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Gissing no tenía prisa por contarlo. Daba vueltas al whisky en el vaso, oliéndolo de vez en cuando, como reticente a probarlo. Era demasiado pronto para Mike y Allan iba a marcharse a la oficina alegando que tenía que tomar café con un cliente. Removía la espuma del capuchino, mirando y volviendo a mirar de vez en cuando la hora en el reloj y los mensajes del móvil.

—Bueno —dijo Mike por tercera o cuarta vez. Él tomaba un expreso doble que le habían servido con una galleta de almendra que había apartado a un lado. El Shining Star estaba casi vacío. Sólo había dos mujeres que hacían una pausa en sus compras, con las bolsas en el suelo, y al fondo del local, desde donde no podían oírlas. Por los altavoces sonaba una música electrónica no muy alta.

Gissing estiró el brazo, cogió la galleta, la mojó en el whisky y comenzó a chuparla con ojos risueños.

—Bueno, me voy —dijo Allan, rebulléndose en el asiento. Estaban en el mismo compartimento de la semana anterior y les había servido la misma camarera, aunque no parecía haberlos reconocido.

Gissing reaccionó a la insinuación de Allan.

—En realidad es muy sencillo —comenzó diciendo, mientras dejaba caer unas migas de la comisura de los labios—. Pero vete si quieres, Allan. Yo mientras tanto le explicaré a Mike lo fácil que es robar un cuadro.

Allan decidió quedarse unos minutos más. Gissing se acabó la galleta, se llevó el vaso a los labios y lo apuró relamiéndose de gusto.

—Te escuchamos —le dijo Mike al profesor.

—Las galerías y los museos de nuestra gentil ciudad —Gissing se inclinó sobre la mesa y se apoyó en los codos— no tienen suficiente espacio para exhibir ni la décima parte de sus fondos. Ni la décima parte —repitió, haciendo una pausa para crear interés.

—Hasta aquí, de acuerdo —comentó secamente Mike.

—Y esos tristes objetos permanecen desamparados en la oscuridad, permanecen allí durante años, Mike, sin que nadie los vea. Óleos, dibujos, grabados, joyas, estatuas, jarrones, cerámica, alfombras, libros, etc. —añadió Gissing, enumerándolos con los dedos—, desde la Edad de Bronce. Cientos de miles de objetos.

—Y, según tú, ¿podemos llevarnos unos cuantos?

Gissing bajó aún más la voz.

—Se encuentran almacenados en un local enorme del muelle de Granton. Yo he estado allí en varias ocasiones y... ¡aquello es un tesoro!

—¿Un tesoro perfectamente catalogado e inventariado? —comentó Allan.

—Sé que hay objetos colocados en estanterías que no se corresponden y piezas que se tardaría meses en localizar.

—¿Y es un almacén? —Gissing asintió con la cabeza—. ¿Con guardianes, videovigilancia, tal vez dos pastores alemanes y algún que otro alambre de espino?

—Están muy bien guardados —admitió Gissing.

Mike sonrió. Le divertía aquel juego. Al viejo también parecía divertirle y Allan estaba intrigado.

—¿Y cómo podemos hacerlo? —preguntó Allan—. ¿Nos disfrazamos de comandos e irrumpimos en el almacén?

Gissing sonrió.

—Allan, querido, creo que podemos hacerlo de una manera más sutil.

Mike se reclinó en el asiento y cruzó los brazos.

—Muy bien, tú conoces el lugar. ¿Cómo se entra? E incluso si lo conseguimos, ¿cómo podemos salir después con algo sin que lo noten?

—Dos magníficas preguntas —dijo Gissing con aparente franqueza—. La respuesta de la primera es por la puerta principal. Y te diré más: como invitados.

—¿Y de la segunda?

Gissing alzó las manos con la palma hacia arriba.

—No faltará ningún cuadro.

—Aquí lo que falta es el mínimo sentido de la realidad —terció Allan. Gissing le miró.

—Dime una cosa, Allan: ¿el First Caledonian participa en el Día de Puertas Abiertas?

—Sí, claro.

—¿Y qué me puedes contar de ello?

Allan se encogió de hombros.

—Es tal como suena. Un día al año en el que muchas instituciones abren sus puertas al público para que éste vea sus sedes. Yo el año pasado fui al observatorio y el año anterior creo que a la logia masónica.

—Muy bien —dijo Gissing, como si encomiara a un alumno—. ¿También tú has oído hablar de eso? —añadió, dirigiéndose a Mike.

—Vagamente —contestó éste.

—Bien. El almacén de Graton también participa. Me han dicho que abrirá sus puertas al público a finales de mes.

—Muy bien —dijo Mike—, así que entramos como si fuéramos del público. Pero el problema es salir.

—Es cierto —asintió Gissing—. Y me temo que hay factores como cuartos de vigilantes y cámaras de seguridad que escapan a mis competencias. Pero el quid de la cuestión es que no se echará nada en falta. Todo quedará como estaba.

—Creo que no te sigo —dijo Allan, jugueteando con la pulsera del reloj y enviando un mensaje a su secretaria.

—Hay un pintor... —comenzó a decir Gissing, pero interrumpió la frase al advertir una sombra que se arrimaba a la mesa.

—Se está convirtiendo en algo habitual —dijo Chib Calloway, rompiendo el silencio. Le tendió la mano a Mike mientras Allan se encogía como temiéndose un puñetazo—. ¿Os ha dicho Mike que fuimos juntos al colegio? —añadió Calloway, dándole una palmada en la espalda—. El otro día estuvimos reviviendo recuerdos. Mike, no te he visto en la subasta.

—Estaba al fondo de la sala.

—Podrías haber venido a saludarme, así me habrías ahorrado perderlo todo por no llevar paleta —dijo el gánster, riendo su propia gracia—. ¿Qué quieren tomar, caballeros? Invito yo.

—No, gracias —replicó Gissing—. Tenemos una conversación privada.

—Eso es muy poco amable —replicó Calloway, mirándole.

—No queremos tomar nada, Chib —dijo Mike, tratando de evitar cualquier incidente—. Robert estaba..., bueno, iba a decirme algo.

—Ah, ¿es una reunión de negocios? —dijo Calloway, asintiendo con la cabeza e irguiéndose—. Bueno, venid a la barra cuando terminéis. Quiero preguntaros cosas sobre la subasta. Quise que me las explicara esa tía buena, pero estaba muy ocupada contando la pasta. —Se dio media vuelta para marcharse, pero se detuvo—. Y espero que no habléis de nada ilegal, porque las paredes tienen oídos.

Volvió a la barra donde estaban sus dos guardaespaldas.

—Mike, ¿ahora resulta que sois amigos? —dijo Allan sorprendido.

—Olvídate de Calloway. ¿Qué decías de un pintor? —preguntó Mike, mirando a Robert Gissing.

—Espera, antes... Toma —contestó Gissing, sacando una hoja doblada del bolsillo de la chaqueta—, creo que esto te gustará. —Mike desdobló el papel mientras Gissing seguía hablando. Era una hoja de catálogo arrancada—. ¿Recuerdas que fue en la exposición de Monboddo del año pasado en la National Gallery donde nos presentó Allan? —añadió Gissing.

—Recuerdo que me mareaste con las fuerzas y las debilidades de Monboddo... —comenzó a decir Mike, deteniéndose al ver lo que tenía en la mano.

—Ése era tu cuadro preferido, ¿verdad? —preguntó Gissing.

Mike asintió con la cabeza. Era un retrato de la esposa del pintor realizado con gran pasión y delicadeza... y de asombroso parecido con Laura Stanton, a la que también había conocido la misma tarde y de la que pensó que no volvería a verla.

—¿Está guardado en el almacén? —preguntó.

—Claro. Volvió directamente allí después de la retrospectiva. ¿Sabes cuánto mide? Poco más de cuarenta y cinco por treinta centímetros. Y, sin embargo, en el museo no tienen sitio para un retrato tan exquisito. ¿Entiendes lo que trato de decir, Mikel? Los liberamos, no los robamos. Lo haremos por amor.

—Bueno, yo tengo que marcharme —dijo Allan mientras se levantaba—. Mike..., recuerda que Calloway es algo de tu pasado y quizás sea mejor que continúe siéndolo —añadió, mirando hacia la barra.

—Sé cuidarme solo, Allan.

—Para ti también tengo un regalo de despedida —dijo Gissing, interrumpiendo el diálogo y tendiendo a Allan una página arrancada de otro catálogo—. Sé que te gustan mucho. Pues hay una docena más para elegir, si ésos no te satisfacen.

Sin salir aún de su asombro, Allan volvió a sentarse.

—Bien —prosiguió Gissing satisfecho con su reacción—, el pintor de quien iba a hablaros es un joven que conozco. Se llama Westwater.

Puertas abiertas

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