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ОглавлениеEl Shining Star era un sótano de techo bajo sin ventanas, con paredes recubiertas con paneles de caoba y asientos de cuero marrón, del que Gissing había comentado que se sentía como en un ataúd bien forrado.
Habían cogido la costumbre de ir allí después de las presentaciones previas y de las subastas a hacer su «análisis tras el partido», como decía Gissing. Aquella noche el local estaba medio lleno: estudiantes a juzgar por su aspecto, pero con dinero.
—Hijos de papá, con segunda residencia en Stockbridge —musitó Gissing.
—Con los que tú te ganas la vida —dijo Allan en broma.
Ocuparon una mesa vacía y aguardaron a que vinieran a tomarles nota: whisky para Gissing y Mike y champán de la casa para Allan.
—Necesito una copa de auténtico McCoy para borrar el mal recuerdo —dijo.
—Eso que dije es en serio. Es absolutamente cierto lo que comenté sobre cuadros recluidos —comentó Gissing mientras se restregaba las manos como si se las enjabonara.
—Lo sabemos —comentó Allan—, pero predicas a unos conversos.
Robert Gissing era director de la Escuela de Bellas Artes de Edimburgo, aunque no por mucho tiempo, pues le faltaban un par de meses para jubilarse, a finales de verano. Aun así, parecía dispuesto a argumentar sus opiniones hasta el último momento.
—No puedo creer que fuera ése el deseo de sus autores —insistió Gissing.
—¿Los pintores no solían buscar mecenas? —dijo Mike sin poder evitarlo.
—Mecenas que hacían donaciones de obras importantes a museos y galerías de renombre —replicó Gissing.
—También lo hace el First Caly —arguyó Mike, mirando a Allan para que lo corroborara.
—Es cierto —dijo Allan—. Hay cuadros nuestros por todas partes.
—Pero no es lo mismo —gruñó Gissing—. Hoy en día todo es negocio, cuando a lo que debería aspirarse es al placer que procuran las obras por sí mismas —añadió, dando un puñetazo en la mesa.
—Modérate —dijo Mike—. Van a pensar que estás impaciente por que nos sirvan. ¿Hay alguna camarera guapa? —añadió, haciendo gesto de volver la cabeza al advertir que Allan no quitaba ojo de la barra.
—¡No mires! —dijo Allan, bajando la voz e inclinándose sobre la mesa—. Hay tres hombres en la barra bebiendo deprisa de una botella con inquietante aspecto de Roederer Cristal...
—¿Galeristas?
Allan negó con la cabeza.
—Creo que uno es Chib Calloway.
—¿El gánster? —preguntó Gissing justo en el momento en que concluía una pieza melódica, con el resultado de que en el breve silencio su pregunta sonó más fuerte de lo normal y en el instante, además, en que estiraba el cuello para mirar a Calloway, que lo advirtió y los miró a su vez a los tres. Era un tipo de gruesa cabeza rapada sobre anchos hombros caídos que vestía una chaqueta de cuero negro sobre una camiseta negra y ceñida y con una mano en la que la copa de champán parecía asfixiarse.
Allan abrió el catálogo y fingió leerlo.
—Muy presentable —comentó.
—Fui al colegio con él —añadió Mike en voz baja—, pero no creo que se acuerde.
—No creo que sea el momento de animarle a que haga memoria —comentó Allan mientras llegaban las bebidas.
Calloway era famoso en Edimburgo: protección, locales de striptease y tal vez drogas. La camarera que los atendía les dirigió por su cuenta una severa mirada de prevención antes de alejarse, pero era demasiado tarde: un hombre corpulento iba ya hacia ellos. Chib Calloway apoyó los nudillos en la mesa y se inclinó sobre ella, proyectando su sombra sobre los tres.
—Me parece que me zumban los oídos —dijo. No reaccionó nadie, pero Mike le sostuvo la mirada. Calloway, medio año mayor que él, no se conservaba tan bien. Tenía una tez macilenta y el rostro marcado, recuerdo de peleas—. Estáis muy calladitos, ¿no? —prosiguió mientras cogía el catálogo. Miró la portada, lo abrió al azar y examinó una de las primeras obras maestras de Bossun—. ¿Entre setenta y cinco y cien mil? ¿Por unos manchones? —comentó, dejando caer el catálogo en la mesa—. Pues, amigos, eso es lo que yo llamo robo a mano armada. Yo no pagaría ni un duro, y menos billetes de los grandes. —Cruzó un instante la mirada con Mike, pero como nadie abría la boca, pensó que allí no se le había perdido nada y regresó a la barra conteniendo la risa, apuró su copa y abandonó el local con sus ceñudos compañeros.
Mike vio cómo los camareros se relajaban mientras retiraban la cubitera y las copas. Allan, sin apartar los ojos de la puerta, aguardó unos segundos para hablar.
—Deberíamos haberles plantado cara —dijo mientras se llevaba la copa a los labios con mano temblorosa—. Se dice que Calloway —añadió por encima del borde de la copa— atracó el First Caly en 1997.
—Pues podría haberse retirado ya —comentó Mike.
—No todos los retirados saben administrar el dinero como tú, Mike.
Gissing había terminado su whisky e hizo un gesto en dirección a la barra para pedir otro al tiempo que decía:
—Tal vez él podría ayudarnos.
—¿Ayudarnos? —inquirió Allan.
—En otro atraco al First Caly —dijo el profesor, mirando al vaso vacío—. Seríamos luchadores por la libertad, Allan, lucharíamos por una causa.
—¿Por qué causa? —preguntó sin poder contenerse Mike, que se esforzaba por recuperar su normalidad respiratoria y cardíaca. En casi veinte años que no veía a Calloway había cambiado radicalmente. Ahora tenía un aspecto realmente amenazador y un aire de saberse invulnerable.
—La de la liberación de algunas de esas obras de arte reclusas —dijo Gissing, sonriendo al ver que llegaba el whisky—. Hace mucho tiempo que están en poder de los infieles. Es hora de vengarnos.
—Tu idea me complace —dijo Mike sonriente.
—¿Y por qué el First Caly? —replicó Allan—. Hay malvados de sobra.
—Y no tan a las claras como el señor Calloway —asintió Gissing—. ¿Dijiste que habías ido al colegio con él, Mike?
—En el mismo año —contestó Mike, asintiendo con la cabeza—. Él era el chico de quien todos querían ser amigos.
—¿Ser amigos o ser como él?
Mike miró a Allan.
—Sí, quizás tengas razón. Debe de dar gusto tener esa sensación de poder.
—El poder obtenido por temor no vale la pena —masculló Gissing. En el momento en que la camarera iba a retirarle el vaso vacío, le preguntó si Calloway era cliente habitual.
—Viene de vez en cuando —respondió ella con un acento que a Mike le pareció sudafricano.
—¿Da buenas propinas? —preguntó.
La camarera le miró con reticencia.
—Oiga, yo sólo trabajo aquí.
—No somos policías. Era simple curiosidad —añadió Mike.
—Más vale que no lo sean —comentó la camarera mientras se alejaba.
—Muy apuesta —dijo Allan con admiración cuando ella ya no podía oírlo.
—Casi tanto como nuestra querida Laura Stanton —añadió Gissing, dirigiendo un guiño a Mike, quien, como respuesta, añadió que salía a fumar un cigarrillo.
—¿Me invitas a uno? —dijo Allan como de costumbre.
—¿Y dejáis a este viejo abandonado? —protestó Gissing, haciéndose la víctima y abriendo el catálogo por la primera página—. Bueno, salid, me da igual.
Mike y Allan abrieron la puerta y subieron los cinco escalones hasta la acera. Acababa de oscurecer y por la calle circulaban taxis en busca de clientes.
—¿Qué te apuestas a que cuando volvamos adentro ya está mareando a alguien? —dijo Allan.
Mike encendió los dos cigarrillos e inhaló del suyo con ganas. Los había reducido a cuatro o cinco diarios, pero era incapaz de prescindir radicalmente. Por lo que sabía, Allan sólo fumaba cuando estaba con alguien que le ofrecía. Miró la calle arriba y abajo y no vio a Calloway ni a sus guardaespaldas. No faltaban bares en los que podrían estar. Recordó los cobertizos para las bicicletas en el colegio que sólo usaban para partidos de fútbol improvisados, detrás de los cuales se reunían a la hora del almuerzo los que fumaban, y sobre todo Chib —ya entonces conocido por aquel diminutivo—, que abría una cajetilla nueva y vendía los cigarrillos sueltos a precios abusivos e incluso cobraba algo de dinero por dar fuego. Él entonces no fumaba, pero se hacía el remolón junto al grupo como esperando que le invitaran a unirse a ellos, cosa que nunca hicieron.
—Es una noche tranquila —comentó Allan, arrojando ceniza al aire—. Se ve que no han salido los turistas. No dejo de preguntarme qué les parecerá Edimburgo. Lo digo porque nosotros somos de aquí, y es como si fuera nuestra propia casa, sólo la vemos bajo esa perspectiva.
—Allan, también para los Chib Calloway es como su propia casa. Se trata de dos Edimburgos con un sistema nervioso común.
Allan esgrimió un dedo.
—Estás pensando en ese programa de anoche del canal 4 sobre los hermanos siameses.
—Vi parte de él.
—Eres como yo, vemos demasiada televisión. Llegaremos a viejos chochos y seguiremos pensando por qué no hicimos algo más en la vida.
—Hombre, gracias.
—Ya sabes a qué me refiero. Si yo tuviera el dinero que tienes tú estaría navegando en yate por el Caribe y aterrizando con mi helicóptero en la azotea de un hotel en Dubai.
—¿Pretendes decir que desperdicio el tiempo? —replicó Mike. Entonces se acordó de Gerry Pearson y de sus correos electrónicos repletos de fotos de lanchas rápidas y practicando esquí acuático.
—Lo que quiero decir es que hay que disfrutar todo lo que se pueda, Laura incluida. Si vuelves al local de subastas aún estará allí. Proponle una cita.
—Otra cita —puntualizó Mike—. Ya sabes lo que ocurrió en la última.
—Te rindes demasiado pronto —replicó Allan, sacudiendo la cabeza—. No acabo de entender cómo fuiste capaz de ganar dinero con un negocio.
—Pues lo gané, ¿no?
—Sí, de eso no hay duda, pero...
—Pero ¿qué?
—Tengo la impresión de que no acaba de satisfacerte.
—No me gusta alardear delante de los demás, si es a lo que te refieres.
Allan parecía tener más que decir, pero por su natural prudencia se limitó a asentir con la cabeza. Distrajo su atención la música que de improviso surgió de un coche que iba en dirección a donde estaban. Era un BMW negro metalizado que parecía un M 5 y lo que sonaba era Thin Lizzi cantando The Boys are Back in Town. Ocupaba el asiento del pasajero, con el cristal de la ventanilla bajado, Chib Calloway, que tarareaba la canción y que volvió a cruzar una mirada con Mike, haciendo ademán de apuntarlos con una pistola y apretar el gatillo en el momento en que pasaba ante ellos. Cuando se hubo alejado, Mike comprendió que Allan se había dado perfecta cuenta del detalle.
—¿Sigues pensando que podríamos haberles plantado cara? —inquirió.
—No creo —contestó Allan, tirando al suelo el cigarrillo consumido a medias.
Aquella noche Mike cenó solo.
Gissing había insinuado que cenaran juntos, pero Allan dijo que tenía trabajo en casa y Mike dio también una excusa, con la esperanza de no tropezarse después con el profesor en el restaurante. La verdad era que le apetecía comer a solas. Compró un periódico en una tienda de prensa de las que cierran tarde y, caminando hacia Haymarket, se decidió por un restaurante hindú. Un restaurante no era lo más adecuado para leer, pues la iluminación solía ser mortecina, pero tuvo la suerte de encontrar mesa junto a una lámpara. El periódico decía que eran malos tiempos para los restaurantes hindúes. La escasez de arroz había hecho subir los precios y debido a las medidas restrictivas de inmigración llegaban al país menos cocineros. Al comentárselo al camarero, el joven sonrió y se encogió de hombros.
Había bastante gente. Su mesa estaba cerca de otra ocupada por cinco borrachos que habían dejado las chaquetas en el respaldo de la silla, se habían aflojado la corbata o simplemente se la habían quitado. Pensó que serían de alguna empresa y que celebraban algún buen negocio. Bien sabía en qué podían acabar aquellas noches. La gente con la que él había trabajado solía comentar que nunca llegaba a emborracharse y que apenas parecía alegrarse cuando se conseguía un buen contrato. Podría haberles dicho: «Me gusta mantener el control», pero también podría haber apostillado: «de momento». Cuando llegó su plato, los de la mesa cercana estaban en los cafés y el coñac, y casi a punto de marcharse cuando pidió la cuenta. Uno de ellos perdió el equilibrio al levantarse y ponerse la chaqueta, y Mike, al ver que se le venía encima, lo sostuvo con la mano, lo que dio pie a que el comensal volviera hacia él su cara abotargada.
—¿Qué demonios hace? —inquirió con lengua pastosa.
—Evitar que se caiga.
—¿Le ha tocado? —le espetó a Mike otro del grupo mientras se le acercaba—. ¿Te ha tocado, Rab? —añadió, dirigiéndose a su amigo.
Pero Rab estaba ocupado en mantener el equilibrio y no añadió ni una palabra.
—Sólo pretendía ayudarle —contestó Mike, mientras los otros formaban semicírculo frente a él. Era consciente de la facilidad con que un incidente así podía degenerar.
—Pues olvídese y lárguese —espetó el amigo de Rab.
—Antes de que le den para el pelo —chilló un tercero.
Los camareros miraban la escena angustiados y uno de ellos abrió la puerta batiente para dar aviso en la cocina.
—Muy bien —dijo Mike, alzando las manos en gesto conciliador mientras se dirigía a la salida. En la calle se alejó a paso rápido, mirando hacia atrás de vez en cuando. Quería poner distancia de por medio por si le perseguían. Distancia significaba tiempo para pensar y evaluar la situación: ponderar el riesgo de volver sobre sus pasos. Ya estaba a cincuenta metros cuando salieron los borrachos. Iban cogidos del brazo y señalaban su próximo destino: un pub en la acera opuesta.
«Probablemente ya ni se acuerdan de mí», se dijo Mike, aunque sabía que a él no se le olvidaría aquel incidente y que durante semanas y meses le atormentaría el recuerdo y su fantasía imaginaría escenas en las que tumbaba en tierra a los borrachos. A la edad de trece años un chico de su clase le había podido en una pelea y pasó largos años rumiando refinados métodos de venganza que nunca llevó a cabo.
En el mundo en el que vivía en aquel momento no había necesidad de mirar hacia atrás. La gente era cortés y civilizada, educada y con clase y, pese a las bravatas de Allan en el Shining Star, dudaba mucho de que él se hubiera peleado alguna vez en su vida adulta. Mientras caminaba hacia Murrayfield rememoró sus días de estudiante y sus intervenciones en algunas peleas en bares, entre ellas, cierta ocasión en la que se enzarzó con un posible rival por una novia... ¡Dios, ni recordaba cómo se llamaba ella! Y la noche aquella en la que al volver a casa con unos amigos unos borrachos les tiraron un cubo de basura: no olvidaría la pelea que siguió, que se propagó desde la calle a una casa cercana y desde la puerta trasera al jardín, hasta que una mujer dio gritos desde una ventana diciendo que iba a llamar a la policía. Él salió con un ojo morado y los nudillos desollados, pero su contrincante quedó tumbado en el suelo.
Pensó en cómo habría reaccionado Chib Calloway ante el incidente del restaurante. Pero Calloway iba con guardaespaldas. Aquellos dos que le acompañaban en la barra no eran simples contertulios. Un amigo suyo le dijo en broma una vez que debería buscarse un guardaespaldas, «ahora que se sabe que eres rico», porque lo habría leído en una lista publicada un domingo por un periódico en la que figuraba en el quinto lugar de los hombres de mayor fortuna de Escocia.
—En Edimburgo no hacen falta guardaespaldas —replicó él.
Sin embargo, al detenerse ante el cajero automático para sacar dinero, miró a derecha e izquierda oteando un posible peligro. Contra el escaparate de una tienda contigua al banco había un vagabundo sentado con la cabeza gacha, solo, soportando el frío. A Allan le habían reprochado en cierta ocasión ser un solitario —no lo negaba—, pero eso era muy distinto a no tener a nadie. Echó una libra en la escudilla del pobre y se alejó camino de casa dispuesto a oír un poco de música rodeado de sus cuadros. Recordó las palabras del profesor: «Esas pobres obras de arte recluidas» y lo que había dicho Allan: «Disfrutar todo lo que se pueda». Se abrió la puerta de un pub, del que salió expulsado un borracho. Esquivó al hombre tambaleante y siguió su camino.
«Al cerrarse una puerta otra se abre...»