Читать книгу Puertas abiertas - Ian Rankin - Страница 8
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ОглавлениеHabía sido otro mal día para Chib Calloway.
Lo malo cuando te vigilan es que, aunque uno lo sepa, no siempre puede saberse quién o quiénes lo hacen. Debía mucho dinero. Pero también debía otras cosas, y por eso se esforzaba en no hacerse notar y únicamente contestaba a un par de sus doce móviles, los de número conocido de parientes y amigos muy allegados. Tenía dos citas para la hora de la comida, pero las había anulado simplemente disculpándose, sin explicaciones. Si se llegaba a saber que le seguían, su reputación caería aún más. Lo que sí hizo fue tomarse un par de cafés en el Cento Tre de George Street, un elegante local antigua sede de un banco. Muchos bancos de Edimburgo se habían convertido en bares y restaurantes. Con tanto cajero automático, no había necesidad de bancos. Las máquinas habían traído consigo multitud de estafas: números de tarjetas falsificados, tarjetas clonadas, dispositivos acoplados a la máquina para copiar los datos en un microchip, etc. Incluso había gasolineras que te copiaban los datos para venderlos. En eso él se andaba con mucho cuidado. Las bandas que dominaban la tecnología de la estafa en cajeros automáticos eran de origen extranjero: de Albania, Croacia y Hungría. En cierta ocasión en la que él había sondeado el asunto como un posible negocio, le comentaron que aquello era coto vedado, lo cual dolía, y más en aquel momento en que esas bandas comenzaban a actuar en Edimburgo.
Era una ciudad pequeña, sólo con medio millón de habitantes, y sin entidad para atraer a los grandes, lo que significaba que el terreno era de Chib. Él tenía negocios con varios dueños de bares y discotecas y en los últimos años no había habido necesidad de disputas por territorio. Su aprendizaje lo había hecho en guerras de territorio, ganándose una sólida fama de guerrero, y trabajando de gorila para Billy McGeehan en su salón de billar y en un par de sus pubs de Leith, asuntillos de sábado por la noche, cuando los clientes se vuelven pendencieros a medida que avanza la noche y los forasteros, arrogantes con los de Edimburgo.
Antes de los veinte años, Chib se creía un buen futbolista, pero le rechazaron en la prueba del Hearts por grandullón y torpe.
—Prueba en el rugby —le aconsejó el seleccionador.
Probó en el boxeo para mantenerse en forma, pero era incapaz de controlarse. Subía al ring y pegaba con los pies, las rodillas y los codos y cuando tumbaba al contrincante seguía zurrándole.
—Prueba en la lucha libre —volvieron a aconsejarle.
Pero entonces Billy McGeehan le hizo otra propuesta que le vino de perlas: la aceptaría, fingiría que buscaba trabajo y ganaría algún dinero los fines de semana, lo suficiente para aguantar hasta cobrar la mensualidad del paro. Pero Billy poco a poco le dio confianza y así, cuando cambió de jefe y se puso a trabajar para Lenny Corkery, ya sabía bastante. Durante la guerra que estalló después, Billy optó por largarse a Florida y traspasar los billares y los pubs a Lenny Corkery, que pasó a ser el rey del territorio y Chib, lugarteniente.
Pero después Lenny cayó en el noveno hoyo en Muirfield y Chib tomó el relevo. De todos modos, hacía tiempo que pensaba hacerlo, y los hombres de Lenny no pusieron reparos, al menos cara a cara.
—Una sucesión tranquila siempre es lo mejor para el negocio —comentó el dueño de un club.
Tranquila los primeros años. Porque las cosas se estaban poniendo feas. No por su culpa, sino que los polis habían tenido la suerte de pillar un cargamento de coca y éxtasis ya pagado, lo que era doble mala pata para él, el destinatario. Era una desgracia, porque ya debía un cargamento de hierba que había entrado en un tráiler noruego y los proveedores, una banda de Ángeles del Infierno de una ciudad de nombre impronunciable, le habían dado noventa días de plazo para pagar. Y ya habían transcurrido ciento veinte. Y los que vinieran.
Podría haber ido a Glasgow a pedir un préstamo a uno de los peces gordos, pero eso era arriesgarse a que se corriera la voz. Sería perder su imagen y, al menor signo de debilidad, los buitres se arremolinarían.
Despachó los dos expresos sin degustarlos, pero por la pulsación acelerada comprendió que estaban muy cargados. Le acompañaban Johnno y Glenn en la pequeña mesa que había junto a la cristalera, mientras las mesas cercanas se iban llenando de mujeres guapas a las que no hacía el menor caso. Las conocía muy bien: eran de esas que compran en Harvey Nicks y después toman una copa en el Shining Star con una hoja de lechuga para aguantar entre comidas, mientras sus maridos o novios trabajan en un banco o son abogados. Parásitas, en definitiva, con una estupenda casa en Grange, vacaciones de esquí y salidas para cenar. Era un Edimburgo del que ya de pequeño tenía conocimiento. De joven dedicaba los sábados a ir al fútbol (si el Hearts jugaba en casa y se terciaba meter bulla con los colegas) o al pub, o a veces a seguir a chicas por Rose Street o intentar ligar en el centro comercial de St James. O en George Street, con todos aquellos escaparates de tiendas de moda y joyerías sin precios, que ya entonces le resultaba un mundo aparte. Pero eso no le disuadía de ir a aquel local. ¿Por qué no iba a ir? Él llevaba dinero en el bolsillo como cualquier otro, vestía jerséis de cuello de cisne de Nicole Fabri y chaquetas de DKNY, zapatos de Kurt Geiger, calcetines de Paul Smith, etc. Él era igual que cualquier otro hijo de mala madre y mejor que la mayoría. Él vivía en el mundo real.
—Con sus putas complicaciones.
—¿Qué dices, jefe? —preguntó Glenn, lo que le hizo ver que había pensado en voz alta. Chib no contestó, pidió la cuenta a una camarera que pasaba junto a ellos y miró a sus dos guardaespaldas. Glenn acababa de entrar después de echar un vistazo a la calle y dijo que no había nadie merodeando por los alrededores.
—¿Y en las ventanas de las oficinas?
—Tampoco.
—¿Y en alguna tienda, fingiendo mirar el escaparate?
—Ya te lo he dicho —replicó Glenn irritado—. Si hay alguien, lo disimula estupendamente.
—No tienen que hacerlo estupendamente, basta con que a ti te lo parezca —replicó Chib, mordisqueándose el labio inferior, como hacía a veces cuando reflexionaba. Tras pagar la cuenta adoptó una decisión—: Bien, podéis abriros los dos.
—¿Cómo? —terció Johnno, que no acababa de estar seguro de haberlo oído bien.
Chib no dijo nada. A su modo de ver, si eran los Ángeles o alguien como ellos, lo más probable era que entrasen en contacto cuando estuviera a solas. Y si era la pasma... La verdad es que no estaba seguro. Pero una cosa u otra. Notaba algo. Había algo.
La expresión de la cara de Glenn le daba a entender que su decisión no era precisamente la mejor.
La idea de Chib era mezclarse con el gentío que iba de compras en Princes Street. Al ser zona peatonal, si le seguían tendrían que hacerlo a pie. Luego subiría la larga escalinata junto al Mound y deambularía por calles más tranquilas de la Ciudad Vieja, donde era fácil detectar a cualquiera que le siguiera a pie.
Era un plan. Pero tampoco gran cosa, como no tardó en comprobar. Les dijo a Glenn y a Johnno que se quedaran en el coche y que les llamaría si los necesitaba. A continuación tomó por Frederick Street y cruzó al tramo tranquilo de Princes Street donde no había tiendas. El castillo se erguía en lo alto. Veía las figuras diminutas de los turistas asomados a las murallas. Hacía años que no había ido al castillo. Recordó una visita de los tiempos del colegio en la que se escabulló a los veinte minutos para escaparse al centro de la ciudad. Haría un par de años se tropezó en un bar con un conocido que le explicó un minucioso plan para robar las joyas de la corona de Escocia. Su respuesta fue una bofetada.
—El castillo no es sólo para visitas turísticas —le replicó al desventurado borracho—. Hay toda una tropa en activo. ¿Cómo vas a sacar las joyas con tanto soldado?
Cruzó el pie del Mound por los semáforos y siguió hacia la escalinata, deteniéndose de vez en cuando y mirando atrás. Nadie. «Maldita sea», pensó. Contempló la subida y se dio cuenta de lo empinada que era realmente aquella escalinata. No estaba acostumbrado a caminar, y los compradores y turistas de Princes Street le habían cansado y cruzar la calle esquivando coches y autobuses le había hecho sudar. ¿De qué valía prohibir la circulación de coches si aquello se convertía en una pista de carreras para taxis y autobuses? Vio claro que sería incapaz de subir la escalinata y se detuvo un momento a pensar una alternativa. Podía atajar por el parque de Princes Street, porque de volver por Princes Street ni hablar. Vio delante de él un edificio de estilo griego. Dos, en realidad, uno detrás de otro. Sabía que eran museos. El año anterior, en uno de ellos habían envuelto las columnas para una exposición o algo así. Se le vino a la mente lo de aquellos tres tíos del bar. Se había acercado a su mesa sabiendo que los asustaría con sólo mirarlos serio quince segundos. Aquel catálogo lleno de pinturas que tenían... Bueno, ahora se encontraba precisamente ante la puerta de la National Gallery de Escocia. ¿Por qué no entrar? A lo mejor era un mensaje del cielo. Además, si alguien le seguía, allí dentro podría comprobarlo. Al cruzar la puerta que le abrió un empleado, dudó y echó mano al bolsillo.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó.
—Es gratis, señor —contestó el portero con una leve inclinación de cabeza.
Ransome vio cómo la puerta se cerraba tras Chib Calloway.
«Vaya, esto sí que es bueno», dijo para sus adentros, metiendo la mano en el bolsillo para coger el móvil.
Ransome era inspector de la policía de Lothian y Borders. Su colega, el sargento Ben Brewster, que estaba dentro de un coche sin distintivos aparcado entre el Mound y George Street, respondió de inmediato.
—Acaba de entrar en la National Gallery —dijo Ransome.
—¿Para una cita? —La voz de Brewster sonaba floja, como si hablara desde alguna especie de aparcamiento.
—No lo sé, Ben. Me pareció que se dirigía a la escalinata de Playfair, pero luego cambió de idea.
—También yo me lo pensaría —comentó Brewster conteniendo la risa.
—No creas que yo estaba muy decidido a darme ese subidón —añadió Ransome.
—¿Sabes si te ha visto?
—Claro que no. ¿Dónde estás?
—Aparcado en doble fila en Hannover Street y aguantando improperios. ¿Vas a seguirle dentro del museo?
—No lo sé. Dentro hay más posibilidades de que se dé cuenta que en la calle.
—Bueno, sabe que le vigilan. ¿Por qué habrá prescindido de sus dos secuaces?
—Buena pregunta, Ben. —Ransome miró el reloj. No era necesario, porque una explosión a su derecha seguida de una nube de humo en las murallas del castillo le sacó de dudas: el cañonazo de la una. Empezó a salir gente del museo, pero era imposible cubrir bien con la vista las dos puertas—. No te muevas de ahí —añadió—. Aguantaré cinco o diez minutos más.
—Me llamas —dijo Brewster.
—Te llamo —dijo Ransome.
Guardó el móvil en el bolsillo y asió con las dos manos la baranda. En el parque todo parecía en orden. Un tren avanzaba por la vía camino de la estación de Waverley. Todo tranquilo y en orden: Edimburgo era ese tipo de ciudad. Podía uno vivir en ella toda su vida sin enterarse de si sucedía algo, aunque ocurriera en casa del vecino. Dirigió la atención al castillo. Había momentos en que le parecía un familiar severo, que fruncía el ceño ante cualquier indecencia de abajo. Mirando un plano de la ciudad llamaba la atención el contraste entre la Ciudad Nueva al norte y la Ciudad Vieja al sur. La primera era un proyecto geométrico y racional; la segunda, un galimatías caótico en el que se alzaban casas por todas partes. Se decía que antiguamente habían ido añadiendo pisos a las viviendas hasta que acabaron hundiéndose. A Ransome le gustaba el ambiente de la Ciudad Vieja, pero siempre había soñado con vivir en una elegante casa georgiana de la Ciudad Nueva, por lo que todas las semanas compraba un billete de lotería. Era la única posibilidad, porque si no, con su sueldo de policía...
Por el contrario, Chib Calloway, que de sobras podía permitirse vivir en la Ciudad Nueva, prefería vivir en una zona de mala muerte del extrarradio oeste a tres kilómetros de donde se había criado. Ransome razonó que de gustos no había nada escrito.
El policía pensó que Calloway no estaría mucho tiempo en el museo. Para un tipo como él, el arte debía de ser algo tan raro como la criptonita. Saldría por la puerta principal o por la del parque, una de dos, así que tendría que adoptar una decisión. Aunque, la verdad..., ¿qué más daba? Las citas que había convenido Chib —de las que él estaba enterado— no iban a tener lugar, y si no podía obtener pruebas, perdería inútilmente unas horas de su vida. Ransome, con algo más de treinta años, era ambicioso e impaciente de oportunidades; Chib Calloway sería un trofeo, por supuesto. Quizás no tanto como cuatro o cinco años atrás, pero por aquel entonces él era un simple agente uniformado sin poder para ejercer, o siquiera sugerir a sus superiores, una operación de vigilancia continuada. Ahora, por el contrario, tenía acceso a información del cuerpo, lo cual era un factor determinante entre fracaso y éxito. Uno de los primeros casos de los que se había hecho cargo en el departamento de investigación criminal fue un intento de imputación contra Calloway, pero ante el tribunal, un abogado había hecho añicos la prueba, para mal del miembro más joven del equipo de investigación.
«Agente de investigación Ransome, ¿está seguro de que ése es su título? La verdad es que he conocido agentes de uniforme más hábiles.» Recordaba la cara engreída del abogado, con sus mejillas rubicundas y la peluca, y a Chib Calloway carcajeándose en el banquillo de los acusados y apuntándole burlón con el dedo en el momento de abandonar el estrado de testigos. Más tarde, el jefe del equipo de investigación le dijo con sus mejores palabras que no tenía importancia. Pero sí la tenía, y mucho que le importó durante años.
Ahora le parecía que había llegado la ocasión..., ahora o nunca. Todo lo que sabía y lo que sospechaba cristalizaría en un resultado inminente: la vida de Chib Calloway estaba a punto de dar un tumbo. Incluso podía producirse de un modo sangriento sin que él interviniese, pero eso no le impedía recrearse en calidad de testigo presencial.
Ni excluía que él se llevase el mérito.
Chib Calloway aguardó en el vestíbulo unos minutos, pero vio que sólo entraba una pareja de mediana edad de piel morena con acento australiano. Fingió examinar el plano de las plantas del edificio y acto seguido hizo una mueca apreciativa con los labios en dirección a los vigilantes para darles a entender su complacencia por la distribución general. Respiró hondo y entró en la galería.
Había poca gente. Eran salas enormes que respondían con un eco a toses y susurros. Volvió a ver a los australianos y a unos estudiantes extranjeros con un guía. Escoceses no eran: cutis moreno, demasiado bien vestidos, y pasaban con lentitud, casi en silencio por delante de los enormes lienzos, con cara de aburridos. Vio que no había muchos vigilantes. Estiró el cuello tratando de comprobar si las cámaras de videovigilancia estaban donde él creía, pero no veía cables por detrás de los cuadros, lo cual significaba que no estaban conectados a una alarma. Algunos, no todos, parecían atornillados a la pared. Y aun así, en cosa de medio minuto, con un cuchillo Stanley te podías hacer con ellos: el lienzo y el marco, incluso. Media docena de jubilados con uniforme no eran problema.
Chib se acomodó en un asiento tapizado en el centro de una sala y sintió que sus pulsaciones aminoraban. Simuló contemplar con interés el cuadro que tenía delante: un paisaje con montañas, templos, rayos de sol y, en primer plano, unas figuras humanas con amplias túnicas. No tenía ni idea de su significado. Uno de los estudiantes extranjeros, un muchacho bronceado con aspecto de español, le tapó la vista un instante para desplazarse acto seguido a un lado a leer el rótulo informativo de la pared, ajeno a la mirada furibunda de Chib: «Eh, chaval, éste es mi cuadro, mi ciudad, mi país».
En ese momento entró otro hombre en la sala. Era mayor que el estudiante y mejor vestido: gabán negro de lana hasta los tobillos y zapatos negros relucientes, impecables. Llevaba un periódico doblado y parecía estar matando el tiempo, con los carrillos inflados. Calloway le miró como quien no quiere la cosa y, al percatarse de que aquella cara le resultaba conocida, se le encogió el estómago. ¿No sería él quien le venía siguiendo? Delincuente, no parecía. Pero tampoco un poli. ¿Dónde lo había visto antes? El hombre, sin apenas mirar el cuadro, se alejó dejando atrás al estudiante y ya salía de la sala cuando Chib recordó de qué lo conocía.
Se levantó y siguió sus pasos.