway, pero lo que intento es ser lo más discreto posible. Si me das los nombres puedo hacer una comprobación rápida sin que se enteren. Es lo mejor, ¿no crees?
Laura reflexionó un instante.
—Supongo —dijo, recibiendo una sonrisa conciliadora de Ransome.
—¿De acuerdo, entonces? —inquirió él—. Quedará entre nosotros —añadió sin apartar el bolígrafo de la libreta, mientras ella asentía con la cabeza y él le preguntaba qué tal le había ido últimamente.