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Mike vio cómo ocurría. Eran dos puertas juntas. Una permanecía constantemente abierta unos tres centímetros, salvo cuando alguien empujaba la contigua, acción que se repetía cada vez que un camarero de uniforme entraba a la sala de subastas con una bandeja de canapés. Una puerta se abría y la otra se cerraba despacio. «Es una muestra clara de la calidad de los cuadros que esté más pendiente de un par de puertas», pensó Mike. Pero no, no era cierto, en realidad no era ilustrativo de la calidad de la exposición, sino de su propia personalidad.

Mike Mackenzie tenía treinta y siete años, era rico y se aburría. Según las páginas de negocios de varias publicaciones, seguía siendo un «magnate del software hecho a sí mismo», pese a no ser ya magnate de nada, puesto que su empresa acababa de adquirirla un consorcio capitalista y corrían rumores de que estaba quemado, lo que tal vez fuera cierto. Se había iniciado en el negocio del software recién salido de la universidad, asociado a su amigo Gerry Pearson. Gerry era el auténtico cerebro de la operación, un programador genial pero que no hacía alarde de ello, por lo que recayó en Mike la responsabilidad de ser la imagen de la empresa. Tras su venta, se repartieron las ganancias y Gerry sorprendió a Mike al anunciarle que se marchaba de Escocia para iniciar una nueva vida en Sydney. Los correos electrónicos que enviaba desde Australia eran repetidos encomios sobre las delicias de las discotecas, la vida urbana y el surf. Por primera vez no hablaba de ordenadores. También le enviaba a Mike por el móvil fotos de las mujeres que iba conociendo. Gerry había pasado de ser callado y retraído a ser un alegre playboy, lo que a Mike no dejó de parecerle una especie de fraude: sabía que él, sin Gerry, no habría levantado el vuelo técnicamente en el sector informático.

Construir el negocio había sido fantástico y agotador, con tres o cuatro horas de descanso, no pocas veces en hoteles lejos de casa, mientras Gerry prefería la instalación de circuitos y programas en Edimburgo. Para los dos, pulir los fallos técnicos de sus mejores programas de ordenador era un incentivo que les duraba semanas. Y respecto al dinero..., el dinero había entrado a raudales, trayendo consigo abogados y contables, asesores y planificadores, ayudantes, secretarias que llevaban al día las peticiones de los medios de comunicación, los compromisos sociales con banqueros y directores del catálogo... y poco más. Mike se había cansado de coches de lujo: el Lambo apenas le había durado dos semanas y el Ferrari, poco más. Conducía un Maserati comprado por simple impulso al leer un anuncio clasificado. También se había cansado de los viajes en avión, de las suites de cinco estrellas y de aparatitos y artilugios tecnológicos. Su ático venía a ser una especie de exposición de revista de diseño, en el que lo mejor era la vista: el perfil urbano de Edimburgo, con sus chimeneas y agujas, y como telón de fondo el mojón volcánico sobre el que se erguía el castillo. Pero no faltaban visitas que a veces captaban de inmediato que Mike no había hecho grandes esfuerzos por adaptar su vida a aquel decorado: el sofá era el mismo del domicilio anterior, igual que la mesa y las sillas, flanqueando la chimenea tenía montones de revistas y periódicos viejos y no había pruebas evidentes de que utilizase mucho la enorme pantalla plana de televisión con altavoces surround. Por el contrario, los cuadros sí que llamaban la atención de las visitas al ático.

«El arte es una buena inversión», le había dicho a Mike uno de sus asesores, que le dio el nombre de un intermediario que le garantizaría el acierto en sus adquisiciones. «Con acierto y bien», había especificado. Pero Mike entrevió que eso significaría adquirir pinturas que seguramente no serían de su gusto, sino obra de artistas de moda cuyas arcas él no se sentía dispuesto a llenar. Y por otro lado, era avenirse a renunciar a obras que él admirase por el simple hecho de ajustarse a las fluctuaciones del mercado. Así pues, optó por hacerlo a su manera: fue a una subasta y encontró asiento en la primera fila, sorprendido de ver tantas sillas vacías y de que al público pareciera gustarle estar apiñado al fondo de la sala. Naturalmente, no tardó en descubrir por qué: los de atrás veían perfectamente a los postores y así controlaban el proceso de ofertas. Tal como le dijo confidencialmente después su amigo Allan, él había pagado casi tres mil libras de más por un bodegón de Bossun porque un galerista se había dado cuenta de que era novato y había jugado con él pujando al alta a sabiendas de que el brazo en primera fila se alzaría para aumentar la oferta.

—Pero ¿por qué diablos hizo eso? —preguntó Mike desconcertado.

—Probablemente porque él tiene unos cuantos Bossuns almacenados —respondió Allan—, y si la cotización del pintor sube, ganará más cuando él los ponga a la venta.

—Pero si yo no hubiera seguido pujando, él habría tenido que quedarse con el cuadro.

Por toda respuesta Allan se encogió de hombros sonriendo.

Seguro que Allan estaba en algún lugar de la sala de subastas, mirando posibles compras en el catálogo. No es que él pudiera permitirse grandes adquisiciones con su sueldo del banco, pero sentía pasión por la pintura, tenía buen ojo y en los días de subasta le entristecía ver que las pinturas que le gustaban a él se las quedaban unos desconocidos. Le había comentado a Mike que aquellos cuadros podían desaparecer de la vista pública durante una generación o más.

—Y en el peor de los casos, dado que los compran como inversión, acabarán encerrados en una caja fuerte. El único propósito del comprador es el interés de revalorización.

—¿Quieres decirme que no debo comprar nada?

—No como inversión, debes comprar lo que te guste.

En consecuencia, las paredes del apartamento de Mike estaban repletas de óleos de los siglos XIX y XX, de pintores escoceses en su mayoría: su gusto era ecléctico, de modo que obras cubistas convivían con temas bucólicos, y retratos, con collages, un estilo de coleccionismo con el que Allan, en términos generales, estaba de acuerdo.

Se conocieron un año antes en una fiesta de la filial de inversiones del banco en George Street. El First Caledonian Bank —First Caly, como se le conocía— poseía una impresionante colección de pintura. Enormes cuadros abstractos de Fairbairn flanqueaban el vestíbulo principal y tras el mostrador de recepción destacaba un tríptico de Coulton. El First Caly tenía su propio conservador, dedicado a descubrir nuevos talentos —muchas veces en exposiciones de fin de curso— y a vender las obras cuando se cotizaban a buen precio, sin dejar de ampliar la colección. Mike confundió a Allan con el conservador y fue así como entablaron conversación.

—Me llamo Allan Cruickshank —dijo él, tendiéndole la mano— y yo sí sé quién eres tú, por supuesto.

—Perdona el malentendido —se disculpó Mike con una tímida sonrisa—. Es que, por lo visto, somos los únicos a quienes nos interesan los cuadros...

Allan Cruickshank andaba cerca de los cincuenta y estaba, como él mismo dijo, «gravosamente divorciado», tenía dos hijos adolescentes y una hija de más de veinte años. Trabajaba en el departamento de individuos de alta rentabilidad (IAR), pero a Mike le confesó que no estaba allí por asunto de negocios. En cualquier caso, dada la ausencia del conservador, fue él quien hizo de cicerone con Mike para mostrarle parte de la colección expuesta al público.

—El despacho del director estará cerrado. Tiene un Wilkie y dos Raeburns.

En las semanas que siguieron a la fiesta intercambiaron correos electrónicos, salieron alguna vez a tomar copas y se hicieron amigos.

Mike había acudido a la muestra previa aquella tarde simplemente porque Allan le había asegurado que sería divertido. Pero, por el momento, no había visto nada capaz de estimular su desganado apetito salvo un estudio en carboncillo obra de uno de los principales coloristas escoceses, del que ya tenía en casa tres muy parecidos, probablemente procedentes del mismo bloc de dibujo.

—Tienes cara de aburrido —dijo Allan sonriendo. En una mano llevaba el catálogo con páginas dobladas por una punta y en la otra una copa de champán vacía. Unas migas minúsculas en su corbata a rayas delataban que había probado los canapés.

—Estoy aburrido.

—¿Echas de menos a alguna rubia cazafortunas que se te acerque discretamente a ofrecerte lo que te costaría rehusar?

—De momento no veo ninguna.

—Claro, vivimos en Edimburgo. Hay más probabilidades de que nos ofrezcan jugar una partida al bridge —dijo Allan, mirando a su alrededor—. De todos modos, qué velada: la mezcla habitual de gorrones, galeristas y privilegiados.

—¿Y qué somos nosotros?

—Simples amantes del arte, Mike.

—Bien, ¿ves algo por lo que pujarías el día de la subasta?

—No creo —dijo Allan con un suspiro, mirando el fondo de su copa vacía—. Aún tengo en mi mesa las facturas del colegio pendientes de pago. Sí, ya sé que vas a decirme que en Edimburgo hay colegios gratuitos muy buenos. Tú mismo fuiste a uno muy estricto y saliste indemne, pero me ata una tradición de tres generaciones que han ido al mismo centro rancio, y mi padre se revolvería en su tumba si envío a los chicos a otro colegio.

—Estoy seguro de que Margot tendrá algo que opinar.

Nada más oír mencionar a su ex mujer, Allan se encogió de hombros ostensiblemente. Mike sonrió y se abstuvo de ofrecerle ayuda económica. No pensaba repetir ese error. Para un ejecutivo de banco acostumbrado a tratar a diario con algunos de los hombres más ricos de Escocia, resultaba inaceptable recibir ayudas.

—Tendrías que hacer que Margot aportara su parte —añadió en broma—. Siempre estás diciendo que gana tanto como tú.

—Y bien que utilizó su potencia económica a la hora de elegir abogados. —Discurrió por su lado otra bandeja de canapés poco hechos. Mike sacudió la cabeza y Allan preguntó si podían tomar champán—. No es que valga la pena —comentó en voz baja a Mike—. No es auténtico, por eso las botellas van envueltas en servilletas, para tapar la etiqueta —añadió, dando otro vistazo a la sala—. ¿Ya has saludado a Laura?

—Sólo la he mirado y me ha sonreído —contestó Mike—. Hoy está muy solicitada.

—Se estrenó con la subasta de invierno —comentó Allan— y no estuvo precisamente animada. Tendrá que hacer la rosca a posibles compradores.

—¿Y nosotros no damos la talla?

—Mike, con todo respeto: eres muy transparente. Careces de lo que en el póquer se llama cara de palo. Con la mirada que le dirigiste, seguramente le diste a entender todo cuanto necesitaba saber. Es como cuando ves un cuadro que te gusta: te pasas varios minutos ante él y luego, ya decidido a comprarlo, caminas con suma cautela —dijo Allan, imitando el movimiento de andar de puntillas, al tiempo que tendía su copa para que la llenaran de champán.

—Tienes buena psicología para la gente —dijo Mike riendo.

—Es por mi trabajo. A muchos IAR les gusta que anticipes lo que piensan sin necesidad de decirlo.

—¿Y qué estoy pensando ahora? —añadió Mike a la vez que tendía la copa al camarero, que le dirigió una leve reverencia después de servirle.

Allan cerró ostensiblemente los ojos para reflexionar.

—Estás pensando que puedes prescindir de mis comentarios impertinentes —contestó al tiempo que abría los ojos—. Lo que ansías es estar junto a tu encantadora anfitriona acercándote a ella de un modo u otro. —Hizo una pausa—. Y ahora estás a punto de proponer un bar donde podamos beber algo en serio.

—Es fantástico —dijo Mike fingidamente admirado.

—Y además —añadió Allan mientras alzaba la copa en gesto de brindis— uno de tus deseos está a punto de cumplirse.

Así era, porque también Mike acababa de ver a Laura Stanton abriéndose paso entre los invitados en dirección a ellos dos. Laura, de casi un metro ochenta con tacones y pelo castaño rojizo que peinaba recogido en cola de caballo, lucía un vestido de cóctel negro sin mangas con falda hasta la rodilla y un escote que dejaba ver el colgante de ópalo que adornaba su garganta.

—Laura —exclamó Allan, besándola en las mejillas—. Enhorabuena por la excelente subasta que has organizado.

—Más valdría que les comentases a tus jefes del First Caly que en la sala hay por lo menos dos agentes de bancos de la competencia. Parece que todo el mundo quiere algo para la sala de juntas —añadió ya con la atención puesta en Mike—. Hola —dijo, inclinándose hacia él para darle dos besos—. Tengo la impresión de que no ves nada que te guste.

—No creas —replicó él, haciendo que se ruborizara.

—¿Dónde has conseguido el Matthewson? —preguntó Allan—. Nosotros tenemos uno de la misma serie frente a los ascensores de la cuarta planta.

—Viene de una finca de Perthshire. El propietario quiere comprar unas tierras contiguas para que unos promotores no le estropeen la vista. ¿Le interesaría al First Caly? —preguntó mientras se volvía hacia él.

Allan se limitó a encogerse de hombros y expulsar aire, pensativo.

—¿Cuál es el Matthewson? —preguntó Mike.

—Ese paisaje nevado —dijo Laura, señalando hacia la pared—. El de marco dorado... No es realmente lo que a ti te gusta, Mike.

—Ni a mí —se vio obligado a decir Allan—. Vacas y ovejas apiñadas para darse calor bajo unos árboles desnudos.

—Lo curioso de los cuadros de Matthewson —comentó Laura para informar a Mike— es que se cotizan más si se ven las caras de los animales.

Estaba segura de que era el tipo de dato que le interesaría, y él, efectivamente, asintió con una inclinación de cabeza.

—¿Tienes algún dato del extranjero? —preguntó Allan.

Laura hizo una mueca con los labios y se pensó la respuesta.

—El mercado ruso va muy bien... y también China y la India. Tenemos muchos postores de allí que han anunciado su presencia el día de la subasta.

—¿Y muchas reservas?

—Ahora quieres saber demasiado —replicó Laura, amagando un golpecito con el catálogo.

—Por cierto —terció Mike—, ya he colgado el Monboddo.

—¿Dónde? —preguntó ella.

—En el recibidor. —El bodegón de Albert Monboddo era el único cuadro que había adquirido en la subasta de invierno—. Dijiste que vendrías a verlo —añadió.

—Ya te enviaré un correo electrónico —dijo ella, entrecerrando levemente los ojos—. De momento, te confiaré un rumor que me ha llegado.

—Oh, oh —dijo Allan, y dio un trago.

—¿Qué rumor?

—Que has estado yendo a salas de subastas de categoría inferior.

—¿Dónde has oído eso? —inquirió Mike.

—El mundo es un pañuelo y todo se sabe —contestó ella.

—No he comprado nada —añadió Mike a la defensiva.

—Mira cómo se sonroja el muy pícaro —comentó Allan.

—No querrás que vaya a ver el Monboddo —prosiguió Laura— y tenga que irme por donde he venido al ver colgadas junto a él adquisiciones de Christie’s y Sotheby’s, ¿verdad?

Pero antes de que Mike pudiera responder una mano carnosa aterrizó sobre su hombro. Volvió la cabeza y se encontró con los ojos oscuros e inquisitivos de Robert Gissing. La enorme calva del anciano relucía de sudor. Llevaba una corbata de tweed torcida con chaqueta de lino azul arrugada y raída, casi en las últimas. Aun así, era una presencia imponente de vozarrón inmisericorde.

—¡Ya veo que están aquí los playboys para librarme de este horror! —exclamó, alzando cual un director de orquesta su batuta la copa de champán con los ojos fijos en Laura—. No te lo reprocho, querida, al fin y al cabo es tu trabajo.

—La verdad es que es Hugh quien organiza el cóctel.

Gissing sacudió ostentosamente la cabeza.

—¡No, no, me refiero a los cuadros! No sé por qué vengo a estas presentaciones lamentables...

—¿Por la barra libre? —terció Allan, pero Gissing hizo oídos sordos al comentario.

—Docenas de obras representativas de lo mejor de la maestría de cada pintor, pinceladas que son de por sí un relato, temas y objetos de minuciosa composición... —Gissing juntó el pulgar y el índice como quien sostiene un pincel—. Son nuestros, forman parte de nuestra conciencia colectiva, de la saga de nuestra nación, de nuestra historia —añadió, ya embalado. Mike cruzó una mirada con Laura y le guiñó un ojo. Los dos conocían el discurso y las variantes del tema principal—. Y no son de nuestras salas de juntas —prosiguió Ginssing—, de nuestra sede central con acceso restringido a pases de seguridad, de la cámara acorazada de una compañía de seguros o del pabellón de caza de algún magnate de la industria.

—Ni del apartamento de un millonario hecho a sí mismo —añadió Allan con toda intención, pero Gissing le amenazó con su dedo rechoncho, diciéndole:

—¡Los del First Caly sois los peores! Pagáis demasiado a esos jóvenes talentos en ciernes que luego no dan la talla. —Hizo una pausa para respirar y volvió a plantar su manaza en el hombro de Mike—. No, del joven Mike no diré nada en contra —Mike se encogió al sentir el apretón de Gissing en su hombro— y menos si va a invitarme a una pinta de whisky.

—Chicos, os dejo —dijo Laura, haciendo un ademán con la mano libre para despedirse—. La subasta es dentro de una semana. Anotadlo en vuestra agenda.

Y sin más, se alejó con una última sonrisa que a Mike le pareció exclusivamente dirigida a él.

—¿Al Shining Star? —propuso Gissing. Mike tardó un instante en comprender que se refería a la vinatería cercana.

Puertas abiertas

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